GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

CINE

GABRIEL D'IORIO



Juventud en marcha (2006)
de Pedro Costa

 

Una carta y un mundo

 

     El cineasta portugués Pedro Costa no responde a los clichés del artista comprometido ni a los modelos rupturistas de los años 60-70. Y más allá de su reconocido vínculo con el trabajo de Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub –comparte con ellos un filme: Dónde yace tu sonrisa escondida (2001)– el director de Casa de Lava (1995), Ossos (1997) y En el cuarto de Vanda (2000) inscribe cada plano en un mundo singular que parece recordar a una humanidad en vías de extinción la fuerza irredenta de la igualdad, cuyo última figuración consiste en una libertad definida por el uso soberano del propio tiempo. Tanto en Juventud en marcha (2006) como en Caballo Dinero (2014) Costa propone una estética que carece de decorados obvios, pero resulta extremadamente precisa en el registro de muros, ventanas, puertas, en la composición de naturalezas muertas hechas de botellas, mesas y cacharros, en el uso de una escala infinita de ocres, verdes oscuros y marrones renegridos que devuelven cierto misterio a las cosas y a las personas hasta dejar atrás su apariencia de trastos arrumbados para revelar su arcaica pero actual belleza. 

     Las imágenes de Costa forman parte de un trabajo artesanal de composición de intervalos espacio temporales, hiatos de luz y contrastes sentimentales de sus personajes. En esos intervalos logra tocar cuerdas afectivas que remiten a los estados inaparentes del mundo de la vida. De ahí que la política de sus filmes se ejerza, tal como afirma el filósofo francés Jacques Rancière, en un nivel más radical, el que se menciona en la Política de Aristóteles, cuando distingue

la palabra que argumenta de la voz que expresa el ruido de la queja. Ya no se trata de poner de relieve la capacidad de los hombres del pueblo de levantarse a plena luz para apoderarse de los grandes textos que argumentan las aporías de lo justo y lo injusto. Se trata de saber si un decorado de paredes leprosas, casuchas invadidas por los mosquitos y habitaciones cruzadas por los ruidos del exterior, constituye un mundo; si los cuerpos derrumbados y las voces estremecidas por la tos que recuerdan las ‘casas de brujas’ sólo conocidas por esos jóvenes forman una conversación; si esta misma conversación es el ruido de cuerpos sufrientes o la meditación sobre la vida que esos seres han elegido.

     ¿Cómo saber si estamos ante un mundo o frente a una puesta en escena, si los cuerpos conversan o vegetan, si hay sólo ruinas y ruido o bien hay palabra política y reparto de lo sensible? En el texto que citamos recién –Las distancias del cine– Rancière conjetura que la política de Pedro Costa se sostiene sobre dos principios: el documental, que bucea en el movimiento de los cuerpos autónomos y trabaja en el territorio junto a sus actores, y el ficcional, que elabora recomposiciones de espacios sin incorporar más cuadros que las paredes derruidas de un barrio en proceso de demolición. Es entre ambos principios que la rigurosidad poética de Costa brilla en el registro de las palabras y los cuerpos, en las formas de habitar un barrio. Registrar a las personas en situaciones cotidianas, en las que se come, se fuma, se bebe o se fabula sobre el pasado y el porvenir; registrar a las cosas como aparecen desde una perspectiva no renacentista y con la luz dispuesta para que lo real emerja en su formas profanas: cuchillos, barajas, mesas, botellas, platos, cigarros, ropa vieja. Como si fuera Cézanne o Brueghel, pero en el cine, después del cine. 

     ***

     En Juventud en Marcha, la película sobre la que nos interesa demorarnos, la estampa añosa de Ventura, caboverdiano, trabajador de la construcción, jubilado, deambula entre los restos de Fontainhas –una barriada popular de inmigrantes que dejará de existir– y los departamentos que provee el Estado portugués a los habitantes que sobreviven a la desaparición de sus casas. En lugar de realizar una denuncia sobre negocios inmobiliarios en la era del capitalismo financiero, Costa intenta pensar desde Ventura y la afectividad material que lo rodea, los umbrales del desamparo, la imposibilidad de olvidar los sueños de juventud, pero también el daño hecho a unas vidas en apariencia sin más destino que persistir en el ser. Y así, aquello que parecía un estigma en la época de Brecht: vivir la vida como si fuera un simple destino, no lo es aquí, porque no existe en todo el filme un punto de vista superior al de los personajes que impugne o proponga una síntesis moral. Más bien se trata de lo contrario: un aprendizaje fraterno respecto de lo que puede una forma de vida que habita un mundo bajo el signo del desplazamiento continuo y la derrota.    

