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NOVELA

GERALDINE ROGERS



Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices (2016)
de Ricardo Piglia

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La interrupción continua

    

     Quien haya leído alguna vez a Borges o a Piglia ya lo sabe: no hay buena lectura sin sospecha, así que no conviene dejarse llevar por la primera impresión, empezando por el título de este segundo tomo, Los años felices, de Los diarios de Emilio Renzi.

     La felicidad puede durar poco. En este caso menos de una década, de enero de 1968 a diciembre de 1975. A fines de ese año el escritor tiene 36 de edad, un libro a punto de salir y acaba de ser premiado en un concurso literario presidido nada menos que por Borges. Mientras sus principales deseos se hacen realidad (escribir, publicar, obtener reconocimiento), fermenta el golpe cívico-militar que terminará de concretarse poco después. La superposición entre el deseo realizado y la tragedia colectiva que se avecina genera un efecto de ironía trágica. Imposible borrar lo que ya sabemos: la amenaza de interrupción ya está ahí. 

     Porque ¿qué era la felicidad sino intensidad y expansión de la vida en una etapa argentina de actividad cultural creciente y promisoria, en un marco de singular efervescencia, con arriesgadas apuestas a futuro? 

     “Esa multiplicación posible de sí mismo, que es la felicidad” -dice el epígrafe del primer tomo- era real. Resumamos en pocas líneas el aparente argumento: un joven de 17 años descubre su ferviente deseo de ser escritor, se muda primero a La Plata y después a Buenos Aires, centro del mundo editorial donde una década más tarde ve su deseo realizado: vive de la escritura (claro, no sin contradicciones, es habitual el conflicto de los escritores con el dinero). Edifica su proyecto literario. En bares, editoriales y redacciones discute sobre literatura y actualidad política con Manuel Puig, Augusto Roa Bastos, José Sazbón, David Viñas, León Rozitchner, Andrés Rivera, Jorge Álvarez, Pirí Lugones, Carlos Altamirano, Abelardo Castillo, Germán García, Haroldo Conti, entre otros. Reconoce como interlocutoras a unas pocas intelectuales mujeres: Josefina “Iris” Ludmer tiene la inteligencia clara como el cristal; con Beatriz Sarlo comparte algunos proyectos pero no su perspectiva sobre literatura; María Teresa Gramuglio al menos sabe leer; las demás son amigas protectoras (Beatriz Guido), amantes bellas, amorosas y a veces un poco locas. Trabaja en publicaciones periódicas de Vanguardia Comunista. Mientras construye su obra artística, se gana la vida redactando notas para revistas y periódicos, dirige colecciones de libros y recibe crecientes demandas del mundo editorial, donde despliega su oficio con notable libertad: elige temas, rechaza ofertas, impone criterios. Se entusiasma imaginando una colección de novela policial -la narrativa de más alta calidad que por entonces dice haber leído-, y la concreta ese mismo año en la Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo, viendo confluir sus esperanzas literarias y económicas. Mientras tanto, prepara otra colección para Jorge Álvarez, entre una infinidad de tareas donde invierte tiempo, destreza e ingenio. Los años felices son propicios para desarrollar proyectos individuales y colectivos: revistas político-culturales vinculadas a grupos intelectuales que piensan en marcos más amplios que los del mero destino privado, una industria cultural floreciente y atractiva, colecciones de libros destinados a lectores ávidos y numerosos realmente existentes, revistas que pagan bien las colaboraciones: un exuberante mundo cultural que contrasta con el desierto impuesto tras el golpe cívico-militar de 1976, cuando toda esa vitalidad sea arrasada sin dejar rastros a la vista. 

     Precisemos: la felicidad era relativa. Junto a las crisis personales más o menos episódicas, los “años felices” incluyen el golpe de Onganía, censura y persecución, la intervención de las universidades, el asesinato de Emilio Jáuregui, la masacre de Trelew, la vida errante de un redactor que trabaja para una revista maoísta y no puede dormir dos noches en la misma casa. Pero todo eso era poco comparado con lo que vino después. 

     “Una felicidad que nunca tuve pero que cada día añoro más” dirá cuando la sienta perdida, entre la insatisfacción y los conflictos. Al mismo tiempo que participa de la vida cultural intensamente colectiva Renzi entraña, a contrapelo de los tiempos, un impulso antigregario. Se siente agobiado por la sociabilidad excesiva o preocupado porque lleva días sin avanzar en su novela, se aburre en el mundillo cultural. ¿Cómo dedicarse a la escritura deseada (atenta a las reglas del arte, incondicionada, ajena a las demandas del mercado o la política)? ¿cómo hacerlo entre tanta actividad que cada vez le interesa menos, y que requiere el esfuerzo de consensuar criterios o soportar puntos de vista derivados de diversas tentativas grupales que siente cada vez más ajenas? Su ideología de artista busca preservar la literatura de la injerencia externa. Frente al “hombre de acción” encarnado por muchos de sus amigos elige al “indiferente”, el escritor que no quiere otra cosa sino construir su obra (pero “aquí todo es política, la literatura es tan remota como el pasado mismo. Entre ganarnos la vida y sacarnos de encima la realidad se nos va la juventud”). 

