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NOVELA / HISTORIA

JORDANA BLEJMAR



La dimensión desconocida (2017)
de Nona Fernández

   

     La anécdota, por conocida, no deja de ser elocuente. Cuando Roberto Bolaño regresa a Chile en 1998, después de veinticinco años de ausencia, para participar como jurado de un concurso de cuentos para la revista Paula, se confiesa sorprendido por una generación de escritoras jóvenes -menciona a tres: Lina Meruane, Alejandra Costamagna y Nona Fernández-, que “escriben como demonias” y “prometen comérselo todo”. 

     Muchos de los libros de estas escritoras endemoniadas -e incluyo aquí a otras como Alia Trabucco Zerán – giran en torno a la última dictadura militar y al impacto que tuvo en las nuevas generaciones. Pero aunque en Chile, como en Argentina, se ha hablado mucho de una emergente “literatura de hijos” (o en este caso de “hijas”), sobre todo a partir de la publicación de Formas de volver a casa (Zambra, 2011), donde se propone explícitamente el epíteto, la expresión se ha vuelto equívoca y no da efectiva cuenta de la variedad de estas miradas sobre el pasado; algunas más nostálgicas, otras más delirantes. 

     Sin duda la premiada obra de Nona Fernández pertenece a este último tipo de apropiación no solemne, más bien pop, de la historia chilena. Fernández nació en 1971. Además de escritora, es guionista (fue por ejemplo una de las responsables del guion de La cuidad de los fotógrafos), actriz y dramaturga. Su obra se ocupa casi obsesivamente de la dictadura militar chilena y de las trampas de la memoria, un poco al estilo de Los rubios, de Albertina Carri, o de las películas de Chris Marker, a quién menciona en la novela que nos ocupa. 

     Esas preocupaciones aparecen también en sus libros anteriores. En Chilean electric (2015), por ejemplo, Fernández parte de un recuerdo de su abuela (un acto en la Plaza de Armas que da inicio al alambrado público en Santiago) pero que luego se revela sucedió antes del nacimiento de quien dice recordarlo. En Space Invaders (2013), un breve relato coral sobre un grupo de colegiales durante la dictadura, se advierte que no todos recuerdan lo mismo, y se presentan las distintas versiones sobre la vida de una de las estudiantes, Estrella González, desde el punto de vista de varios de sus compañeros, de cartas reales pero intervenidas ficcionalmente, y de los sueños que, imaginan los narradores, la tuvieron como protagonista. González era hija de un represor y fue, muchos años más tarde, víctima de un femicidio, un crimen que, dos años antes de la emergencia de Ni una menos, la novela de Fernández asocia, casi sin proponérselo, a la violencia dictatorial.

     La dimensión desconocida recupera algunos de esos personajes, e insiste en esa exploración del pasado desde una mirada que es a la vez subjetiva y generacional, documental y ficticia. Fernández se reconoce parte de lo que llama una “generación guacha” que, afirma su autora, tuvo la difícil tarea de reapropiarse de los hechos dolorosos de la historia chilena para sacarlos de la oficialidad y del museo. 

     La dimensión desconocida se inicia precisamente con una crónica de la visita de la narradora, su hijo y su compañero al controvertido Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por Bachelet en 2010. Juntos recorren las diversas zonas del lugar, hasta concluir en la última parada, con la imagen del expresidente, Patricio Aylwin, el día de su asunción dando su discurso inaugural. El itinerario quiere ser tranquilizador, y ofrecer un relato victorioso del bien contra el mal. Pero la imagen es engañosa, pues silencia el hecho de que fue el mismo Aylwin el que instigó el golpe contra el entonces presidente Salvador Allende en 1973. 

     “¿Cómo se hace la curatorial de un museo de la memoria?”, se pregunta la narradora. “¿Quién elige lo que deber ir? ¿Quién decide lo que queda afuera?”. Estas preguntas -que animan también una de las producciones más destacadas de la escena teatral chilena de los últimos tiempos, me refiero a Villa+Discurso (2012), de Guillermo Calderón- recorren las páginas de este libro híbrido, mezcla de crónica, diario personal y ficción, en el que se incluyen además fragmentos de una epístola inexistente y algunos versos poéticos. 

     La dimensión desconocida es un intento por “desmuseificar” la memoria, y por explorar las dimensiones desconocidas del pasado chileno. Como el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, la novela también está dividida en (cuatro) zonas: zona de ingreso, zona de contacto, zona de fantasmas, zona de escape. Las zonas de contacto y la de fantasmas -figura liminal si las hay- apuntan a los claroscuros de la historia chilena, a sus zonas grises. Es curioso que en varias de las novelas del corpus de “hijxs” (Camanchaca de Diego Zuñiga o La Resta de Trabucco Zerán), Santiago se presente de hecho como una ciudad nebulosa o cenicienta, opuesta de algún modo a las supuestas “primaveras democráticas” de las transiciones latinoamericanas. 

