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NOVELA

VALERIA PUJOL BUCH


Enero (1958)
de Sara Gallardo

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Un refugio ausente

     Un susurro agónico en las redes me despabiló: “Zama, El entenado, Río de las congojas y Eisejuaz. Si me muriese ahora, no necesito más nada pal otro mundo” (@D.Reyes – 5/11/2018). Y el bichito de la curiosidad se despertó, nunca había leído ese nombre: Eisejuaz. Luego, una querida amiga me escribió:

     [15:16, 21/1/2019] Alejandra L.: “Estoy leyendo Enero. No lo puedo creer”

     [15:17, 21/1/2019] Alejandra L.: “Cómo no la leímos antes. Adelanta”. 

     Y así empezó mi cruzada con una lectura atenta de quiénes, escritores e intelectuales argentinos, habían iniciado ese reconocimiento justo aunque tardío de Sara Gallardo. Entre ellos Leopoldo Brizuela, Lucía de Leone, y el Colectivo Rioplatensas entre otres. Y me zambullí en la lectura de las obras reeditadas de Gallardo que se inauguran con un ejemplar que conseguí en una librería de La Plata, ajado y de segunda mano de la “Narrativa breve completa” (2004).

     Su madre, Sara Drago; su abuela materna Sara Cané Drago; y su bisabuela Sara Beláustegui de Cané, llevaron a que la autora de Eisejuaz fuera reconocida en el dulce seno familiar como “Sarita”. El asma en la infancia la confinaría a interminables jornadas en la cama junto a los cuidados de su madre o su padre, y a una literatura en voz alta leída por el segundo. Una rutina distinta a la de sus seis hermanos que la mantendría lejos de los ritmos escolares. Así, letras articuladas en sonidos flotarían por sus oídos recreando las aventuras de La Ilíada, La Odisea, romances castellanos y algunas historias de la patria. Una biblioteca infinita la invitaría a sobrevolar y ampliar el horizonte de su recámara. Ella se referiría a este suceso en una entrevista como su primera “rebelión”, como “un gran miedo por el mundo”, o como la posibilidad de “desarrollar el universo interior de las criaturas”. Desde sus sábanas con almidón, descubriría temprano a Sandokán y Moby Dick, a quiénes evocó en varias oportunidades con su elegante sonrisa. 

     Una anécdota relatada por la escritora Mariana Enríquez ilumina su legado familiar: en una de esas típicas aventuras adolescentes, una de sus hermanas se escapó de la finca familiar. Y cuando la policía la encontró e interrogó, la joven dijo que su apellido era “Gallardo”, que vivía en la “finca Gallardo” y asistía a una escuela llamada también “Gallardo”. Una triple coincidencia hizo pensar a los policías que la joven mentía y exageraba su ascendencia familiar, pero no era así. Al igual que su hermana, Sara compartió ese linaje. Nacida en Buenos Aires en 1931, fue tataranieta del estadista y dos veces presidente Bartolomé Mitre, además de fundador del diario La Nación. Fue bisnieta del escritor Miguel Cané, nieta del científico y ministro, Ángel Gallardo, e hija del historiador Guillermo Gallardo. En síntesis, como afirma Leopoldo Brizuela, se puede sostener que es una descendiente directa de los “fundadores” de la Argentina. Por eso Brizuela ubica a la obra de Gallardo cercana al trabajo de Silvina Ocampo, que también fue poco reconocida en su época. Quizás eso la diferencie de autoras como Marta Lynch, Beatriz Guido y Silvina Bullrich, las best-sellers contemporáneas que no han pasado la prueba del tiempo abocándose a temas diferentes y más aceptables a los cánones de época. 

     La obra literaria de Sara Gallardo, inclasificable por cierto, tuvo siempre al naturalismo presente. Por ello se dedicó a reescribir el campo, uno de los grandes temas de la literatura nuestra. De una entrevista con Esteban Peicovich (1979), recuperada por Lucía de Leone en Los Oficios (2018), rescatamos una reflexión de Gallardo acerca de ese naturalismo heredado. “Los animales tienen mucho que ver con mi familia. Mi abuelo – Ángel Gallardo – era un naturalista y esto hizo que sus hijos, entre ellos mi padre, transformen el mundo en  algo natural. (…) si caminas con él [su padre] por Buenos Aires, te dice “bueno, qué bien, esta es la barranca del río”. Vos sólo ves el asfalto, no te das cuenta, pero él siente la topografía que está debajo. En ese clima me crié entonces de chica”. Y luego rememora los tiempos familiares en el campo. Primero en Bella Vista, luego su familia lo cambiaría por otro en Chascomús. De esta experiencia Sara evoca: “Allí me puse en contacto con toda esa realidad gauchesca que tanto aparece en mis libros: la pampa me impresionó mucho y definitivamente marcó mis libros. Soy una mujer a caballo”.