     Renzi, hijo de un peronista encarcelado tras el golpe de 1955, “ese hombre golpeado por la historia”, había publicado un primer relato (“Desagravio”) donde narraba el bombardeo del 16 de junio a Plaza de Mayo. En su cuaderno de 1969 anota que para él “no hay otra salida que el aislamiento absoluto, vivir fuera de todo, en un espacio cerrado, sin futuro. No me queda otro camino que aprender a cerrarme, a refugiarme en una zona propia, altiva, amurallada, y trabajar como si el mundo no existiera”. Quien eso escribe es (¿otro?) Renzi, que en 1973 está en Plaza de Mayo cuando asume Cámpora y también en “la noche inolvidable frente a la cárcel de Villa Devoto” cuando la multitud logra la liberación de los presos políticos hasta que por la represión “nos dispersamos”. En su cuaderno de 1971 el (¿mismo?) escritor anota: “Me encierro, cierro la puerta, clausuro el teléfono, dispuesto a escribir todo el día (…). Por supuesto, la literatura es mi coartada: lo que busco –lo único que busco- son estas fugas de la realidad. Encerrado, todas las persianas clausuradas, con luz artificial (…) mientras yo estoy oculto, la realidad política sigue su curso: cuando salgo a la calle me entero de que un presidente militar ha sido suplantado por otro”.  La contradicción se va desplegando entre lecturas deslumbradas por Brecht, Benjamin y Tretiakov, a lo que hay que sumar la impronta de Walsh, que en 1970 sigue pensando formas complejas de articulación entre literatura y política, y se lo cuenta a Ricardo Piglia en la monumental entrevista titulada “En la Argentina de hoy es imposible hacer literatura desvinculada de la política”. 

     Pero ¿en qué consiste ese vínculo? Walsh piensa, al mismo tiempo que piensa en un nuevo tipo de sociedad, en la invención de nuevas formas que superen la forma burguesa de narración por excelencia que es la novela. Renzi también, pero centra la cuestión en la elección de los procedimientos, “No importa el tema sino el tipo particular de construcción y circulación de lo que hacemos”. La cuestión atraviesa todo el segundo tomo. Del curso que fue tomando una historia colectiva signada por la interrupción y la derrota, deriva tal vez la solución simple que a veces parece imponerse. Ella sugiere que en un país como la Argentina sería posible hacer algo (la literatura, entre otras cosas) al margen de la política. Que un escritor, solo con proponérselo a título individual, podría mantenerse del otro lado de la frontera imaginaria para dedicarse a la literatura, a diferencia de otros que, en cambio, se habrían alejado de ella para entregarse a la acción, como reza un insistente lugar común que uno de los avatares del propio Renzi anota así: “mi obsesión por la literatura (que no pienso abandonar nunca); en el aire está el ejemplo de Walsh, que abandonó la ficción para dirigir el diario de la CGTA. Walsh me había convocado para el proyecto, pero yo rehusé”. La formulación tambalea ante preguntas que (¿el mismo?) Renzi anota “¿en qué momento la vida personal se cruzó o fue interceptada por la política?”. La cuestión insiste casi como idea fija ¿qué es personal y qué es histórico en una vida? “La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia o la política o la economía, es decir, que lo privado cambia y se ordena muchas veces por factores externos. De manera que una serie se podría organizar a partir del cruce de la vida propia y las fuerzas ajenas, digamos, externas, que bajo los modos de la política suelen intervenir periódicamente en la vida privada de las personas en la Argentina. Basta un cambio de ministro, una caída en el precio de la soja, una información falsa manejada como verdadera por los servicios de información o de inteligencia del Estado, y cientos y cientos de pacíficos y distraídos individuos se ven obligados a cambiar drásticamente su vida”. 

     La obra maestra de Piglia está construida con un procedimiento formal específico, que es el que define al género “diario”, aquel que anuda tiempo y escritura en una continuidad que no está dada de antemano. Ese procedimiento (y no el tema, diría Renzi) es el que trae a la lectura una cuestión que interesa: cómo se construye la continuidad de algo y cómo se interrumpe: “hay que hacer una teoría de la interrupción: quién interrumpe o qué, y cuál es la situación que es “frenada” y debe cambiar de dirección”. Hoy, como siempre, es imposible hacer literatura desvinculada de la política.

GERALDINE ROGERS

Es profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP e investigadora del CONICET. Es autora del libro Caras y Caretas. Cultura, política y espectáculo en los inicios del siglo XX (2008).