     Agamben define a la zona gris de los regímenes totalitarios como aquella donde “las víctimas se convierten en perpetradores y los perpetradores en víctimas”. El protagonista de este libro ocupa en efecto un lugar molesto en la historia chilena reciente. “Su figura no es parte del bien o del mal, del blanco o del negro”, leemos en la novela. “El hombre que imagino habita un lugar más confuso, más incómodo y difícil de clasificar”. Se trata de Andrés Valenzuela, alias “Papudo”, miembro de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea chilena (FACH), quien en 1984 confesó sus crímenes frente a una entonces joven periodista, Mónica González, para la revista Cauce. Fernández recuerda haber visto la tapa de ese número, con la imagen del entrevistado y su confesión: “yo torturé”. Es tanto el impacto que le produjeron esas dos palabras que, en el libro, Valenzuela se convertirá para siempre en “el hombre que torturaba”. 

     En el intento por desmuseificar la memoria, la imaginación lúdica juega un rol fundamental para acceder a los espacios vedados tanto al recuerdo como a los archivos. Hay una tensión en el relato sobre lo que la narradora sabe o ha investigado -información sobre los últimos días de las víctimas de Valenzuela, su entrevista con González, su escape de Chile- y lo que imagina –las pesadillas del torturador provocadas por la culpa o lo que González habría sentido mientras escuchaba los detalles de las torturas. Varios de los párrafos comienzan con expresiones como “Sé” o “Imagino”. También están las expresiones de deseos (“Quiero creer que sí”) y recuerdos difusos de infancia. 

     Las imágenes de la cultura popular en el Chile de los ochenta funcionan además como mensajes en código que refieren secretamente a lo que estaba sucediendo en el país. La dimensión desconocida -esa famosa serie televisiva de ciencia ficción creada en Estados Unidos por Rod Sterling que incluía un twist inesperado al final de cada episodio- evoca la realidad fracturada, pública y clandestina, que se vivía en esos años, donde la gente “desaparecía”. En la novela se menciona también el juego de computadora Space invaders para describir una ciudad ocupada ya no por marcianitos sino por uniformados. Hay además una referencia al filme Cazafantasmas, cuya canción suena perturbadoramente en el auto donde Valenzuela es trasladado, a escondidas, para sacarlo del país, y otra al programa televisivo Juegos de Mente, donde un ilusionista manipula la percepción de los espectadores a partir de lo que llama “la ceguera por desatención”, una técnica de sugestión que llevaría al cerebro a ver lo que el ilusionista quiere que vea. El juego opera en el relato como metáfora de una sociedad ciega y zombie, una sociedad desaparecida, en palabras de Pilar Calveiro. Un ejemplo claro de esta suerte de ceguera involuntaria es lo que sucede con la madre de la narradora, testigo de un secuestro en plena luz del día, pero que solo entiende el significado del episodio muchos años después, en una conversación con su hija. 

     La lectura de una dictadura latinoamericana en clave de “historia de fantasmas” no es nueva. En su notable libro sobre la posdictadura argentina, Silvia Schwarzböck advierte que para entender esos años hay que hacerlo por la estética, y mas precisamente por el género del terror (fantasmas, espectros, espantos, des/apariciones). En Argentina, la crónica (Pola Oloixarac, “Actividad paranormal en la ESMA”), la literatura (Mariana Enríquez, Los peligros de fumar en la cama), el cine (Aparecidos) y hasta la antropología (Mariana Tello Weiss, “Historias de (des)aparecidos. Un abordaje antropológico sobre los fantasmas en torno a los lugares donde se ejerció la represión política”), todos ellos han leído la dictadura desde el así llamado giro espectral. 

     Pero lo realmente inquietante en la novela de Fernández es que el fantasma aquí no es tanto, o por lo menos no solo, el desaparecido o la desaparecida, sino el torturador. Valenzuela es el fantasma y como en el relato de Dickens, él está también acosado por fantasmas: “Imagino al hombre que torturaba sentado en el bus, recordando los fantasmas de sus propias navidades”. 

     Hay una foto de Helen Zout, en Huellas de Desapariciones (2000-2006), la única conocida de un represor en ejercicio durante los años lóbregos de la historia Argentina que lo muestra, “por una especie de ironía siniestra”, dice Martín Kohan, “encapuchado”. La capucha blanca en este represor no le impide ver, como sucede con la capucha de los desaparecidos, sino que impide que lo vean. “El resultado”, continúa Kohan, “es elocuente: el represor vuelto fantasma”. También en la novela de Fernández, el represor se vuelve fantasma, o al menos eso intenta. El perseguidor se convierte en perseguido, y el torturador que busca confesiones se convierte en el hombre que confiesa, algo así como una paradoja redentora, propone Graciela Speranza en su lectura de la novela. Valenzuela es ahora el que tiene que esconderse de la dictadura, el que recibe ayuda de la Vicaría para salir del país, el que teme por su vida, y el que finalmente logra exiliarse en Francia. Su confesión lo convierte en el enemigo del enemigo, y en consecuencia en una suerte de inquietante “aliado” de los que resisten la dictadura de Pinochet, empezando por la misma González, que había sido presa política y que había investigado las estafas económicas de la familia del dictador chileno.

