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TEATRO

SEBASTIÁN HERNAIZ



Hamlet y Edipo Rey (2019)
de William Shakespeare
y Sófocles

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Hamlet y Edipo Rey: elecciones y crisis argentina.

 

     El arte siempre es político. Tanto por el trabajo material en el artesanado de las formas que practican los artistas así como por sus modos de circulación y por las formas de torsión de los sentidos que se vuelven difusos o cristalizados en un estado histórico de la sociedad. 

     La literatura, el arte, el teatro, representan no tanto hechos reales sino las formas que adopta la imaginación en un contexto histórico dado. En ese sentido, pensar la reposición conjunta que se está dando en este momento en el marco del circuito oficial de teatro de la Ciudad de Buenos Aires puede dar cuenta de aspectos parciales pero sin duda importantes del estado de la imaginación contemporánea. Y cuando decimos “imaginación” decimos mucho: formas de entender el mundo, temores, certezas y aspiraciones que organizan nuestras prácticas.

     La coincidencia llama la atención: se da en este momento la reposición simultánea de dos de los grandes clásicos del teatro occidental. A principios de abril se estrenó Hamlet, de William Shakespeare, en la sala principal del Teatro San Martín y a finales del mismo mes tuvo su estreno Edipo Rey, de Sófocles, también en la sala principal del Teatro Nacional Cervantes. El primero con dirección de Rubén Szuchmacher y el segundo bajo la dirección de Cristina Banegas ¿Qué hace que dos compañías -elenco, director, directora, colaboradores, equipos técnicos, directivos estatales- busquen simultáneamente recrear estos tan revisitados textos? ¿Qué nos dice esta coincidencia? ¿Qué estados de la imaginación se dejan ver en ella?

     Ambas obras retoman los textos clásicos con traducciones propias y leves adaptaciones para una fácil comprensión de las obras, pero parecieran tener como consigna unánime el sistemático respeto por los tiempos de los textos: sus actos, monólogos, el ordenamiento de las acciones y el tiempo de escena dedicado a cada una. En términos generales, en ninguno de los dos casos se ha elegido el -ya tradicional- camino de la experimentación en las adaptaciones, a excepción de las innovaciones de puesta en escena del coro de la tragedia griega. Edipo se distingue por la incorporación de coreografías de danza y expresión corporal (a cargo de la coreógrafa Jazmín Titiunik y encarnada por Hernán Franco, Liza Casullo y Raquel Ameri) que la música en escena a cargo de Carmen Baliero acompaña. Pero por fuera de esa distintiva decisión de la puesta en escena del coro -la única innovación significativa y acaso suficiente argumento para justificar con creces ir a verla-, ambas reposiciones parecieran tener por objetivo retomar el texto clásico con notoria fidelidad.

     De hecho, en la web del teatro San Martín, el propio Szuchmacher, director de Hamlet, subraya un detalle para presentar su puesta: en la imaginación pública, dos escenas diferentes de la obra se han fusionado en una imagen única: el monólogo donde el príncipe Hamlet dice “Ser o no ser” (del tercer acto) y la escena donde se juega con una calavera (del quinto acto) se han fusionado para convertirse en la imagen estereotipada de la obra (y acaso de la idea general de lo que es el teatro para nuestra cultura). Sobre ese reconocimiento, Szchumacher se propone con su puesta en escena “revisitar ese texto para poder descubrir entonces la distancia que hay entre lo que se cree que sabemos de él y lo que las palabras realmente dicen. Y sobre todo, para dejarse penetrar por todo aquello que esta obra genial tiene para decirle a los tiempos actuales”. Es decir: no modificar demasiado el texto de la obra de Shakespeare para traerla a estos tiempos sino retomar el texto clásico del teatro isabelino para ver qué tiene para decirnos hoy. 

     Esta vocación de reposición de clásicos en nuestro aciago presente arrastra la pregunta por los elementos que pueden confluir: ¿tienen lo mismo para decirnos ambas tragedias canónicas?

     Hay que reconocer que, vistas desde hoy, sobresalen por una serie de elementos similares que componen su matriz narrativa. Ambas son tragedias donde el poder político y la forma de organizar la sucesión de cargos son el centro del conflicto. En ambas obras se parte de un momento de crisis. La obra de Sófocles comienza con el pueblo exigiendo a Edipo que dé solución a la peste que azota a la polis. Hamlet, tragedia originalmente situada en Dinamarca, es recordada por la sentencia “Algo huele mal en Dinamarca”, que hace referencia a la corrupción política. El original shakespereano era más claro aún que la traducción sintética del castellano: “Something is rotten in the state of Denmark”, hace directamente referencia a lo que está podrido (el cuerpo del rey asesinado) pero también al “estado de Dinamarca”, apelando a la polisemia de la palabra “Estado”, que refiere al gobierno pero también al “estado de las cosas”. Algo huele mal, algo está podrido.

