GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

BIOGRAFÍA / ENSAYO

EMILIANO TAVERNINI


Ana alumbrada. Militancia, amor y locura en los 60 (2018)
de Alejandra Slutzky

   

“Tendremos que admitir, entonces, que nos encontramos en presencia
virtualmente de un campo cada vez que es creada una estructura semejante,
independientemente de la entidad de los crímenes que allí se cometen
y sea cual fuere la denominación y la topografía específica”
Giorgio Agamben, Homo Saccer. El poder soberano y la nuda vida, 1995

   

     Una hija decide tomar el candil para iluminar algunos misterios de la biografía familiar. En su búsqueda detectivesca, intermitente como el brillo de una luciérnaga, descubre un espacio más vasto, un territorio de memorias y archivos todavía no alumbrados por la historia. Cada instante de luz en su derrotero contribuirá a encontrar posibles parejas luminiscentes, juntas van conformando una comunidad de afectados por la misma experiencia, hasta ahora ignorada. Una hija, una detective, una luciérnaga más que visita una zona inexplorada en los estudios sobre los sesenta-setenta: sexualidades disidentes y locura.

Alejandra Slutzky ya había indagado y hecho pública parte de su historia familiar en 2003 cuando editó en Holanda (país en el que se exilió y vive desde los 14 años) Die Stilte (El silencio), texto en el que abordaba la figura de Samuel Slutzky, su padre, médico sanitarista que trabajaba en la Municipalidad de La Plata al momento de su secuestro y desaparición en 1977. En esta primera aventura narrativa había reconstruido también parte de su genealogía paterna, perseguidos por los pogromos zaristas. En la memoria familiar Samuel ocupaba el lugar de víctima del Estado genocida argentino, sin embargo su ex pareja, madre de Alejandra, Ana “Toti” Svensson, que falleció en una clínica neuropsiquiatría privada en 1982 no había sido considerada de la misma manera sino que “se había brotado”, “no estaba bien de la cabeza”, “era medio loca”. Entonces, la primera cuestión que trabaja el libro es la de cómo algunas memorias sobre los setentas adquirieron más legitimidad que otras para ser narradas: ¿qué dispositivos de poder actúan todavía en nuestra sociedad para seguir obturando determinadas experiencias?

En el momento en el que la autora decide indagar en la vida de Ana comienzan a circular en las redes sociales cartas que Toti se escribía con Julio Cortázar -a quien se supone conoció en un breve paso por Cuba en el contexto de la O.L.A.S. en 1967-. La profanación de un coleccionista anónimo activó inesperadamente la máquina de la narración genealógica, esta vez a la búsqueda de la figura de Ana Svensson.

     Ana alumbrada desarticula a partir del análisis y la descripción de casos singulares de militantes secuestrados o internados en neuropsiquiátricos el concepto de Estado terrorista definido por Eduardo Luis Duhalde, es decir, un Estado que actuaba mediante una doble faz de sus aparatos coercitivos: uno público y sometido a las leyes y otro clandestino, al margen de toda legalidad formal. Slutzky ilumina los espacios de intersección de estos dos mundos, los cuales dentro de un marco legitimado institucionalmente siguen encerrando aún hoy a la nuda vida, sometiéndola a torturas y maltratos que no se terminaron con el fin de la dictadura. Este texto es fundamental para los estudios sobre el pasado reciente  porque permite delimitar un territorio en el que persisten más continuidades que rupturas con el régimen dictatorial, la permanencia del campo donde se expulsa lo abyecto, los cuerpos que no se adaptan al corte biopolítico del “ciudadano”. Cuerpos diagnosticados para producir el olvido y la negación simbólica de sus vidas con el consenso de la institución familiar.

Estos intersticios del Estado de excepción en las instituciones de la democracia perturban al lector, no solo hubo pasajes entre secuestrados en los Centros Clandestinos de Detención  y pacientes psiquiátricos del Borda y el Moyano, sino que también se dio el tránsito entre personal militar y médico: en el Moyano funcionaba un espacio de tratamiento de detenidas por razones políticas, mientras que en el Borda la Unidad 20 era controlada por la Policía Federal, ambos sitios se manejaban con una lógica propia.

