JAVIER TRÍMBOLI
En una reseña punzante de Nuestros años sesentas de Oscar Terán, arriesgaba Omar Acha que “como historia” ese libro era un “jeroglífico”, para concluir que entonces era “un clásico de nuestras letras”. Sospechaba erróneamente por mi parte que, en ese mismo escrito publicado en 2013, aludía Acha a cierta condición monstruosa que envolvería a ese pudoroso y tan significativo libro. Quizás el malentendido se había nutrido de la célebre observación de Martínez Estrada a propósito de esos libros nuestros que sólo se pueden leer con miedo. Bien: propongo que por lo pronto Una nación para el desierto argentino es un clásico por esta convergencia entre el jeroglífico y el miedo. Lo ominoso lo cerca y nos cerca a nosotros que nos rendimos ante él, aun cuando hayamos querido cada tanto poner en entredicho los fundamentos metodológicos, políticos e ideológicos del campo historiográfico que empezó a constituirse hace cuarenta años -del que formamos parte desde alguno de sus márgenes-, y que ubicó al libro en cuestión como a una de sus piezas fundamentales.
Pero suspendamos el susto, al menos amortigüémoslo, pues entre tanta cosa fea que ocurre alrededor, a las que se le siente incluso el aliento, contar con un libro como éste es -y seguirá siendo- una estupenda noticia. El mal y sus flores. Aprovechando que ya se han hecho lecturas importantes de lo que en un principio no iba a ser más que una introducción a una suculenta selección de textos –el volumen, por el mismo Halperín compilado, para la Biblioteca Ayacucho, se llamó Proyecto y construcción de una nación (1846-1880) y data de 1980-, interesa reparar en una oración casi perdida en la prosa que, como sabemos, es recargada y apenas da respiro. Deja escrito que en la Argentina el “conservadorismo parece tan arraigado en las cosas mismas que la tentativa de construir una inexpugnable fortaleza de ideas destinada a defenderla parece a casi todos una empresa superflua.” La consideración -o, si prefiere, el juicio- está ubicado en uno de los capítulos más revisitados, que por mucho tiempo fue lectura obligatoria inamovible en la carrera de Historia de nuestras facultades, “Un proyecto nacional en el período rosista”. La irrelevancia del proyecto de país de signo cerradamente autoritario sustentado por Félix Frías, pues de él venía hablando, radicó en su innecesaridad. Porque al encontrarse el conservadurismo –aunque Halperín sucumbe ante el verbo “parecer”- en la médula de nuestra realidad, ideas monolíticas que pretendan legitimarlo, haciéndole eco fiel, tan sólo redundan y pierden atractivo. Dejando de lado a Frías, este diagnóstico sobre la Argentina no es el remate de una larga demostración, sino más bien una premisa. Como si topáramos con un ensayista, entre pesaroso y crítico, escondido en los entresijos de un campo historiográfico aún en constitución pero que ya se imaginaba libre de impurezas intuicionistas. O de juicios tajantes sin cita a pie de página. A la par, la conjugación en presente invita a que confundamos si se está refiriendo al contexto específico de mediados del siglo XIX, o a todas las Argentinas. A la Argentina sin más. Ya que estamos: al mismo macizo conservador que obstaculizó e hizo precipitar en la violencia, en el criterio de Terán, a un proyecto que maduraba en sus años sesentas y que apenas era de modernización. Aunque era bastante más que eso. ¡Tanto más complace suponer que la marca en el orillo de nuestra vida en común es la del plebeyismo, que somos hijos de una democracia inorgánica! En una oración de este libro que parece vertida al acaso, se afirma que nuestra relación estrechísima con el conservadorismo es de tal intensidad que permite que éste se desentienda del plano de las ideas, donde “el único elemento constante es un tenaz eclecticismo.”
