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NARRACIONES

IGNACIO BARBEITO



Modo linterna (2013)
de Sergio Chejfec

Modo linterna

 

El merodeador

    

     La del merodeador es una figura sometida a sospecha. Para quienes observan su andar vacilante, su indefinición es causa de inquietud y alerta. La época que otorgó cartas de ciudadanía académica a las filosofías de la sospecha no se las avino del todo bien con aquellos que se resisten a ser identificados, moviéndose de un lugar a otro. Las filosofías de la sospecha definen a sus enemigos, los asedian sin cesar, de todas las maneras posibles, y con ello ganan su derecho de residencia, siempre y cuando sepan mantener en pie al enemigo. Pero con los merodeadores no se sabe: ¿cuáles son sus propósitos? 

     Las narraciones de Sergio Chejfec incluidas en Modo linterna (2013), así como otras que les anteceden, portan todos los atributos de un paciente merodeo en torno a lo que podemos llamar, con él, la experiencia. En este estrato de la existencia humana convergen realidad y literatura. Es probable que solo un argumento comercial pueda persuadirnos de que las narraciones incluidas en Modo linterna son cuentos, tal como se anuncia en la tapa del libro, editado por Entropía. Su lectura, en cambio, nos exige desprendernos de afanes taxonómicos para entregarnos a un repertorio de derivas descriptivas más atentas a la escansión del espacio que a la sucesión temporal. Lo que parece presentarse como un cuento desemboca en una digresión ensayística o en el esbozo de un proyecto de escritura, como si, recordando a Saer, la narración se desarrollase a la manera de una praxis que segrega su propia teoría. Igualmente, lo que se asemeja a un ensayo se ve de pronto interrumpido por el relato de una anécdota o de un encuentro entre dos viejos conocidos. En la confusión de géneros, justamente, Benoît Coquil ha identificado una de las estrategias formales de las que se sirve Chejfec para hacer de la lectura de sus textos una prueba de paciencia y errancia.

     Por otra parte, las narraciones de Chejfec se asemejan más a ejercicios de documentación y exploración antropológica que a relatos ficcionales. Su método, si cabe llamar así a lo que les otorga una forma, emula una caminata sin destino prefijado. Caminata, y no paseo; en este último Chejfec advierte una inclinación a la complacencia, contraria a la experiencia de la simultaneidad multifacética de la que procura dar cuenta. Por supuesto, estas narraciones no dejan de ser ficciones, en el sentido de ser algo construido y artificialmente dispuesto, pero la clave de su lectura no pasa tanto por la identificación de personajes o por el seguimiento de una trama que se desenvuelve progresivamente hacia una conclusión. Se trata, antes bien, de acompañar el barrido de una mirada a través de su expresión lingüística, abordando la escritura como el registro de lo percibido durante un desplazamiento a pie y algo caprichoso por el espacio circundante del narrador.  A los narradores no debería exigírseles mucho más, según reflexiona uno de los difusos personajes del relato “Una visita al cementerio”; no más que “una irradiación discontinua, por otra parte sin resultados garantizados”. 

     Las ficciones de Chejfec no ratifican la decisión de no verdad a partir de la que se despliega el territorio de la literatura moderna. No se inscriben ni deliberada ni inevitablemente en el campo de lo imaginario. Por el contrario, el régimen de verdad que impide a la literatura el ejercicio de la atribución de decir lo real resulta suspendido por un registro de escritura que va hacia las cosas tal como estas se manifiestan, no precisamente en una presunta objetividad sino en una construcción o escena cuyo montaje es de factura humana. De aquí que cuanto más riguroso se torna ese registro más vacilante e intangible se presiente la realidad de lo que se ofrece a la percepción. En este punto, la densidad de la experiencia y la espesa selva virgen de lo real se confunden sobre un mismo plano. Un plano, de nuevo, incierto. Ni primacía del objeto ni soberanía del sujeto; antes bien, el incesante restablecimiento y disolución de ambos en el entre dos del lenguaje.

     De aquí la importancia del paisaje, recurrente protagonista de los relatos de Chejfec, pero también objeto de una persistente reflexión. Por una parte, el protagonismo del paisaje, como experiencia atiborrada de enlazamientos temporales y espaciales, a menudo antojadizos; su retraducción a signos escritos, su alojamiento precario en el horizonte mental de los eventuales narradores y la certeza de su transfiguración en el curso del tiempo bloquean el riesgo siempre latente de su naturalización. En los relatos de Chejfec, por el contrario, la inmediatez artística del paisaje es sometida a un conjunto de operaciones de desacople y problematización, que fuerzan a interrogarse por la historicidad y por el carácter artificioso de lo que se ofrece a la mirada, impidiendo su idealización. Así, en “Donaldson Park” la disposición armónica del paisaje encubre una despiadada lógica de transformación económica. Por otra parte, el observador no es un mero contemplador: la asimilación artística del paisaje resulta evidenciada en su simbiosis ideológica o, como en “El testigo”, en una arbitrariedad subjetiva que no se sustrae a la confrontación entre memoria y presente, tornando al observador un ser fronterizo, sometido a una inquietante inestabilidad.  