     La historia de la derrota no es nueva. El título mismo de la película está vinculado a una de estas historias, la del Partido de la Independencia de Guinea y Cabo Verde. En una entrevista publicada en julio de 2008 en el Blog. Letras de Cine –realizada por Daniel Villamediana, Manuel Yáñez, Carles Marques y Eva Muñoz, y traducida del portugués por Alicia Mendoza–, Pedro Costa ofrece la siguiente explicación:  

En los años 60 comenzaron las guerras africanas de liberación. Guinea estaba divida en tres: Guinea belga, Guinea portuguesa y Guinea Bissau. Fue entonces cuando surgió un partido para la independencia guineana. Su líder y fundador, podríamos denominarlo el ‘Che Guevara de Guinea’, se llamaba Amílcar Cabral y era considerado un héroe: se dedicaba a la enseñanza y al mismo tiempo estaba con las armas, terminó por ser asesinado. En un momento dado, juntó a Guinea con Cabo Verde porque estaban más o menos en frente, en el Océano Atlántico, y fundó el PAIGCV: Partido para la independencia de Guinea y Cabo Verde. En realidad, Cabo Verde nunca llegó a participar en la guerra: era una tierra tranquila y pobre, no llueve nunca; así que sus tierras son secas y áridas, es un país muy difícil. Esto produjo un fuerte movimiento de emigración: a Lisboa, a Francia… El PAIGCV, como casi todos los partidos comunistas, y también los fascistas, contó siempre con agrupaciones de jóvenes: ellos son los pioneros, los pequeños rebeldes, los que portan los emblemas; son sus muñecos. En Cabo Verde, incluso, tenían que pagar un tributo al partido… Todavía recuerdo con nitidez aquellas marchas de soldados cantando la canción de los jóvenes comunistas, Juventude em marcha. La letra decía algo así como: “Juventud en marcha / Para un futuro radiante, / Para un sol…” Ya no lo recuerdo, pero transmite la idea de una juventud efervescente. 

     Desde luego, la relación entre la promesa de futuro radiante de la Juventud en marcha y el presente de Ventura ofrece más de una lectura. De hecho, la escena en la cual Ventura recita la canción de la independencia sobre el eco que ofrece un tocadiscos desvencijado resulta ser una de las más conmovedoras. Pero esta conmoción no está escindida de otras escenas del filme, al menos si queremos comprender mejor lo que pone en juego este mundo singular también para nosotros. 

     Ventura vive en la barraca junto a su compañero Lento. Juega a las barajas con él y también lo invita a estudiar una carta de amor que recita de memoria varias veces en el filme, pero se mueve cotidianamente entre los barrios visitando a sus “hijos”, con los que comparte un malestar, un recuerdo, una comida, una escucha, como en el cuarto de Vanda –una de sus hijas, protagonista del filme anterior de Costa– que no cesa de contar lo que fue su vida antes del nacimiento de su niña, las huellas de su enfermedad, sus miedos como madre. Si estos desplazamientos entre los barrios surcados por Ventura dan a pensar es por los “cuadros” que junto a Costa se empeñan en construir, por los muy trabajados planos que nos ofrecen un fresco de su vida: desde los contrapicados que hacen del caboverdiano un gigante perdido en una civilización que no lo reconoce –pero que incluso cuando se percibe extraviado se muestra digno para reclamar una casa para “todos sus hijos”–, hasta la visita al Museo de la Fundación Gulbenkian del que luego sabremos que Ventura participó en su construcción años atrás, nos encontramos con la obstinación de un ser que quiere vivir sin ceder a la estupidez. No hay cinismo en su andar. Tampoco en sus palabras. Sí, un par de gestos que repite: el modo de recitar la carta y, también, la forma de esnifar rapé, un detalle bellísimo por lo arcaico, tanto que lo hace, extrañamente, contemporáneo.     

     Cuando se le pregunta por una cierta “estetización de la pobreza” en sus filmes, Costa recurre a ejemplos de la historia del arte que no son exteriores a su trabajo: “algunas cantatas de Bach giran en torno a los pobres, al pan y al hambre. Recuerdo una en concreto que se llama Tenemos hambre. Es una cantata profana: habla de los alemanes de Leipzig que sufrían y tenían hambre. ¿Tendría que ser ésta más fea que las cantatas religiosas? No lo es, pero si lo fuera, la causa no estaría en el tema que trata. Incluso recuerdo un cuadro de Rubens que se llama Huida a Egipto: se ve a Jesús huyendo con su padre, con su madre y con un burro; de alguna manera también refleja una situación de pobreza, religiosa además, y no por esto es menos bello. Estamos hablando de un concepto muy vago, nadie sabe muy bien de lo que habla cuando utiliza el término ‘estetización’.” 

     La presencia de Rubens en Juventud en marcha tiene lugar justamente a través de la Huida a Egipto con el cual Costa nos introduce en el Museo Gulbenkian: ahí vemos a Ventura recostado sobre la pared, esnifando, sin mirar los cuadros, entre el Retrato de Helena Fourment de Rubens y Retrato de un hombre de Van Dyck. Podría pensarse que la vida de este hombre se juega en esa ambivalencia: la huida y el retrato, el exilio y la estampa. La cita a Bach también es frecuente en las entrevistas. En general Costa subraya que la belleza está en la forma y en la relación y no en el tema o en tal o cual propiedad de un objeto. Pero apreciarla requiere tiempo, implica algún tipo de demora: aprender a oír, a ver, a sentir. No sólo una obra de arte, también un canto ancestral o una pared cualquiera. Para una estética materialista como la suya no hay temas altos y bajos, ni el problema del valor se resuelve a partir de una distribución tranquilizadora de las imágenes entre alta y baja cultura, entre el museo y la calle. Hay, sí, una preocupación por mostrar que otro cine es posible: Ventura se queda un rato en el museo, y se interesa más por el lugar que él también construyó que por la obra de Rubens. Pero Costa no realiza ese plano de desinterés para denunciar lo que significa la explotación del trabajo obrero al servicio de una aristocracia estética sino para señalar otro despojo menos obvio pero tal vez más hondo: el de la imposibilidad de entrever en el museo la experiencia de los trabajadores, inmigrantes y desplazados como esa riqueza sensible que se comparte bajo el nombre de arte. 