Gracias a lo que ya escribió Luis Alberto Romero en 1981 en la revista Punto de Vista y, sobre todo, Ignacio Lewkowicz y el grupo Oxímoron en el libro La historia desquiciada y Roy Hora en el prólogo a la edición de Una nación… de 2005, esto que aquí ensayamos luego de detenerse en un detalle, se atreve con una tangente. La tangente Sarmiento: porque si hay un “héroe en este lío” –en ese desierto y en esa Nación, es decir, en este libro- ése es Sarmiento. Posicionarse con él significa para Halperín sino zafar, tomar la mayor distancia posible del conservadorismo sin caer en la irrelevancia. La de Frías, pero también de la alternativa revolucionaria supuestamente expresada por Echeverría y la de Mariano Fragueiro que, con excesiva coherencia, hacía del monopolio estatal del crédito la clave de su programa. Es decir, tres de los cinco proyectos de país que baraja fueron vanos e ilusorios y no produjeron mucho más que indiferencia. El “autoritarismo progresista” de Alberdi es otra cosa, cosa seria. Sarmiento sale airoso de estas páginas por inteligencia, por la riqueza de sus planteos e incluso, se podría argüir, por el sentido humanista de su perspectiva. Frente al Alberdi en especial de Bases, para quien “crecimiento económico significa crecimiento acelerado de la producción, sin ningún elemento redistributivo”, que arroja a los ojos “claridad cruel” –todo lo cual invita a pensar que la reivindicación que de él hace Milei no es arbitraria-; decía, teniendo en frente a Alberdi, al proyecto de Sarmiento nuestro historiador lo hace caber en este título: “el progreso sociocultural como requisito del progreso económico”. A contramano del laberinto en el que se encuentra Francia luego de la revolución de 1848, Sarmiento observa que en Estados Unidos – el de 1847- se empieza a adivinar “una nueva sociedad y una nueva civilización basadas en la plena integración del mercado nacional.” Ese es el futuro: es tentador y funciona. Para el sanjuanino, la educación -eso que Alberdi prefiere llamar instrucción y denuesta porque sólo es útil para incitar alborotos-, no es un culto vacuo al aula o a los hábitos letrados de la población, sino una necesidad para el desarrollo de un mercado nacional que, en pos de que las mercancías atraigan consumidores, precisa de la publicidad, por lo tanto de masas lectoras. No es un “progresismo abstracto” el suyo. En el espejo que quiere anticipatorio de Estados Unidos, “distribuir bienestar a sectores cada vez más amplios” es “una condición necesaria para la viabilidad económica de ese orden.”
¿Qué decir? Si tomamos prestada una palabra muy suya, digamos que con ansias de distanciarse del conservadorismo y su crueldad, este Sarmiento le salió particularmente “estilizado”. Con ayuda del presente: que, aunque no haya que hacer mucho esfuerzo, está a la izquierda de Massa, de Cristina incluso. El paso en falso que da cuenta del equívoco sale a superficie cuando considera que “la masacre de gauchos” que pregonaba inmediatamente después de la batalla de Pavón, y ante la persistente presencia del Chacho Peñaloza, no refleja “una actitud sistemática”. Sería apenas un “exabrupto” que, además, se expresa en “confidencia privada” –quizás sigue aludiendo, sólo eso, a la de a ratos transitada carta a Mitre-, al que pone en pie de igualdad con otras excentricidades de signo contrarios: con un elogio a la plebe que sigue a Felipe Varela por tener la “fibra más dura” que sus iguales chilenos y con el discurso de Chivilcoy en el que se proyecta como futuro caudillo de gauchos propietarios, transformados por “la conquista del bienestar”. Ambas cosas, al margen de cierta fascinación por la barbarie gaucha que se manifiesta en sus obras primeras, en efecto son rarezas. A argumentar a favor de la matanza de gauchos dedica un libro de punta a punta –El Chacho, último caudillo de la montonera de los Llanos-, que corona las biografías previas de caudillos, y el asunto salpimenta mucho de lo que escribió. No hizo falta que el revisionismo historiográfico hurgara demasiado, el mismo Sarmiento blasonó las pruebas. Pero para salir de lo que a esta altura no puede ser sino bien sabido, quizás valga esto para medir la consistencia del conservadorismo, su larga mano que, digámoslo así, hace tropezar a Halperín que quería escabullírsele. En Una nación…, “Sarmiento soy yo” podría exclamar su autor. El párrafo sobre los gauchos, ya que es sólo eso, está antecedido por un argumento que en él desemboca. Allí propone Halperin una hipótesis interesantísima, luminosa: Sarmiento habría descubierto que ni las clases sociales encumbradas ni las postergadas están interesadas en sostener y plasmar en la realidad su exigente y benéfico proyecto de país. Así lo suyo devendrá “una aventura estrictamente individual”. Por eso es que pretende que el Estado y el poder político adquieran independencia de las clases acomodadas que para Alberdi eran sus indiscutibles propietarias. Si Sarmiento fue lo más parecido que hubo entre nosotros a un genio, alguna vez Halperin lo planteó de este modo, aun aislándose y deslumbrando con su escritura, el genio termina capturado por las cosas tal como están dispuestas, es decir, en su verdad reaccionaria que se perpetúa.
