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NOVELA
CLARISA FERNÁNDEZ

Tierra suelta (2020)
de Melina Cavalieri

     Tierra Suelta es la primera novela de Melina Cavalieri. Se publicó en el 2020, año de inicio de la pandemia del COVID-19, trayendo en sus páginas un tema que iba en perfecta sintonía con el contexto: la muerte. Junto con ella, viene también la culpa, agazapada entre lo inevitable, pero batallando por salir. En el libro, la protagonista Mariela Fuentes regresa a su pueblo, Moquehuá, en la provincia de Buenos Aires, después de 5 años de haber vivido en la ciudad y ver morir (he aquí la primera muerte), todas sus proyecciones familiares y laborales. Vuelve derrotada y triste, llorando un pasado que no salió como debía. Pero rápidamente quien lee descubre que esa no es la muerte que más le duele, sino la de su papá Taco (he aquí la segunda muerte), y todo lo que se llevó con él. Melina, claro, es de Moquehuá, y este libro es en parte un homenaje a su pueblo, a su gente, al mapa intrincado de sensaciones y pensamientos que su pueblo le genera. 

     Esa vuelta al pueblo está llena de fantasmas, pero no de los que te asustan detrás del espejo, sino los que están tomando mate con vos, en tu casa, compartiendo tus sueños y anhelos, tus más profundos miedos. Cuando Mariela describe las sensaciones que le provoca volver al pueblo, el olor a campo, a barro, las vías del tren, los tabúes no dichos, las historias terribles, el olvido y el recuerdo, parece que se lo sabe todo de memoria, pero al mismo tiempo, que lo ve por primera vez. Como hilos invisibles que unen los capítulos, la pérdida, el abandono y la nostalgia contrastan con la felicidad que encarnan los momentos del pasado. Pero Melina no narra el dolor mostrando la sangre fresca que emana de la herida, sino que conjuga, en ese dolor, la dulzura de la vida que acompañó la muerte. El paso del tiempo se describe en sus habitantes: “gente que el campo tragó joven y vomitó en la vejez”. No hace falta nada más para imaginar esas vidas. 

     Melina y Mariela, autora y protagonista, parecen ir de la mano recorriendo las calles de su pueblo. Juntas hacen una especie de antropología afectiva de su propia historia: una antropología literaria, donde cada espacio, cada rincón, es detalladamente descrito. Pero en ese relato está prohibido el distanciamiento, es condición obligada no despojarlo de las vivencias que le dan sentido porque es ahí donde se constituyen: el barro y el viento, la madera y el sol, la chapa y la mugre, son dúos que reconstruyen fragmentos de lo no dicho, establecen pactos con emociones que el pueblo despierta. En esa antropología atravesada por la muerte y la culpa, hay destellos felices del pasado que buscan desesperadamente tejer redes con el presente, poder colarse en los nuevos amores, la recuperación de la amistad y el valor de la pertenencia. Mariela vuelve a Moquehuá convertida en piedra: la ciudad se la devoró. Pero mientras camina las calles del pueblo la piedra se va cayendo, sus músculos se liberan y sangran, el sol le devuelve el color humano y la respiración se restablece. Ese ciclo de mutación se cierra cuando vuelve a la ciudad, fugazmente, para concretar un trámite de su pasado: “ya no me pertenecen estas ceremonias”, piensa. 

     Los personajes de la novela son figuras estereotipadas: un héroe querido por todos, como Taco: la síntesis humana de la justicia, la amistad, la honestidad, la tozudez del que sabe lo que quiere. Garín, amigo incondicional de Taco y Mariela, ese personaje entrañable que está atado a la tragedia; El Tano, encarnación del mal, el resentimiento, todo lo oscuro, lo que no tiene remedio (“los demonios del pueblo son pocos y prefiero evitarlos”). Hay personajes que a simple vista parecen secundarios –como la mamá de Mariela-, que se reivindican en la ficción y recuperan un protagonismo que fue opacado por el héroe que ya no está, pero cuya omnipresencia es tan fuerte que nada puede pensarse sin él. En Tierra suelta también hay lugar para la esperanza, para el resurgir, para alcanzar algo de la justicia perdida. El amor circula, la amistad y la posibilidad de futuro, aun sobre la chapa derruida y los pastizales que cubren lo que otrora fue mágico. Existe un código, un decir sin decir, una sintonía de miradas, que Melina establece entre distintos personajes. Entre Mariela y Garín, el amor que sienten por Taco les permite hablar con una franqueza que congela los huesos: “tu papá no tenía que morirse” dice él, “cuando te morís te pudrís, y listo”, dice ella. Pero no, no te pudrís y listo, porque en Moquehuá van a hacerle un homenaje a Taco y ese festejo muestra que está más vivo que nunca. Quizá la vida que vive en las memorias no lleve una palmada en la espalda, una sonrisa de dientes chuecos o palabras de alegría después de tomar un vino. Quizás, la vida que vive en las memorias sea la que vuelve sobre lo que no se dijo, la que exacerba las pasiones, la que juega con los límites, la que mezcla ficción y realidad. Y por eso, el homenaje al Taco moviliza a todo el pueblo y pone a prueba los fantasmas reales e imaginarios. Los rituales más mundanos se vuelven sagrados. El abandono del pueblo a los ojos de Mariela, es una metáfora de la tristeza que trajo la muerte de su papá: el pueblo extraña su presencia, al igual que ella. 

     La relación de Melina con la literatura surgió desde muy pequeña en ese recóndito espacio de íntima soledad, que, admite la autora, la acompañó siempre. Fue entonces cuando empezó a pensar, respirar e imaginar literatura, a partir de una cotidianidad donde los relatos mediaban conversaciones reales e imaginarias con otres y con ella misma. También la literatura la ayudó a exorcizar cierto temor al paso del tiempo, a la pérdida absurda, inevitable y voraz que sume en el olvido esa vida, triste o feliz, que nos animamos a vivir. 

     Si algo logra Melina de manera magistral, es mostrar la simpleza de los sentimientos más complejos. Sí, acá en el campo se ama profundamente, se sufre profundamente y se vive profundamente. En esos tiempos que parecen letargos e incómodos para el tramiterío de la locura citadina, la mamá de Mariela la recibe con la pieza recién pintada, en honor a su visita. En alguna otra casa le hacen un puchero y en otra organizan un asado “como en los viejos tiempos”. Allí es donde parece detenerse el tiempo, en las manifestaciones más simples que por un momento muestran hacia dónde va la vida, cómo buscar la felicidad del otro, cómo expresar un “te extrañé, no te vuelvas a ir”. Mariela entra en el timing del pueblo y se siente a gusto ahí, tanto, que quien lee se ajusta a ese ritmo de siesta, de “pasadita” para comentar algo con un mate, de arreglamos las cosas charlando, nada de whatsapp. De hecho, la tecnología parece no existir, porque todos los mensajes, las confesiones, las pasiones y hasta los pensamientos, eluden los artilugios de la instantaneidad.

     Hay momentos en la novela donde surge la inquietud, a veces la necesidad, de que esos blancos y negros se muestren desteñidos. Que los grises, la contradicción y la incomprensión pueblen las acciones y pensamientos de los personajes. Quizá demasiada corrección, una pizca de idealización y la nostalgia que impregna con su néctar de dulce tristeza, impiden que alguien se salga del molde, que estallen las pasiones, que lo que sucede no esté atado a esos inexorables destinos. En esa mirada romantizada del campo, incluso la más violenta oleada de odio o los pensamientos más delirantes, están contenidos en un marco que no les permite estallar. Y si estallan, lo hacen en silencio. Un silencio cómplice, doloroso, que tramita la complicidad con miradas y palabras contenidas. 

     Melina dice que Tierra suelta es la manera que encontró de hacerle justicia al tiempo, porque no le gusta que las cosas cambien, que las personas se vayan y, más que nada, que se pierdan en el olvido. “Porque uno viene, tiene una vida hermosa o terrible y después se va. Y no queda nada”, afirma. Algo de esa certeza de lo inevitable es lo que queda en la boca después de leer este libro, raspando la garganta y ahogando los gritos callados. La cara más visible de la muerte (no estamos más), se combina con la más compleja (seguimos estando en quienes nos recuerdan). Tierra suelta ya no le pertenece a Melina, como ella misma dice, y en ese vuelo de nuevas miradas se establece un pacto que se enlaza a la perfección con la simpleza del relato. Sin marquesinas ni sobresaltos, conviviendo con “la ternura del pasto” y “la culpa del abandono” nos volvemos un poco ellos, un poco ellas. Comprendemos esa dinámica de pueblo que lo impregna todo, incluso lo que no es del pueblo. Nos hacemos cómplices de historias que bien podrían ser las nuestras y así, sin darnos cuenta, ponemos la cara al sol esperando el sonido del tren que no pasa y dibujamos círculos en la tierra suelta que rodea las vías en el andén. 

CLARISA FERNÁNDEZ

Es comunicadora social por la FPyCS (UNLP) magister y doctora en Ciencias Sociales por la FaHCE (UNLP). Docente e investigadora del CONICET con lugar de trabajo en la misma casa de estudios. Trabaja con políticas culturales públicas y organizaciones artísticas comunitarias.