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CINE / POLÍTICA

MARCELO SCOTTI


Al filo de la democracia (2019)
de Petra Costa

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     En su vejez, a la vuelta de una obra que lo había llevado a la cima de la historia del cine que ahora consideramos clásico, el gran director alemán / austrohúngaro / polaco Billy Wilder, de escasas simpatías por las ideologías revolucionarias, recordaba que lo que lo decidió a dedicarse al cine fue un fragmento de El acorazado Potemkim  que vio en su juventud en Berlín; la secuencia es famosa pero siempre merece recordarse: los marineros del film de Eisenstein se amotinan por el estado insalubre de los alimentos, el médico de a bordo acude a hacer la inspección y un plano detalle de sus lentes usados como lupa muestra la viva actividad de los gusanos sobre la carne; en el plano siguiente, el médico dictamina que la carne está en perfecto estado. Sesenta años después de aquella experiencia fundante como espectador y cineasta, Wilder narraba aún su impresión de esta manera: “todo el mundo al salir del cine, ya fuera conservador o liberal, salía convencido de la justicia del comunismo.”

     En Al filo de la democracia, de Petra Costa, documental de autora sobre el proceso político brasileño reciente, se pueden encontrar varias secuencias comparables a aquella que marcó a Wilder, la principal diferencia entre unas y otra es que ya no se trata de una construcción ficcional, y en algunos casos ni siquiera de operaciones de montaje. El ejemplo más elocuente de esto es la audiencia televisada a todo el país en la que en 2017 se decidió la culpabilidad y la condena de Luiz Ignacio Da Silva en el esquema de corrupción del Lava jato; en ella, en plano continuo, y ya sin lupas ni cortes de montaje, el procurador de la nación afirma: “No vamos a presentar pruebas concluyentes de que Lula es el propietario legal del apartamento porque, precisamente, el hecho de que no figure como propietario del triplex en Guarujá es una forma de ocultar su propiedad”.  Wilder, sus contemporáneos y el tiempo al que pertenecían las imágenes en común que les ofrecía el cine de ficción tenían aún productiva capacidad para el asombro; a nosotros, en cambio, la indignación ante la (puesta en) escena judicial real nos resulta tan obvia como inoperante e inconducente, en todo caso, ya no hay aquí asombro posible ante aquello del orden de lo obsceno que ha entrado en escena. Nuestra distancia con aquel tiempo parece inconmensurable.

     Pero veamos más de cerca y en extensión el asunto: en la cambalachera indistinción característica del sistema Netflix, se puede, con paciencia y fortuna, encontrar de tanto en tanto alguna película de interés. Hoy, y tal vez por un tiempo más, una de ellas es esta producción de la propia empresa, nominada al Oscar como mejor película documental de 2019, premio que finalmente no obtuvo.  Su título en portugués es Democracia na vertigem, la traducción que nos propone la productora, previo pasaje por el inglés internacional, The edge of democracy  sesga y empobrece el original y lo reduce a una expresión neutra que debilita su relación con la obra y su pertenencia a ella. Lo que se pierde en esta traducción es un doble efecto de vértigo que el film trabaja y despliega por fuera de la narración en off pero en relación con ella y que constituye,  tal vez, lo más incisivo y provocador de la película.  

     La reconstrucción histórica que se hace en el film destila, como es de esperar, una impresión amarga y oscura y abre unas cuantas preguntas cruciales sobre la forma de la nación y sus instituciones democráticas, no todas ellas cerradas o saldadas en el relato, por supuesto. Estamos ante un film complejo y reflexivo que, pese a que  se conduce a una visión decepcionada y decepcionante del presente político del país, no deja sin embargo de abrir varios caminos a la crítica histórica de la política y a las posibilidades de seguir ejerciéndola incluso a la vista de una catástrofe para todos los buenos sentidos de la vida democrática y de las expectativas de transformación real de una nación construida sobre una desigualdad mayúscula, estructurante y operativa en la mayor parte de la esfera pública y de las relaciones entre las clases sociales. Brasil tiembla y golpea en esta obra y ciertos imaginarios de la política contemporánea se exponen de forma abrumadora en la ruptura de ideales colectivos que se muestran estallados en el film y, ciertamente, muy difíciles de recomponer en la encerrona bolsonarista con la que concluye su relato.