     Sara tiene fuertes deseos propios y también necesidades: es madre de tres hijos, nómade, y debe pagar cuentas. Por ello, muchos estudiosos la destacan también como una trabajadora. Estimulada de manera precoz, y con un legado patricio pesado en sus espaldas, Gallardo no se dejó ceñir por su ascendencia y escogió el camino difícil. 

     Sara Gallardo rememora que escribió Enero a los 23, que se casó con su primer marido a los 24 y el libro salió cuando tenía 26, junto con el nacimiento de su primera hija. Fue tan importante la maternidad según la autora, que la aparición de este libro, a pesar de ser su primera obra, le pareció “un hecho pálido”. Reeditada en 2018, Enero es una obra breve pero contundente que te enfrenta a la certeza de que por allí hay algo más que una pequeña historia de desamor y barro. Con ella la autora nos invita a agudizar los sentidos, a buscar las barrancas y los ríos debajo del asfalto.

     Con un título luminoso, que dispara como primera imaginería clase media a un verano como apertura y descanso, este Enero de Gallardo nos traslada al campo y a una enorme masa de calor donde el aire no fluye.

     Gallardo construye una narración polifónica en la que se alternan varias voces. La principal, encarnada en la primera persona de la protagonista, una adolescente abusada, que se expresa a lo largo del libro a modo de monólogo interior. Luego, un narrador omnisciente muy presente que se apoya en la tercera persona y se ubica muy cerquita de la voz narrativa principal, la de Nefer. Es a partir de esta figura que la narradora maneja con maestría los hilos del relato. Y, por último, las voces de la banda campera que aparece como relatos externos y que aportan al texto el olor local y toque de color. 

     Con una gran sutileza narrativa, Gallardo teje los hilos de ese monólogo interior que se alterna con lo no dicho y despliega una trama que desde la primera página nos hipnotiza. “Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio”, y más adelante, “Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer”. Vemos aquí una primera rebeldía de esta mirada, esa que nos convoca al gran tema del campo y sus tradiciones, pero desde la voz del personaje violentado: Nefer. Y la autora hace hablar sus silencios, su soledad, su refugio partido.  

      La trama nos lleva a una joven de dieciséis años, que vive junto con su madre, Doña María, su padre Don Pedro y su hermana Alcira en un puesto que tiene poco olor a hogar. La familia se dedica al ordeñe de vacas. Enamorada del Negro, Nefer medita en soledad sobre su enamorado, su desgracia y el deseo de muerte. Y como rememoración aparece ese vestido de flores en dónde anuda su anhelo de ser mirada y que la transforma muy pronto en calabaza. Intempestivamente se encuentra presa de una violación por un hombre-bigote entre pasto y alcohol. 

     Y Gallardo bosqueja una imposibilidad violentada y adolescente de darle forma sonora a una angustia que como un “hongo negro y creciente” germina en el vientre ultrajado de Nefer. Frente a esto la joven, “apaga el alma y continúa”. Puede también observar el campo y respirar profundo, lo que le permite mantener a raya “el miedo que la oscuridad mantuvo encerrado bajo la piel”, y que al salir “la alivian del nudo que la ahogaba”. Y esto se acompasa con una descripción preciosa de sonidos, horizontes, paisajes y teros. Esos que la autora describe tan bien porque los conoce, porque se crió entre ellos. Mientras, nuestra protagonista se concentra en esas pequeñas cosas que le permitan continuar: “Vaca -piensa- una vaca overa, otra y otra. Esa está asoleada. Teros. Dos teros y un pichón grande. ¡Qué fuerte gritan!”.

     Violada, no registrada por el hombre amado, ignorada por la familia, y tomada por el dolor, Nefer sabe que no puede detener el tiempo. Por ello es recurrente el deseo de morir o de encontrar soluciones mágicas  como perder esa semilla a puro galope en su matungo. Recurre también a la búsqueda de soluciones vedadas, como el intento de abortar acudiendo a una familia oscura y marginada. Pero el silencio y el terror se imponen. 

     Y volvamos al campo, donde el tiempo de la naturaleza, de las tradiciones, y de las desigualdades en términos de clase y género se combinan un todo complejo. Donde un tiempo de la cosecha se entrelaza con el de la taberna y el de la iglesia. Y dónde las hijas de patronas con zapatos embarrados de barro blanco tienen otras posibilidades y accesos. Nefer sabe que no puede detener esas palabras mudas que se entretejen en su silencio, en su angustia que crece y en ese rumiar en donde Gallardo nos hace agonizar. Y la autora le pone palabras a esa violencia que no logra hacer forma en Nefer, más que en el movimiento constante y la búsqueda. A caballo, en miradas, en silencios, en los desencuentros, pero también en el campo que la acuna con sus atardeceres y en el refugio que sólo encuentra en su potranca a la que llama “hogar”. Gallardo le pone el cascabel al gato y de-construye a esa violencia tan naturalizada que se quiebra. Al desamparo y en las profundidades rurales donde esa niña/joven pasa de enamoradiza a  la “puta que gozó, que las pague”. Estas últimas palabras masticadas por un joven con problemas mentales, pero también por una madre de la que se esperaría como mínimo recibir arrullo.