     En una entrevista televisiva del 2004, González recuerda las circunstancias de su encuentro con Valenzuela, cómo “Papudo” la contacta y como él “le cambió la vida”, cómo desconfía al principio (“yo no sé si era una trampa”) pero cómo termina “eternamente agradecida” con el torturador, porque “fue muy valiente” y porque él “lo ha pasado mal también”. Cuesta entender esta forma de referirse a quien, según ella misma cuenta, no sólo había asesinado a algunos de sus grandes amigos, sino que además fue el causante de la muerte tres compañeros, dos de los cuales la habían ayudado a rehacer la historia del comando del que formaba parte Valenzuela. Hay algo sumamente perturbador, casi incomprensible, en la relación entre González y “Papudo”, que la novela de Fernández, con buen tino, no sobre interpreta sino que expone en toda su incomodidad. 

     Valenzuela es el único miembro del ejército chileno que deserta estando en ejercicio y en plena dictadura. Pero no es el único torturador que habla en Chile. En 2001, Nancy Guzmán publica Romo: confesiones de un torturador, ganador del Premio Planeta de Investigación Periodística. Romo fue un agente de la Dirección Nacional (DINA) que reprimió a opositores de la dictadura entre 1973 y 1977, y fue uno de los personajes más aterradores de esa organización, recordado por sus torturas y abusos sexuales a las detenidas-desaparecidas. 

     Nelly Richard realiza una lapidaria crítica al modo en que Guzmán presenta la entrevista, enmascarada de “confesión”. A diferencia de Valenzuela, Romo nunca expresa culpa ni arrepentimiento. Por el contrario, sostiene que “lo que yo hice lo volvería hacer”. Richard acusa a Guzmán de buscar la “noticia espectacular”, el “suceso mediático”, omitiendo no solo la huella pública de los testimonios de las víctimas de Romo sino también “la violencia del escándalo que debería nacer de la confrontación verbal y ética entre una voz y otra”. El libro describe una escena de sobrecogedora confianza entre entrevistadora y entrevistado, y alimenta el afán exhibicionista de Romo, conocido entre los prisioneros por su deseo de que lo vieran y supieran su nombre. Richard sostiene que el libro de Romo convierte a la memoria en una “mercancía comunicacional” que busca el éxito de lo masivo y llama a no ceder al “efectismo del desnudamiento del recuerdo”. Concluye que debemos preservar formas de la irrepresentabilidad o de la impresentabilidad del recuerdo para evitar así caer en el amarillismo de cierto tipo de periodismo y en las trampas del mercado de la memoria.

     Más allá de las diferencias obvias entre uno y otro caso, quisiera proponer que de algún modo La dimensión desconocida repone todo lo que el libro de Guzmán omite: referencias concretas a las víctimas (José Weibel Naverrete, Lucía Vergara, entre otros), la culpa del “arrepentido”, y las formas de impresentabilidad del recuerdo opuestas a las memorias al desnudo que Richard llama a combatir. 

     Las partes ficcionales e imaginarias con las que Fernández acompaña el caso real de Valenzuela, no son otra cosa sino mediaciones que recuperan la distancia necesaria, acaso infranqueable, entre la confesión del torturador y los oídos que la escuchan. La misma narradora produce una suerte de cortocircuito en la escena imaginaria de la entrevista entre González y “Papudo”, para exhibir la artificialidad del montaje. Ella no es la destinataria original de las declaraciones del hombre que torturaba, pero le habla en segunda persona, lo interpela en la novela como si las palabras de Valenzuela estuvieran también dirigidas hacia ella. Hay un hacerse cargo de ese lugar penoso del que escucha o lee ese relato tremendo y desestabilizador, un lugar que es el que Fernández reserva de algún modo para su generación, aquella que como dice Billy Joel en los versos reproducidos en la novela en su inglés original, didn’t start the fire, No, we didn’t light it, but we tried to fight it.

JORDANA BLEJMAR

Profesora en artes visuales y estudios culturales en la Universidad de Liverpool, Inglaterra. Es Licenciada en Letras (UBA) y se doctoró en la Universidad de Cambridge. Investiga temas de memoria, fotografía, arte y literatura en Argentina y América Latina.