     Costa no se limita, sin embargo, a la mera crónica histórico política sino que despliega también, como otro eje narrativo del film, una línea autobiográfica que ilumina algunos de esos bordes en los que se abisma su interpretación; este otro hilo conductor explora otras huellas como posibles respuestas a sus interrogantes sobre la tragedia nacional y elabora otros sentidos históricos  problemáticos sobre la escena general que construye: para decirlo más simple, esta línea biográfica articula coyuntura y estructura de un modo preciso y provocador e invita a considerar algunos aspectos tan obvios como generalmente omitidos en las lecturas cortoplacistas. En estas zonas el film trasciende el mero qué pasó para abrirse a una reflexión más amplia que permite pensar qué lo hizo posible

     El relato del ascenso y la caída del PT es claro y consistente, narrado en retrospectiva desde el día de la detención de Lula, momento en el que abre la obra. Se presenta aquí una lectura que narra con fervor la emergencia de esa fuerza de la izquierda nacional que, reunida en torno de la figura ascendente de su líder obrero, hacía por primera vez un lugar en la historia del país para las demandas y los derechos de la clase trabajadora y que proponía a la sociedad toda otro Brasil posible, con mayor igualdad, sin hambre y con posibilidades de articular en el tejido social las experiencias y las necesidades de esa amplísima mayoría de pobres que habían sido relegados de la dignidad social y el reconocimiento del estado. No hay mayor complejidad en esa reconstrucción que, al pasar, señala que, en parte, el acceso al gobierno de Lula y del PT debió pagar el precio de una cierta conciliación con los poderes establecidos, de la economía y de la política, para pasar de una vez de la reiterada derrota electoral a la conducción del estado. Esta línea de lectura será una de las claves de la interpretación del proceso que se desprende del film y llama la atención sobre las insuficiencias democráticas del régimen político, por un lado y sobre la debilidad del partido para hacer de sus bases sociales también una herramienta de transformación de la política en un sentido más amplio que el acceso al gobierno. Sin decirlo en palabras, el film afirma que el problema matriz radica en que, por diversas razones, el PT aceptó jugar un juego que nunca controló y que, en el curso de ese juego, sus propios dirigentes perdieron contacto con sus bases y con las razones legítimas de su hacer política en un sistema organizado para preservar los grandes negocios de la oligarquía. Luego, los tiempos dorados de Lula ocultarían parcialmente esta sombra que, en los años de Dilma ganaría definitivamente la escena y la imagen del Partido de los Trabajadores frente a una parte grande de la sociedad, incluidos algunos de sus votantes tradicionales. Aquí se exponen tres razones históricas: la caída de la economía en los años finales de la etapa de gobierno de Lula, el giro de Dilma hacia una cierta ortodoxia administrativa que redujo la intervención distributiva y, por tanto, parte de la legitimidad social de su gobierno y, la más confusa en el relato y, a la vez, la más determinante, el despliegue de una vasta operación anticorrupción que el gobierno de Dilma impulsó y respaldó y que terminó por erosionar su propia posición, abriendo la posibilidad de llevar adelante causas que se basaron, sobre todo, en el abuso de la figura del arrepentido y en una serie de maniobras ilegales avaladas y concretadas por el propio sistema judicial en connivencia con el bloque antipetista que se consolidó fuertemente en tiempos de Dilma en torno de su vicepresidente Michel Temer. Como se sabe, este proceso condujo a la destitución de Dilma y al encarcelamiento de Lula, en ambos casos sin pruebas de que hayan cometido los delitos que se les endilgaron. 

     El dispositivo de derribamiento del PT y sus dos líderes máximos se muestra atravesado de escandalosas escenas de corrupción e ilegalidad de sus acusadores políticos y judiciales. Costa, que comparte con su cámara algunas situaciones de zozobra e inquietud con Lula y con Dilma, repone en el relato el asedio de un conglomerado mafioso de intereses convergentes hacia la destitución, pero no soslaya que el partido perdió buena parte de sus apoyos sociales aun antes de la operación destituyente y más allá de la vigente popularidad de Lula.

     Recordemos, por fuera del film, que la trama del juicio y el proceso todo ya habían sido ensayados con éxito en Honduras y en Paraguay; en Brasil, sin embargo, alcanza límites grotescos y brutales que exhiben a un sistema político en profundo estado de descomposición pero con la suficiente capacidad para hacer lo que le demandan los poderes reales: llevar a cabo un golpe de estado que legalizan sus propios ejecutores. Entre la escena parlamentaria y la judicial se agota cualquier capacidad de asombro restante; nuevamente, lo que importa entonces no es lo que pasa, sino aquello menos evidente que, de repente, lo torna posible. 