     Lo que es arrancado a estas vidas parece jugarse entonces entre las paredes blancas de la vivienda social que recibe el inmigrante-proletario por parte del Estado y los muros del museo que no cesa de rechazarlo. En el entre de ese despojo trabaja la memoria y junto a la memoria la experiencia en el sentido que le daba Benjamin al término: como un saber que se transmite de boca en boca. La destrucción de una riqueza sensible –la de los colores anárquicos de la villa miseria que desbordan al orden blanco pequeño burgués–, la negación de los padecimientos de los inmigrantes que sobreviven como extranjeros de la ciudad que construyen y la pérdida de la experiencia en sus formas placenteras, son tanto o aún más lesivas que la explotación en el trabajo. Y aunque Ventura aparezca con la cabeza vendada –en un flashback del accidente que tuvo trabajando en la construcción del museo de los Gulbenkian– no dejará de recitar la carta que lo hace humano, la carta que de algún modo lo salva, como salva un poema aprendido de memoria a Primo Levi en el campo, o como puede aliviar a un creyente rezarle a su Dios todas las noches. 

     Esa carta –que ya resuena en Casa de Lava en la lectura de Tina– que es palabra sin ruido, que es poesía aunque sea prosa o prosa aunque sea poesía, Costa la concibió a partir de una doble fuente, tal como recuerda Rancière en Las distancias del cine: “la carta de un trabajador inmigrante, pero también la de un ‘verdadero’ escritor, Robert Desnos, escrita sesenta años antes en otro campo, el de Flöha, localidad de Sajonia, en el camino que lo llevará a Terezin y a la muerte”. Entre la Carta a Youki del 15 de julio de 1944 que Desnos envía a su amada y la carta que recita Ventura resuenan, como diría Godard, todas las historias y, también, una historia sola

     En Juventud en marcha la carta es recitada una y otra vez. De noche, con la escucha, a veces atenta, otras distraída, de Lento. Un ritual, un pacto: “ven a estudiar”, le dice Ventura. Con variaciones en la extensión, la carta dice:  

Nha cretcheu, mi amor.
Estar juntos de nuevo hará que nuestra vida sea más bonita, por lo menos 30 años más. Por mi parte, volveré a ti más joven y lleno de fuerza.
Ojalá pudiera ofrecerte 100.000 cigarrillos, una docena de vestidos modernos, un automóvil, la casita de lava que siempre soñaste y un ramo de flores de cuatro cuartos.
Pero sobre todo, bébete una botella de buen vino y piensa en mí.
Aquí el trabajo no cesa. Ahora somos más de cien.
Anteayer en mi cumpleaños pensé en ti durante mucho tiempo
¿Llegó bien mi carta?
No he recibido tu respuesta. Sigo esperando.
Todos los días, todos los minutos, aprendo palabras nuevas, bonitas, sólo para nosotros dos, hechas a nuestra medida, como un pijama de seda fina. ¿No te gustaría?
Sólo te puedo enviar una carta al mes.
Sigo sin saber nada de ti.
Quizás en otra ocasión.
A veces tengo miedo de construir estas paredes. Yo, con un pico y cemento;
tú, con tu silencio, una zanja tan profunda que te empuja hacia un largo olvido.
Duele ver estas cosas terribles que no quiero ver.
Tu cabello se desliza entre mis dedos como hierba seca.
A veces pierdo las fuerzas y pienso que voy a olvidar.

 

     El cine de Pedro Costa está hecho de recitados como el de Ventura en el que se cruzan poetas consagrados con poetas del pueblo. Cruces que inventan en su elaboración dialéctica las imágenes de una persistencia que comunica como un río el deseo de vivir mejor, de compartir el pan, la música, el amor y el compañerismo, el derrumbe o el deseo que nace después, el viaje sin telos, y también el cine después del cine. No se trata de construir un arte vanguardista ni denuncialista. Pedro Costa pone en juego imágenes de la libertad entendida como uso irreductible del tiempo propio, tentativas de un arte de compartir, de una capacidad que pertenece a todos. Y aunque poderosas fuerzas jueguen cotidianamente por su destrucción definitiva, la carta que recita Ventura es un símbolo, un tesoro que Costa, el propio Ventura y nosotros, lectores y espectadores, no estamos dispuestos a extraviar. 

GABRIEL D'IORIO

Profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Da clases de Ética en la misma universidad y de Estética en la Universidad Nacional de las Artes. Forma parte del grupo editor Cuarenta Ríos.