El lector se preguntará por qué que no se conocían estos testimonios aún cuando la autora encuentra una enorme cantidad en los legajos de la CONADEP y en los Informes de Clamor a comienzos de la década del ’80. La investigación de Slutzky brinda una respuesta: con el archivo solo no alcanza, para hacerlo visible es necesario dialogar con él, hay que habitarlo, darle legibilidad histórica. Nuevos descubrimientos le permiten reconstruir distintos aspectos en la vida de Toti: los archivos de inteligencia de la DIPPBA, la transcripción que realiza un médico de la biografía de su madre cuando ingresa por primera vez al Moyano -1970-, las cartas que se escribe con Cortázar.

Cuanto más avanza la investigación, más necesidad manifiesta Slutzky de reponer la figura revolucionaria de Ana Svensson (1942-1982), quien comenzó su militancia en el PSA (Partido Socialista Argentino) y rápidamente rompió para integrar el PSAV (Partido Socialista Argentino de Vanguardia). Posteriormente, junto con su compañero, confluyó en la ARP (Acción Revolucionaria Peronista) de John William Cooke. Hasta allí una trayectoria más de la militancia de los sesenta, salvo que cuando viajan a Cuba en 1967 para realizar entrenamiento militar se separa de Samuel Slutzky y comienza una deriva con sus dos hijos que la lleva a México y posteriormente de vuelta a la Argentina, totalmente aislada de sus antiguos compañeros y con la salud deteriorada por una incipiente esclerosis múltiple. Qué pasó en Cuba, es la pregunta que se hace una y otra vez su hija. La respuesta llega a través de los balbuceos y las contradicciones de los antiguos compañeros de militancia de sus padres.

A Ana se le hizo un juicio político por haber tenido relaciones sexuales con un compañero cordobés y con un oficial de inteligencia cubano, se la expulsó de la organización e incluso durante el juicio se llegó a proponer su fusilamiento. La depresión que le produce esta situación culmina con un cuadro paranoico desencadenado el día que una bomba casera explotó cerca de su departamento. Ana se sentía perseguida por la policía pero también por sus excompañeros, rápidamente recae sobre ella un estigma con el que cargaba desde su adolescencia. Cuando era discípula del profesor en filosofía Conrado Eggers Lan, cometió el “error” de confesarle su atracción por una compañera de estudios. Acto seguido el profesor planteó el “problema” a la familia que determinó separarlas y enviarla a realizar un tratamiento psiquiátrico. Así se inaugura en su trayectoria lo que Michel Foucault denominó la ceremonia de la objetivación a partir del examen inicial del poder disciplinario. De ahí en más cada desviación de las “normas” por parte de Ana reducirá su vida a este punto inicial.

La escritura de Slutzky combate de manera eficaz el corte biopolítico porque logra desbordar los diques genéricos de contención, se permite pensar nuevas reclasificaciones de las taxonomías narrativas. El texto debe encontrar su propia forma para decir una verdad obliterada, habita la transgenericidad: por momentos novela autobiográfica o relato de viaje, por momentos monografía académica, crónica periodística, novela histórica. Al mismo tiempo es una conversación y retorno al lenguaje materno con la mediación de Cristina Feijóo, escritora y compañera de militancia de su padre que ayuda a la autora con su castellano distante.

Mediante esta hibridación genérica logra acceder a instantes de verdad, por ejemplo con el testimonio de David Ramos: “Creo que sí, muchos compañeros se brotaron y eso no quedó registrado en ningún lado. La presión, la persecución, la muerte que se asomaba cada dos por tres. Era mucho, no todos podían”. El estigma sobre la figura de Ana se reproduce en las entrevistas a los compañeros y compañeras de militancia que claramente no han elaborado de manera crítica las relaciones disimétricas entre hombres y mujeres que se daban al interior de las organizaciones, aunque también manifiestan un profundo desconocimiento por el destino de los “brotados”.