     Y se impone la ley femenina, patriarcal y machista. Los designios de la Patrona (Doña Mercedes, dueña de la estancia “El Destino” y madrina de Nefer) y de su madre, quienes garantizan que se cumpla con ese patrullaje para que todo prosiga con su curso “normal”. No es llamativo cómo en esta línea aguda se les deje un papel secundario a los varones. Don Pedro y Juan, el peón, se presentan más bien impávidos, aunque también más amorosos en relación a las mujeres. Ellas quiebran cualquier idea de refugio y  garantizan que los designios del patriarcado se concreten. Entonces, frente a  este entramado narrativo, Gallardo nos deja desnudos y perplejos frente a la evidencia de que la protagonista está atrapada en un tejido social brutal y naturalizado. Y allí la segunda originalidad del texto. Nefer no tiene energía suficiente para romper la trama. Debe aceptar el mandato de la clase superior, de la Iglesia. Y aparece un nuevo agregado: “Los patrones y los policías tienen ideas parecidas”. Así, el hombre bigote violador no es censurado, sino que incluso no se avergüenza ni arrepiente. Y que los sujetos/as marchen al compás de las campanas, “la fiesta” debe continuar.

     En estas violencias de abandono, de desinformación, de clase y de género, Nefer navega entre muchas disquisiciones: ¿será un amigo el que crece, el que me permitirá sentirme acompañada o sólo una semilla triste? Y ese derecho es garantizado por la autora: dudar. Aunque la sujeción vuelve a vencer la curva y la estrangula.

     En un pasaje de Los Oficios, donde se retoma una entrevista realizada por Reina Roiffe a Sara Gallardo, la novelista afirma, “Me han dicho que mis personajes no luchan por nada, que son una inercia total. Y no es que no luchan por nada, simplemente saben que contra la adversidad o la ruptura del amor no se puede luchar”. Luego la entrevistadora le repregunta, “¿Hay una especie de acatamiento de la realidad ¿Usted se resigna fácilmente?” y la genial Gallardo responde, “Jamás. Soy como los elefantes.”

     Esos paradigmas tan bien retratados a fines de los cincuenta y en un campo profundo, resuenan de manera increíblemente actualizada. Como ecos malditos los pudimos escuchar durante el 2018 en varios de los discursos encendidos del Congreso y del Senado en defensa de las “dos vidas”. También en aquellos que Rita Segato definió como la defensa de “ninguna vida”, que son los mismos. Esto nos habilita a una pregunta en el intento de salir del corset porteño ¿Una Nefer contemporánea, ubicada en un mismo territorio y condición socio cultural, podría elegir distinto? ¿Tendría otro destino posible? O, como Gallardo devela en su opera prima, el aborto sólo estará permitido a las mujeres bien informadas y que pueden pagar por él. 

     Por todo lo dicho, Enero puede ser leído al calor de la literatura que explora las perspectivas de género, las perspectivas de deconstrucción y de vigilancia epistemológica, incluso de pensar que ya hemos vencido. Esto nos propone desde aquí, y a modo de tradición selectiva, concentrarnos en el camino por delante. Con esta obra la autora pone el dedo en la llaga y en su trazado proyecta una actualidad aún brutal. Y de la mano, con más de treinta años luego de su muerte,  nos lleva a hacer estallar el canon en esta nueva relectura. Al compás de una marea verde que se impone y que clama por la interrupción del embarazo, seguro, legal y gratuito, inclusive en tiempos de pandemia por COVID-19 y más allá. 

     Para cerrar, retomamos a Lucía de Leone en Los Oficios: “Del mismo modo que sus ficciones, el periodismo de Gallardo no asegura tranquilidad y es rebelde a encasillamientos predeterminados”. No obstante, “queda demostrado que al menos desde la publicación de Narrativa breve completa que prologó Leopoldo Brizuela, ya los estudios críticos no pueden hacer caso omiso a las ficciones de Gallardo (como sucedió conforme a ciertos procesos extraños, heterosexistas y patriarcales de canonización)”. Por ello, De Leone recomienda enardecidamente pasar por esta autora y detenerse en la llama viva de sus trazos. Una experiencia exquisita, se los aseguro. 

VALERIA PUJOL BUCH

Egresó como Comunicadora Social de la UBA. Se dedica a la difusión de la ciencia y es docente de la Universidad Nacional de Lanús. Pilotea sus días entre sus tres amores: las ciencias sociales, la literatura y la maternidad.