     A un procedimiento de algunos parecidos respecto del empleado por Chejfec, Annie Ernaux lo denominó “escritura fotográfica” y Rudy Kousbroek “fotosíntesis”. Sobre el umbral del fin de la Historia, donde los hombres merodean desocupados, sin rol histórico que cumplir más allá de las mil premuras que embargan su cotidianeidad, en la fotografía se presiente una nueva infancia para la literatura. De alguna manera, este es el tema de otro de los relatos incluidos en Modo linterna, “Novelista documental”: el valor documental de la fotografía y las circunstancias de producción del documento fotográfico se convierten en la condición de posibilidad del relato. Ya no la historia como literatura ni el escritor buscando un entierro decoroso ante la intimidante sucesión escalonada de marmóreos prodigios; pero tampoco la verdad. Lo que cuenta ahora en relación con la literatura es su relevancia. Se trata de dilucidar en qué medida la literatura puede decir algo significativo acerca de un mundo cuyo mobiliario parece ya completamente inventariado. 

     Es claro que desde una perspectiva como la de Chejfec la posibilidad de la literatura de decir algo significativo sobre el mundo no se resuelve ni se resolverá por el lado de lo dicho o por el de los contenidos de la representación, como si uno y otro pudieran disociarse. Si hay una politicidad de las prácticas artísticas y, en particular, de las prácticas vinculadas al trabajo sobre el elemento del lenguaje, esta radica fundamentalmente en su capacidad para volver manifiestas, acentuar u obstruir las formas instituidas de representación y, a veces, el proceso mismo y los efectos de su institucionalización. Desde este punto de vista, es perfectamente comprensible la situación de exterioridad desde la que Chejfec procura elaborar su mirada o, aún más, proponer o, incluso, legitimar un modo de mirar, documentar y testimoniar ajeno a la economía de las emociones que dinamiza la existencia histórica de una comunidad política: “lo mío es esta afuera -se lee en Teoría del ascensor (2017)-; cuando algo no me apela en términos prácticos me siento mucho más comprometido con eso y, sobre todo, curioso”. La tentativa de alcanzar este posicionamiento perimetral no puede equipararse, por cierto, con la ambición de encarnar el punto de vista del ojo de Dios, porque el lugar del sujeto y la identidad del observador también resultan sometidos a idénticas operaciones. De ahí que los narradores de los relatos de Chejfec resulten resbaladizos al examen psicológico, moral o político, como si padecieran incesantemente un escamoteo identitario, a la manera del nouveau roman. 

     Para Chejfec, al igual que para Saer, la experiencia estética ha de preservarse como un modo radical de libertad. Entre otras cosas, esto implica ponerse en guardia contra la tentación de claudicar frente a los requerimientos  de una parcialidad política o social o a sus demandas de acumulación de fuerzas en un escenario de confrontación. Caminar, sí, pero sin atender a los que gritan o formulan interpelaciones directas o indirectas; desplazarse, también, pero no tanto entre la gente, que podría interrumpir con sus requerimientos la cadena libre de asociaciones que provoca una simultaneidad multifacética, como por zonas urbanas escasamente transitadas o sin mayores probabilidades de contacto humano. “Hacia la ciudad eléctrica”, el último de los relatos que integran Modo linterna, propone esta reflexión: 

“por más que los escritores busquemos abrirnos, inspirar y ser inspirados por la realidad, nuestra actividad no es penetrable por los no escritores, y por lo tanto la natural apertura hacia el mundo es percibida como cerrazón, cuando en realidad los cerrados son los demás, y no nosotros”.

     Para el narrador, frente a la curiosidad ávida del escritor, los demás se encuentran como aquellas garrapatas estudiadas por Von Uexküll, es decir, adormecidos en un mundo circundante que les resulta menesteroso, sin experimentar mayores variaciones por largos periodos de tiempo. ¿Podría la literatura contribuir a estimular una nueva forma de sensibilidad? Es posible, parece decir Chejfec, pero solo para pocos, solo para un puñado de exiliados estéticamente intransigentes. Aunque no lo parezca, la posibilidad de una verdadera experiencia estética debe satisfacer para Chejfec una suerte de requisito ético, al que los antiguos denominaron ataraxia. La experiencia estética no es universalizable y el escritor no ha de pretender hacer de su escritura la voz de otros. Solo la paciente sedimentación de una cierta “imperturbabilidad del ánimo” se presenta como el terreno adecuado para el cultivo de una nueva era de la curiosidad literaria, siempre en riesgo de ser ocluida por el fárrago de la simultaneidad de la experiencia social contemporánea. En el domingo de la Historia, la sofisticación parece ser el último recurso de los hombres honestos.

IGNACIO BARBEITO

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Su investigación se enfoca en la historia intelectual latinoamericana, la historia de los conceptos y la literatura documental.