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LITERATURA

ESTEBAN BARROSO


Kentukis (2018)
de Samanta Schweblin

kentukis

     En un pequeño barrio de Acapulco ya casi no hay lugar para enterrarlos. Alguien, de manera intempestiva, decide hacerlo en uno de los pocos espacios públicos que quedan. Rápidamente otros siguen su ejemplo. Ante esta situación, ciertamente inesperada, la junta municipal ordena levantar las tumbas y reparar el daño ocasionado. La gente se indigna. Una pareja de ancianos exige que el cuerpo de su kentuki le sea devuelto. Finalmente, la tensión se diluye y todo retorna a una aparente normalidad.

     Hace ya un tiempo Hemingway afirmó que si un escritor en prosa sabe realmente lo que quiere decir, puede silenciar buena parte de lo que conoce. Samanta no nos explica por qué razón en un barrio adinerado ya no hay lugar ni siquiera para enterrar. Tampoco nos habla sobre el sentido de una de las frases de protesta: no entierren a los muertos, entierren a los vivos. La historia no es desarrollada más allá de este punto, pasando a formar parte de un conglomerado de pequeños fragmentos dispersos –y secundarios- que le dan profundidad al mundo construido.

     La buena ciencia ficción invade nuestra mente, abriéndola a la posibilidad de algo hasta entonces no imaginado. Estamos aquí en el terreno de lo posible bajo ciertas circunstancias. Las historias que Samanta va entrelazando a lo largo de su relato parecen ubicarse en una sociedad fácilmente reconocible. Los kentukis aportan el elemento novedoso, pero no son instrumentos de tecnología avanzada o desconocida. Todo el entramado que nos presenta podría ser puesto en funcionamiento tranquilamente en el día de hoy; ninguna cuestión técnica actuaría como obstáculo.

     Aquí radica entonces la cuestión central: ¿cuáles serían las circunstancias que harían posible que nuestras sociedades se vieran atravesadas por millones de kentukis? ¿Cuál es la necesidad de fondo –si la hay, si no es que la construye- que motiva esta singular irrupción? Samanta no quiere hablarnos de los kentukis. Entrecruza las historias de cinco personas comunes y corrientes, atravesadas en sus relaciones particulares por un vacío, un cierto extrañamiento, la sensación de caída. No parecen ser demasiado conscientes del camino que están empezando a emprender. Eligen una de las dos opciones posible: ser kentuki, o tener uno.

     No hay nada de azaroso o casual en ello. Una madre, que es, se pregunta cuán grande puede ser la distancia que la separa de su hijo, que decidió tener. Se recrimina el hecho de que haya sido un kentuki –y no ella- quien gastara una suma considerable de plata para hacerle a su hijo un singular regalo de cumpleaños. Pero solo llega hasta este punto. Piensa que hay tiempo, que su propia vida, que aquella relación, pueden esperar. En ese preciso momento, pasa a ser kentuki.

     La experiencia no solo permite cuidar, sino también mirar, ser mirado, explorar. Un kentuki llega hasta el punto de enamorarse de otro. La historia desemboca en un fracaso esperable, no importa demasiado que lo diga. Lo verdaderamente importante, aquello que Samanta se cuida bien de no decir, se encuentra más allá de los finales, mas allá de la madre que siente a su hija como a una desconocida, o de aquella otra que se cree incapaz de entablar un vínculo real con su hijo. Hay un hecho que actúa como desencadenante, pero que es parte de una historia mayor que solo se puede vislumbrar: el hijo, bien al principio, le regala a su madre un kentuki. Quizás lo piensa como único camino, como última alternativa, como advertencia, la búsqueda de un territorio común en el que puedan hablar.

     Y entonces deja de resultar importante, por ejemplo, lo que termina haciendo Alina con su kentuki, o el “plan b” que pone en marcha Grigor. Tenemos, en cambio, a Marvin y a su deseo de conocer la nieve desde un pequeño estudio al que se encuentra confinado tres horas por día para estudiar. Su vida lentamente se va bifurcando, hasta que en un momento límite, en el que se ve obligado a retornar al mundo real (con todas las comillas que le podamos poner a eso), siente la presión de los dedos de su padre tomándolo del brazo, y se pregunta si este podrá notar que está cayendo, que está golpeado y roto. En realidad, es el kentuki el que cae, pero la diferencia se torna crecientemente sutil.

     En definitiva, personas y sus relaciones, ni más ni menos. De pareja, de amistad, de compañerismo, familiares. Relaciones atravesadas en este caso por algo novedoso, desconocido, y que genera rápidamente una fuerte atracción, tanto como para creer que lo real puede esperar, o para transformarlo en una mera excusa de aquello que se considera importante. Marvin fantasea con solo comer y dormir, con su cuerpo limitado a estas únicas tareas, con su kentuki tocando la nieve, hundiéndose en ella, mimetizándose con un paisaje eternamente blanco. Ese algo novedoso son los kentuki, pero podrían no serlo. Samanta construye una sociedad otra, creíble y verosímil, desde la cual nos interpela, nos pregunta. En qué pensamos cuando estamos con otra persona. Cuántas veces creemos que hay otra historia, otra vida, otra imagen más interesante que la próxima, que la que tenemos delante de nosotros. La diferencia entre ser y tener radica en algo simple: mirar o ser mirado. Esas dos necesidades enfrentadas. Si preferimos mirar o queremos que otros nos miren, nos acompañen a una cierta distancia prudencial, nos den su valoración. Si hay algo, algo que no se puede poner en palabras, pero que se asemeja quizás a un vacío insondable, a un vacío desde abajo, a un vacío repleto de otros. Llevando todo a un cierto extremo: si somos o tenemos.

ESTEBAN BARROSO

Es profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET.