Empecé a leer Las brigadas, la primera novela de Ariel Luppino, en un lubricentro mientras esperaba que cambiaran los filtros de mi auto. Con esa novela no sabía en lo que me estaba metiendo. Ahora, después de haber leído y después de mirar desencajada la ilustración de tapa de Las máquinas orientales, después de comprobar que me daba miedo, o más aun, una especie de pavor y que iba a ser mejor terminarla rápido para que esa máscara de gas con cara y orejas de animal no me mirara más a los ojos, decidí repetir. Llevé el libro conmigo al lavadero de autos y leí sin parar, sentada en la estación de servicio de enfrente hasta que se hizo la hora de volver. El auto, al fin, no estaba terminado y esperé otro rato en el lavadero vacío, en las afueras de la ciudad, leyendo en una silla de madera, durísima, recta y un poco desvencijada, hasta que me avisaron que ya podía irme. No dejaba de preguntarme por qué acepté otra vez reseñar a Luppino si ya con el primero, pasar de la mitad era una especie de sesión de acupuntura pero dolorosa. Es que los lugares que tratan con autos no son amables ni luminosos y me hacen sentir fuera de lugar como si todavía no fueran lugares para una chica y con Luppino, pasa un poco lo mismo. Entro en las novelas y me quiero ir, quiero pintarme las uñas, peinarme hermosa, ser una muñequita para contrarrestar la respiración entrecortada cada vez que escribe escenas de sangre, de torturas y de sexo violento. Quiero que el mundo a mi alrededor sea brillante por un rato, armónico como una película de Wes Anderson, pero no. El mundo no es así, al auto hay que llevarlo al lubricentro y acabar con las migas y los papeles sucios, con la ceniza, el barro y el enchastre que se acumula en las alfombras, aunque la dueña, la que casi vive ahí adentro, sea una chica que quiere solamente leer la revista Vogue.
Cuando se estrenó Irreversible de Gaspar Noé y empecé a escuchar lo que producía en sus espectadores, decidí que nunca la vería. Cada tanto, sin embargo, me da curiosidad porque pienso todavía en cómo se filma, se pinta o se actúa apelando al efecto físico, al mareo, a la náusea. Pero sobre todo cómo se escribe, cómo puede la palabra que no muestra, no exhibe, no ilustra nada, que solo nombra; modificar la temperatura del cuerpo, revolver el estómago o hacer llorar. Luppino es de todos los escritores que leí el que me llega más al fondo de la panza y lo hace con una maestría que no puedo entender de dónde sale. En esa violencia, Echeverría era un novato, demasiado sucinto, preciso, como si no estuviera dispuesto a extenderse porque además estaba escribiendo un cuento. Lamborghini y Gusmán eran elegantes aun en lo revulsivo, en el exceso de “El fiord” o de “El frasquito” parece haber una especie de mesura, de corrección desmesurada como si cada uno a su manera quisiera dar una clase, mostrar cómo se podía escribir de un modo distinto al que había sido posible hasta entonces, una lengua inventada para la literatura, una lengua que era imposible hablar. Luppino en cambio, escribe una lengua hablable pero lo hace tan bien, escribe el horror tan hermosamente que se vuelve inaudita.
La novela sucede en dos tiempos: los futuros y los pasados. Es algo así como futurista y una versión trash, una excelente versión de una novela bastante mala: La ciudad ausente de Piglia. El eco que se nombra en Las máquinas orientales es el de Feiling y el de Dick pero estos dos suelen ser amables con los lectores, mientras que Piglia es irritante y aunque el efecto sea tan lejano al de Luppino, esa irritación al menos se siente en el cuerpo, solo que el cuerpo para Piglia no existe, excepto en algún cuento o en algún pasaje. Su literatura es ascética. En Luppino también hay relatos de máquinas y de autómatas pero no está el amor de Macedonio, ni la teoría de las lenguas, ni la figura del héroe fracasado que Piglia construye en torno a Renzi. Hay un narrador que escribe lo que ocurre, que considera a su biblioteca como un espacio sagrado, que habla bien de Bolaño y sin embargo vive y habla como alguien que solo está vivo porque tiene que ajustar cuentas con los hijos de puta que se las reclaman y para hacerlo no tiene problemas en ser uno más de ellos. Tal vez porque en realidad ya lo es.
En las novelas de Luppino no hay diferencias de oficio, ni de cultura. Todos son ratas y todos son ratis de alguien. Todos vigilan y todos castigan pero siempre hay algunos más marginales, más pateados, acuchillados, sangrantes, más larvas, más deshechos, los que están aún más debajo de todo lo abajo que están los protagonistas que son siempre metidos en una jerarquía de la bajeza. Luppino parece inventar clases sociales de lo infrahumano, pero aun allí en esos pasadizos todos hablan la misma lengua que nosotros y con ella, con esas letras que pronunciamos, hacen una literatura que no existía.
Al final de la novela, cuando llego por fin al final, dice: “Me toco la panza y tengo una contracción en los intestinos me hace sentir vivo. Nuestro culo, digo en voz alta. Nuestro culo está a salvo, quiero decir pero no me salen las palabras. El negro se ríe y escupe sonidos como palabras en castellano”. Yo también siento, casi por primera vez que todo lo que puedo hacer con ella, todo lo que puedo hacer con la novela después de leerla y aunque prometí una reseña, es escupir palabras y siento, también, que la contracción en los intestinos no se va, que no se va a ir hasta que Luppino lo haga otra vez y yo vuelva a escupir algo y a tratar de sacarme de encima este efecto y vuelva, entonces, después de la lectura, a sentirme viva.
Es profesora de literatura en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Investiga temas de literatura argentina contemporánea y de teoría literaria. Ha publicado varios trabajos sobre César Aira y Juan José Saer.
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