     Así, el film toma nota, con dolido realismo, del creciente descontento popular sobre el gobierno de Dilma, del descrédito grande del PT y de las profundas tensiones sociales abiertas por un proceso político que apoyan aún millones y que otros millones también combaten en las movilizaciones públicas: las imágenes de multitudes contrarias en el predio junto al parlamento el día de la decisión del impeachment contra Dilma son elocuentes y los clivajes de color o de clase entre uno y otro grupo no resultan tan evidentes en ellas como esperarían nuestras buenas conciencias. Costa lo reafirma en su propio relato: la sociedad ha quedado partida en el curso de un proceso político que el film explica en off sin terminar de esclarecer cabalmente. Y aquí se presenta lo que entiendo como lo más singular y lúcido de la mirada de la autora: aquello que no se puede terminar de decir ni de explicar con discursos y palabras elocuentes, aquello que escapa incluso a la crónica minuciosa que presenta el film, se puede entrever en ciertas imágenes aparentemente secundarias de su relato. 

     Si bien la película cae por momentos en una cierta linealidad propia de aquello que se cuenta conociendo los resultados, introduce de todos modos algunas interrupciones / tensiones que enriquecen su mirada y que lo apartan de la mera crónica de las desgracias recientes; en esas interrupciones Costa alumbra zonas que quedan por fuera de su propia explicación oral y que hacen, por tanto, lugar a lo inexplicable, a lo que no puede saldarse o subsumirse en la mera cronología. Al incluirse ella misma en la trama histórica y social del film y sumar la historia familiar y sobre todo las historias de sus padres, la directora queda envuelta en una cierta ambigüedad que subtiende su propio punto de vista y el ánimo reflexivo con el que compone la obra. Sus padres, militantes revolucionarios en los años setenta, pasaron entonces a la clandestinidad y rompieron parte de sus vínculos con la familia Costa, una de las más acaudaladas del país, principalísima operadora y beneficiaria de las grandes obras públicas y participante fundamental de la construcción de Brasilia en los cincuenta. La opción de sus padres por la lucha armada anticipa la escisión entre ideales e intereses materiales y de clase que surca la historia familiar y sirve, de paso, como pregunta incisiva sobre las posibilidades del cambio histórico y sus límites. 

     En varias ocasiones en el curso del film y sobre todo en su tramo final, Costa introduce planos cenitales. Uno de ellos servirá como punto de llegada del relato: una vista del Planalto, la sede del gobierno federal en Brasilia. Costa desplaza la cámara lentamente para recoger con detalles la magnificencia de la obra, su exceso, su soberbia, su extraña monumentalidad futurista; se mete incluso en el edificio en momentos intrascendentes y deja que el objetivo de su cámara componga esa impresión de recinto de un poder que excede a quienes circunstancialmente lo habitan. No se trata sólo de la exposición del poderío económico de quienes lo construyeron, hay en esos planos algo más, algo que intenta retener lo que constituye y expresa simbólicamente la fuerza de esa clase obscenamente dominante a la que pertenece la familia de la propia autora. El plano cenital reiterado es entonces un recurso de doble filo: sirve al film para exponer desde arriba aquello que no puede ser explicado claramente desde abajo, sugiere por tanto que ese poder real ha permanecido básicamente inalterado incluso en los mejores tiempos de Lula y que sólo mirando desde arriba se pueden percibir ciertos sentidos informulables para las convenciones de la política democrática y sus vaivenes. Así, no es casual que en su reposición histórica su propia familia ocupe un lugar de enorme y sostenido privilegio hasta el presente, tampoco que la división social y política que se expone en el curso de la crisis de destitución del PT se nos muestre desde un plano vertical y hacia abajo en el que cabe toda la escena. Consciente de una posición de clase reñida con la ideología que subtiende y motiva su obra, Costa intenta ir más allá de las preguntas corrientes. Volvamos al título entonces, el vértigo de esta democracia, la insólita rapidez con la que se pasa de un extremo a otro del espectro ideológico, sólo puede comprenderse con claridad si se la observa desde arriba. 

     Tal vez, lo que se interrogaba en silencio en este film sobre el laberinto Brasil, cobra hoy, a la luz de esta pandemia que socava buena parte de las certezas sobre el orden del mundo, una actualidad aún más apremiante: ¿cómo haremos para recuperar nuestra capacidad de asombro frente a los monstruos que creamos y sostenemos? Y si fuéramos capaces de recrearla, ¿qué haríamos con ella? En su epílogo a La era del imperio, Eric Hobsbawm escribía: “Lo único seguro sobre el futuro es que sorprenderá incluso a aquellos que más lejos han mirado en él”. 

MARCELO SCOTTI

Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.