     Ambas tragedias parten de un estado de crisis general del que, en principio, se desconocen las causas. Pero si primero no se sabe a qué se debe esa situación, con el avance de las obras nos enteraremos de que los mandatarios encumbrados en el poder en cada caso son la causa del malestar: el propio Edipo, en la tragedia griega, y Claudio, el rey que, luego de la muerte de su hermano, se casa con su cuñada y se hace de la corona en la tragedia de Shakespeare.

     Recordemos la trama general de ambas historias. 

     En la historia de Edipo, la pareja real (Layo y Yocasta) recibe un mensaje funesto de un oráculo: si tienen un hijo, éste terminará asesinando a Layo y siendo la pareja sexual de Yocasta. Para evitar ese destino, cuando Yocasta queda embarazada y tiene un bebé, lo mandan a matar. Pero, claro, las tragedias griegas insisten en enseñar que el destino que anuncian los oráculos no puede ser modificado y el lacayo encargado de matar al bebé se conmueve frente al recién nacido y decide mejor regalarlo a un pastor de un pueblo vecino. El pastor le da el bebé a otra pareja real, imposibilitada de tener bebés propios. Estos lo crían como a un hijo de su sangre y nunca le dicen su verdadero origen. El bebé, es fácil adivinar, es Edipo y, como buen personaje del teatro griego, pasan los años y decide consultar a un oráculo que, coherente, le dice que asesinará a su padre y será pareja de su madre. Espantado ante tamaño destino, Edipo decide huir de su pueblo para alejarse de las posibilidades de dar muerte a quien supone su padre y ocupar el lecho de su supuesta madre. Arma el bolso, toma caminos que lo alejen y en medio de ese recorrido tiene un altercado en el que se pelea con un hombre en un cruce: tiempos violentos los de la antigüedad clásica, un problema de tránsito termina en que Edipo da muerte a ese hombre con el que se cruza. Pero sin que le importe demasiado, sigue su ruta. Con el tiempo llega a Tebas, ciudad por entonces sometida por una Esfinge y cuyo rey ha sido asesinado recientemente, dejando viuda a Yocasta. Edipo libera a Tebas de la Esfinge, se casa con Yocasta y es nombrado rey de Tebas. Como quien dice “no te metas con el oráculo”, el destino se ha cumplido contra la voluntad engreída de los personajes que intentaron evitarlo: en el transcurso de la obra nos enteraremos que el hombre que Edipo asesinó en el camino era Layo, su padre, que iba de incógnito disimulando su carácter real. Con Edipo ocupando ya el trono comienza la obra teatral: los ciudadanos reclaman a Edipo, quien tiempo atrás ha sabido liberarlos de la Esfinge, una solución frente a la peste que condena ahora a la ciudad. La obra nos enseñará con el paso de los actos que la solución es que Edipo no sea más su rey, ya que la peste no es otra cosa que la condena de los Dioses a Tebas por tener como rey no sólo al asesino del rey anterior sino a un hijo que mata a su padre y se acuesta con su madre. Volver públicas las causas de la peste que azotaba a la polis: no en otra cosa consiste la obra.

     Escrita unos dos mil años después, no será muy distinta la historia de Hamlet. La obra comienza con el reino asediado por conflictos militares y problemas internos, el palacio es un ir y venir de conspiraciones y secretos. En el primer acto nos encontramos con la aparición de un fantasma: es el difunto rey que viene a denunciar que fue asesinado por quien ahora ocupa el trono y que se ha casado con la reina Gertrudis. Para aumentar el drama, el asesino no es otro que Claudio, el hermano del difunto rey. Horacio, uno de los primeros en ver al fantasma, con sensatez y casi spoileando el final, sentencia en verso shakespereano que esa aparición “augura a nuestro Estado / algún suceso extraño”. Gente ordenada la danesa y la inglesa, pensaban en los tiempos de Shakespeare que un elemento que se trastocaba en la sociedad hacía que todos los demás se trastocaran. Así que si se daba algo tan en contra de “la naturaleza de las cosas” como que entre hermanos se maten para disputarse una reina y un reino, nada bueno se podía esperar: una cosa llevaría a la otra hasta ponerlo todo fuera de quicio. Como en Edipo, el rey encargado de solucionar la crisis que atraviesa su reino es a su vez aquel a quien la obra expone como origen de esos males. Como en Edipo, la obra consiste en cómo enterarse de eso: en este caso, el príncipe Hamlet, hijo del difunto rey y de Gertrudis, deberá decidir si creerle al fantasma que lo visita exigiéndole venganza.

     Resueltos los enigmas de por qué se está en una situación de crisis, siendo que en ambas obras son los gobernantes del momento los responsables de ese malestar general, la resolución de los dos casos será quién ha de reemplazar a los gobernantes. Y si en algo coinciden sendas tragedias es en que no faltará sangre corriendo en las escenas de transición del poder.

     Cuando Edipo y Yocasta ven finalmente la trama de las cosas y toman conciencia de quién es cada quien y qué han hecho, Yocasta se suicida y Edipo se arranca los ojos, siendo su último monólogo el monólogo de un sujeto enceguecido por el peso de su destino. Creonte, quien desde el principio oficia de enemigo político de Edipo, será su reemplazo.

     En Hamlet, la escena final no ahorra en muertes. Se cuenta que Shakespeare era un dramaturgo exitoso pero que en un momento su teatro, el Globe, debe competir en el mercado del entretenimiento con un circo que promocionaba peleas de osos. Para enfrentar esa plataforma de entretenimiento efectista, Shakespeare decide contar la historia del príncipe Hamlet y promocionarla como su obra con más muertes en escena. Efectivamente, el final de Hamlet es una masacre que bordea el pase de comedia, donde no faltan envenenamientos, suicidios, asesinatos a punta de espada, muertes involuntarias y ajustes de cuentas finales: mueren el príncipe, el rey Claudio, Polonio, la reina Gertrudis y el resto de los personajes. Sólo sobrevive el buen Horacio, aquel que al principio de la obra spoileaba el final y veía todo en la aparición de un fantasma el indicio de que pronto todo iba a caerse a pedazos. Y como si no fueran poca cosa las muertes, el príncipe Noruego que desde el principio amenazaba las fronteras de Dinamarca, hace su ingreso al palacio real a exigir, en medio del río de sangre, su derecho al trono. Casi todos muertos, nadie se opone al reclamo y a Horacio le resta tan sólo contar lo sucedido para dar un relato de origen al nuevo rey.

     Retomemos: ambas tragedias comienzan con la puesta en escena de gobiernos en crisis que no saben cuáles son las causas del malestar social pero que terminan descubriendo, en el desarrollo de las cosas, que es precisamente su gobierno el causante de la situación de crisis. Y no son la causa por cualquier razón: en ambas obras lo son por la forma espuria en que esos mandatarios han llegado al poder. Y las dos obras terminan a su vez del mismo modo: narrando la forma en que son reemplazados para que se restablezca el orden perdido en esas sociedades.

     El arte siempre es político -comenzamos sosteniendo- y representa estados de la imaginación social. Entonces: ¿cómo no leer en la selección de estos dos clásicos de la tragedia una lectura del estado de la imaginación presente? 

     ¿No hablan del presente crítico que atraviesa la sociedad argentina? ¿No hablan de la dificultad de nuestro actual elenco de gobierno para identificar en sus propias acciones las causas de la crisis? ¿No hablan de la ciega soberbia de un gobierno que, como Edipo, se ampara en excusas y pretextos para no oír reclamos? 

     Y de ser así, ¿no invitan a leer las causas de esa crisis en el origen fraudulento de un partido político que accedió al gobierno prometiendo cosas que no cumplió?

     Y sobre todo: ¿no dejan leer que no hay pregunta más fundamental en el presente que la que indaga por las formas en que se puede solucionar esa crisis y dar paso a un nuevo gobierno? 

     La urgencia que ilumina hoy la reposición conjunta de esas obras tal vez sea pensar formas que no requieran recurrir a suicidios, asesinatos, invasores extranjeros u ojos arrancados como modos de responder a esas preguntas.


SEBASTIÁN HERNAIZ

Es escritor y docente de Literatura Argentina (Filosofía y Letras, UBA) y de Poesía Latinoamericana (Artes de la escritura, UNA). Sus últimos libros publicados son la novela Las citas y el de ensayos Rodolfo Walsh no escribió Operación masacre.