La investigación se expande con el descubrimiento de muchos militantes, que como Ana, fueron internados en hospicios neuropsiquiátricos y que hasta el día de hoy han sido ignorados como víctimas. Slutzky señala que los ingresos de NN al Borda y al Moyano aumentaron entre 1977 y 1979 y constata que muchos de los internados provenían de Centros Clandestinos de Detención y Tortura, aunque también en el Borda, por ejemplo, existió un Servicio 6 a donde eran trasladados los conscriptos de Campo de Mayo, la Esma o Puerto Belgrano si lograban sobrevivir a las torturas y vejaciones a las que eran sometidos como método de castigo y disciplinamiento cuando intentaban desertar o tenían algún conocido sospechado de “subversivo”.

A partir de las conversaciones con distintos profesionales de la salud mental, Slutzky comprueba que los diagnósticos de ingreso eran muy vagos: alienación mental, enfermedad mental, esquizofrenia, epilepsia. Según la opinión de los especialistas luego de haber sido dopados y sometidos a tratamiento con electroshock y violencia física y psicológica el 80% de los pacientes experimenta un estado de alienación. En este sentido, el dispositivo de disciplinamiento de los cuerpos mediante la descarga eléctrica atraviesa el Estado genocida y el Estado democrático. Aún cuando supuestamente ya estaba prohibido su uso, los partes médicos y las historias clínicas dan cuenta de su utilización y de los daños físicos infligidos a los pacientes al interior del hospicio. Escenas descriptas con total impunidad dado que esos cuerpos son las vidas que no merecen ser vividas para el Estado.

La cuestión central que trata el libro es la de cómo dentro de los estratos de víctimas modélicas del genocidio, quienes habitan la base de una esquemática pirámide en el imaginario cultural son –no casualmente- dos grupos sociales que en democracia siguieron siendo igualmente sancionados, marginados y rechazados por el poder soberano: las víctimas queer y las víctimas con tratamiento neuropsiquiatrico, clasificaciones que en la década del sesenta estaban íntimamente relacionadas, a partir de la patologización de quienes no se adaptaban a la hetoronorma –hasta los setenta la homosexualidad era considerada un trastorno mental- o a la monogamia –especialmente si eran mujeres-.

A través del descenso de la autora al Hades del Moyano y el Borda comprobamos de qué manera el campo de concentración en su modelo neuropsiquiátrico sigue actuando hoy en día de la misma forma que lo hacía en la década del sesenta, la nuda vida se pasea por los pasillos embotada de pastillas, acostumbrada al maltrato y a la violencia física: pacientes que ni siquiera pueden identificarse por nombre y apellido, condenados a la desubjetivación y a la desidentificación de los marcos sociales de referencia –por momentos descripciones casuales alertan sobre el devenir animal dentro de este territorio-.

Finalmente, retomando la imagen de las luciérnagas, éstas no sólo producen fosforescencias que iluminan el pasado desde sus entrañas, sino que también cuentan con alas para agitar el presente:

“Buscando a Ana, mi madre, encontré muchas cosas. Encontré el tabú que sofoca a quienes padecen una enfermedad psiquiátrica y a su entorno. Encontré la exclusión de los diagnosticados, condenados. Encontré personas obligadas a perder su identidad detrás de los muros del manicomio. Encontré a mujeres sentenciadas de locura, insania o maldad por ser diferentes a lo normal. Encontré el uso histórico y político de esos diagnósticos para separar a los diagnosticados de la sociedad, enterrándolos en la profundidad de los hospitales psiquiátricos devenidos cárceles, centros de detención y lugares de desaparición.”

EMILIANO TAVERNINI

Es profesor en Letras (UNLP) y magister en Historia y Memoria (IdIHCS-CONICET). Estudia la relación entre literatura y memoria en la Argentina reciente, en particular la poesía de los hijos de militantes políticos.