De todas formas, el guadañazo mayor el conservadorismo –o el eclecticismo de las ideas que permite- lo asesta al inicio del último capítulo, “Balance de una época”. Escribe: “Ya quienes los vivieron, vieron en los sucesos de 1880 la línea divisoria con una etapa nueva de la historia argentina. En 1879 fue conquistado el territorio indio; esa presencia que había acompañado la entera historia española e independiente de las comarcas platenses se desvanecía por fin.” Las luces se encienden –era hora- y no podemos sino recordar que este libro fue pergeñado y publicado durante los años, otra vez crueles, en los que se celebró con bastante barullo el centenario de la conquista o campaña, de una manera y de otra se la nombró, del desierto. Invariable lo del desierto. Prácticamente nada había creído necesario decir sobre los indios –aún poderosas tribus, aún relevantes caciques-, hasta llegar a este pasaje del libro. Pero es el verbo “desvanecer”, sin dudas inusual para referirse a cosas como éstas, lo que sobresale y quizás enerva. Un travelling en una película –un travelling sobre un cuerpo caído en el alambre de púas de un campo de concentración- llevó al crítico Serge Daney a recurrir al calificativo “abyecto”. Repitámoslo. El conformismo de la hora –¿de qué hora?, ¿de ayer, de hoy y de siempre?- le come los pies a Halperin, lo integra, como lo hace con toda una historiografía que no se propuso revisarlo, mejor dicho que anheló continuarlo pero con genio seco y sin permitirse libertades siquiera en la escritura.
Así y todo, Halperín quizás aporta una clave para explicar su mismo conservadorismo, sino sencillamente el de la misma sociedad que tira siempre hacia ese norte. Todas, no sólo la nuestra. El inicio y el cierre de este libro están tendidos por una misma pieza, por una carta que Sarmiento escribe en 1883 a Mary Mann y que sirve de prólogo a Conflictos y armonía de las razas en América. En el arranque, con ella se encomia la excepcionalidad argentina, en contraste con el resto de los países hispanoamericanos, dada por la ingente cantidad de ideas que pretendieron dar forma y carne a lo que llegaría a ser este país. Sobre el final, se niega esa excepcionalidad. Notemos el procedimiento, otra de sus licencias: “rompe” la carta para que sostenga la tensión que propone Una nación…, sobre la que se monta. Le otorga suspenso a lo que narra pues de otra forma carecería de él. Porque de inmediato en esas líneas escritas en 1883 se evidencia que no fueron los proyectos sino el despliegue del capitalismo lo que hizo progresar y modeló a la Argentina. Como a cualquier región de África, pues el capitalismo “se apresta a dominar todo el planeta”. Entre una punta y otra del libro, quedan las no tantas pero sí intrincadas páginas en las que los proyectos se enlazan y tensan con la acción de hombres y elites. Alberdi tenía razón –eso es lo que dice Sarmiento en esa carta-, pues interpretó la fatalidad avasallante del capitalismo. Ante semejante potencia, la acción no puede ser sino superflua, desventurada o ridícula; sólo esto hasta que no se alinea con esa fuerza mayor que encarnará en el progreso económico y en un Estado nacional que, luego del abatimiento que producen largas décadas de guerra civil, se impone a todo lo que lo obstaculiza. Y, agreguemos, así deja de ser acción y política. Es decir: no sólo no hubo excepcionalidad, después de todo las ideas vertidas –salvo las crueles y progresistas de Alberdi- no fueron más que intentos de desvíos, adornos que hicieron la ilusión de gobernar el futuro.
David Viñas, menos de una década antes de la publicación de Una nación… –pero lo ratificó en 2007-, dando cuenta de la supresión brutal e inapelable de la cultura gaucha e india a la que llama “cultura del cuero”, sentenció que “el capital se ha convertido en destino”. Es a tono con la época presente, con estos días que corren o se empantanan, olvidar estos condicionamientos, aun cuando haya habido pocas tan fuertemente condicionadas. Mercancías imaginarias en aluvión, que son publicidades, nos ofrecen la posibilidad de concebirnos libres, incluso empujándonos a creer dulcemente que aun bajo el mando cada día más despótico y capilar del capital podemos alcanzar una buena vida. Es el conformismo de la hora. La elección es terminar con Viñas, cuyo Indios, ejército y frontera tiene que leerse en paralelo con Una nación…, porque la pregunta que nos interesa se lleva bien con el tenor de lo que continúa a ese aserto de 1971 en De los montoneros a los anarquistas: ¿cómo trabajar contra la determinación mayúscula del capital? ¿Cómo, y con qué fuerzas, empezar a desbaratar lo que tiene de destino? Para las vidas y para el pensamiento, entonces también para la historia y su escritura.
Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (2017).
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