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SOCIOLOGÍA / HISTORIA

BRUNO FORNILLO


Bolivia hoy (1982)
de René Zavaleta Mercado (compilador)

     Me recibí de historiador en el año 2002 y mi destino era incierto y convulsionado. Tuvieron que pasar cinco años para sentir que había dejado atrás el caos y eso sucedió cuando me hallé viviendo en La Paz en medio del triunfo evista y su guerra. Anécdota que sobreviene enseguida: un día le hicimos una entrevista a Alejandro Almaráz Paz, quien comandaba el viceministerio de tierras, y cuando relató cómo estaban llevando adelante la reforma agraria pronunció, como al pasar pero más de una vez, la palabra revolución. Por primera vez supe que la revolución estaba sucediendo (y que las otras veces había sido un sonido imaginario). Fue, también, la última (para inicios del año 2010, tras aprobar la Constitución Plurinacional, el MAS abandonó sus ambiciones). Mientras tanto, éramos felices. Éramos una banda de argentinos ya bolivianizados que íbamos de aquí para allá, cada uno en lo suyo pero todos en medio de la bataola. Discutíamos, comíamos, leíamos, paseábamos y salíamos de juerga por las calles de la plebeya, y bellísima, ciudad de la Paz. No teníamos horario, como el Evo, y todo lo que necesitábamos -muy poco realmente- estaba al alcance de la mano. Es que en el año 2007, ante una Asamblea Constituyente que funcionaba a toda marcha, las expectativas más esperanzadas seguían bien abiertas. Fue entonces que, envuelto en mi tarea de devorar libros, me topé con Bolivia hoy, que no puedo sino admirarlo, y es el correlato teórico de esta situación práctica. Bolivia era la insurrección hecha Estado, la espontaneidad hecha tiempo, pero fundamentalmente era la acción popular organizada por sí misma. En definitiva, era lo que nosotros, por más onda que le pongas, no llegamos a ser.

     En Bolivia hoy es claro el sentido de la autodeterminación, en términos bien concretos. Zavaleta designó en el tempranísimo 1982 lo que vendría después, básicamente el fin de la centralidad proletaria minera y la emergencia del movimiento indígena-campesino como locus emancipador de Bolivia. O sea, lo que tratábamos de entender en 2007, lo que veíamos como novedad avasallante, Zavaleta lo había indicado y explicado treinta años antes. La teoría, entonces, reclamaba su potencia, una a la que ya no le teníamos fe, admitamos. El libro es, además, una obra colectiva. Ahí escriben, por ejemplo, Silvia Rivera Cusicanqui desgranando la lógica campesina, Guillermo Lora -con quien Zavaleta tuvo incontables diferencias-, presentando la historia del movimiento minero. Pero incluso esa comunidad intelectual continuaba en sus descendientes, había cantidad de gente interviniendo y pensando junta, en el Grupo Comuna por ejemplo (el Álvaro, el Luis Tapia, el Chato Prada, la Raquel Gutiérrez) son todos hermanxs de un mismo padre. Yo veía comunidad por todos lados, comunidad desbordante -el ayllu en acción se le dice en Bolivia hoy-, luchando contra las condiciones más precarias, irrespirables. Siempre me pregunté: ¿cómo puede ser que quiera tanto a un lugar tan inhóspito? La película Mujeres de la mina describe este sine qua non ontológico de la política boliviana, muestra su secuencia, el pan de cada día: condiciones siniestras, acto de justicia y organización.

     Página a página aparecen ideas que iluminan, abren campos, clarifican, indican hacia dónde, diseñan un campo de pensamiento sobre el país y más allá también. La idea de “Estado aparente” es una entre varias, es decir, una gelatinosa sociedad política que no traduce nunca la multiétnica sociedad civil; en contra de la suposición de que el Estado existe de por sí. Aquí se afirma que la verdad última del Estado no es la violencia, como nos acostumbró la tradición, sino el territorio. Zavaleta despliega el concepto de abigarramiento social para mostrar cómo en este país andino-amazónico los diversos modos de producción, con sus temporalidades y lógicas propias, se superponen (una comunidad, la relación doméstica, la esclavitud, el capital, la servidumbre, todo allí) formando un mosaico heterogéneo de articulación relativa. También aquí Grebe López indica que en la historia local insiste un “excedente sin acumulación” -el “excedente infecundo”-, y nunca mejor explicitada la idea de riqueza que se produce etérea y vuela. Ni clase dirigente ni orientación nacional, pura extracción señorial, colonialismo externo e interno, arraigo sin acumulación, “principio Potosí” y desamparo.

     Podría decirse que así como la Inglaterra decimonónica le permitía a Marx ver lo que veía y hacer de eso un universo, Bolivia es la luz privilegiada para comprender pulsos claves de la región entera. La tesis sería la siguiente: puede que el “fondo arcaico” de Bolivia haya sido el que más resistió las promesas de modernización, y por ello las tensiones del subcontinente se ven allí prístinas (anécdota tres: con un amigo íbamos a alquilar una casa bien pequeña en Sopocachi, y a él no le era posible estar a la hora pautada para el pago; por eso su plata la acercó un amigo suyo, aymara. La dueña blanca, que se quería de alcurnia, señaló al amigo aymara y me preguntó con absoluta naturalidad: “¿no es él quien va a vivir aquí?” En nuestra cara lo dijo. No la podía creer. Zavaleta asegura que Bolivia no tenía otra opción que perder la guerra del pacífico con Chile, antes que nada porque la élite dominante desprecia su propia tierra, lo cual no se oculta). ¿No es evidente que la clase dominante sudamericana desprecia su tierra? ¿No es evidente que, como el ornitorrinco que escapa a la taxonomía evolutiva, tal como Francisco de Olivera explicó para Brasil, todos nuestros países están “fuera de lugar”?

     Pero para nosotros, si este escrito tiene un sentido primordial es, creo, no sólo por sus ideas, sino por el espacio que erige para enunciarlas. No son simplemente sus palabras, es su casa, su hábitat. Un problema de geografía. Que el título de la tesis de doctorado que Luis Tapia le dedicó a Zavaleta haya sido La producción de conocimiento local no es una casualidad. Hay pensamiento propio, se trata de la “crisis como método”, porque la particularidad de los países que no son uniformes es que su unidad cognoscible se expresa en los momentos de tensión aguda. El hecho no apunta a desconocer o desechar lo elaborado en otras costas, en Bolivia hoy Cacciari, Foucault o Gramsci aparecen recurrentes, pero son usados del mismo modo que los franceses usan a los alemanes, a Heidegger por caso, roban todo sin fascinación, ni pleitesía, ni resquemor. Más aún: ni diletantismo sobre la “traducción” europea, ni antropofagia de una; es mejor, simple uso sin más, noble alimento del suelo: acompaña con su influjo subterráneo porque sienta bases para una teoría singular regional, para una epistemología del sur.

     Bolivia hoy es hijo de su tiempo, se publica en medio del ocaso de la centralidad proletaria e incluso del “bloque histórico” que surge con la Revolución de 1952, al cual comprende entero; y anuncia de lleno las buenas nuevas que, en verdad, vienen desde “tiempos inmemoriales”. Ciertamente, el último capítulo del libro se llama “Forma clase y forma multitud en el proletariado minero en Bolivia”, y es la laudatio final del obrerismo clásico que a principios de los años ’80 declinaba. Se discute la suposición exógena que asocia la polítización a la maduración objetiva de la clase de los países centrales, para mostrar cómo el aislamiento obrero en las minas (Catavi-Siglo XX-Huanuni, etcétera) no es “aislamiento social”, sino que su “insistencia” estructural, su “irradiación” política, su “experiencia de masa”, su fuerza “de efecto estatal”, su “adquisición” cognoscitiva, su “acumulación en el seno de la clase” ha sido tal que en “pocos lugares del mundo es tan acabada la centralidad obrera como en la implantación de lo nacional-popular en Bolivia”. Pero si uno lee detenidamente verá que en el balance de la singular condición obrera durante el corto siglo XX subraya su imposibilidad de producir una reforma intelectual y moral. Por ello asume que “si los obreros salen un día de su clausura corporativista será en el desarrollo de una propuesta surgida del movimiento campesino” (una de las cosas que comenzó a pasar cuando se publica el libro y se plasma tres décadas después).

     En efecto, además de la eclosión conceptual de Bolivia hoy, la poética intuitiva presente de principio a fin, se trata de la combustión que eso produce cuando se pega a la historia de un país que “si no fuera por sus masas, sería mejor que no exista”, pero gracias a ellas arroja el yo al todos como nadie. Aquí hay advenimiento de lo real, sin out of joint, ningún espectro. Otro amigo, que vive allá -el Pablo Cingolani- lo dice bien, escribió una crónica de título Deja Vu que culmina así: “Había llegado a morar a esta hoyada el año ’87 y aquí latía algo, algo que era más fuerte, más sincero, más panorámico y más esperanzador que en el resto del planeta. No era inesperado para mí pero aquí era masivo y era tumultuoso. Ese algo, eso revelador, eso que contagiaba fervor y destino, eso que diferenciaba a La Paz, a Bolivia, de los USA o de Argentina o de Hungría, eso (…) eran los indios”. Los obreros modernos, los indios arcaicos, ambos en Bolivia mezclan sus tiempos y son un empuje evidente. Estas cosas hacen que el aire que se respira en Bolivia hoy garantice una cosa más: la certeza natural de nuestro destino sudamericano basado en una política de la vida en común. No se trata de una declaración de principios, ni hay que esperar morir bajo una epifanía épica, es mucho más sencillo, incorporado por esencia, por existir nomás. Siempre volvemos y siempre estamos en Bolivia, la leemos a miles de kilómetros, sigue estando en el medio del continente reclamando por las cosas buenas.

BRUNO FORNILLO

Es historiador recibido en la UBA e investigador del CONICET. Integra el Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes Comunes (www.geopolcomunes.org)