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HISTORIA / TESTIMONIOS

CLAUDIA BACCI



Voces de Chernóbil.
Crónica del futuro (2015)
de Svetlana Alexiévich

Voces-de-Chernobil

     Al comienzo de su libro, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, Svetlana Alexiévich señala que “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI. Un reto para nuestro tiempo. […] Y sin embargo, después de Chernóbil algo se ha vislumbrado.” A más de 30 años de esa catástrofe, el enigma continúa abierto.

     A comienzos de este año, la cadena HBO estrenó una miniserie (Chernobyl, cinco capítulos) inspirada en la obra de Alexiévich que recupera algunas de las verdades que llegaron a conocerse sobre la explosión de uno de los reactores de la Central nuclear el 26 de abril de 1986. Con mediciones de audiencia que se cuentan en millones a nivel mundial y rodeada de una gran controversia tras su estreno en Rusia -donde se acusa a HBO de deformar la verdad-, la miniserie retoma algunos de los tramos e historias más perturbadoras del libro de Alexiévich, aunque la relación con éste no es claramente referida en los créditos finales. Las imágenes y relatos de la miniserie y del libro no cierran el enigma de esos hechos, apenas nos ofrecen un resquicio, un ángulo posible desde el que tratar de comprender una forma del fin del mundo, así como la emergencia del mundo pos Chernóbil.

     ¿Pero cuándo fue la primera vez que oímos hablar de Chernóbil acá, en el sur del mundo? ¿Por qué Chernóbil le dice algo a este mundo-pos? ¿En qué idioma o con qué imágenes traducir “el mundo de Chernóbil”?

     Recuerdo la primera vez que oí la palabra en una canción de Los Redonditos de Ricota, Jijiji, que terminaba con el ulular de sirenas al grito de “¡Chérnobil! ¡Chérnobil! ¡Chérnobil!”, así, con el acento cambiado. Era octubre de 1986, en una ciudad de provincia, la canción imaginaba “una noche de cristal que se hace añicos”, una pesadilla real al final de nuestra primavera democrática. Los diarios hablaban del potencial destructivo de la radiación liberada en el accidente comparándolo con los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial: era 500 veces mayor.

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     En el Prólogo de La Condición Humana (1958), Hannah Arendt llamaba a “pensar en lo que hacemos” como una tarea impostergable para nosotres, criaturas terrestres, porque si bien el artificio humano es lo que separa a los hombres de los animales, la vida humana continúa ligada a la naturaleza de la misma forma que lo están todos los seres vivos.

     En este mismo sentido, Alexiévich cuenta en una entrevista concedida a Pilar Bonet para el diario El País de España en junio de 2019, que visitó Chernóbil apenas cuatro meses después de la explosión del Reactor nuclear 4, ocurrida el 26 de abril de 1986 (los trabajos de contención del desastre duraron más de un año, y continúan hasta el presente), y explica que de inmediato comprendió que no se trataba “del ser humano en la historia, sino del ser humano en el cosmos.” Fue en ese viaje que comenzó a tomar testimonios de residentes, soldados, médicos, entre otros, pero le llevó diez años completar el proyecto de este libro publicado originalmente en bielorruso con el título La plegaria de Chernóbil (1997). 

     Nacida en la inmediata posguerra en Ucrania, aunque reside desde muy joven en Minsk (Bielorrusia), desarrolló su carrera de periodista y escritora al compás de la Perestroika, mucho antes del Premio Nobel recibido en 2015 que la hizo famosa mundialmente. Sus seis libros publicados son independientes entre sí pero articulan un proyecto global que tiende un arco entre generaciones para recorrer algunos de los acontecimientos más importantes de la vida social y política de la ex Unión Soviética. Desde La guerra no tiene rostro de mujer ([1985] 2015) y Últimos testigos: Los niños de la Segunda Guerra Mundial ([1989] 2016), donde recoge las memorias de quienes atravesaron el periodo entre la revolución de 1917 y la Segunda Guerra Mundial, su obra llega hasta Los muchachos de zinc ([1991] 2016) y El fin del “Homo sovieticus” ([2013] 2015), en los que explora las encrucijadas del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991 a través de los relatos de los soldados rusos en la primera guerra de Afganistán (1979 a 1989) y de quienes vivieron el derrumbe de la URSS como una pérdida personal de sentido a la vez que el inicio de nuevas formas de la vida en común y de la política. Su apuesta es componer un mundo polifónico de voces y una historia de los afectos que modelaron esas experiencias, reactivando las capas de memorias y de olvidos, sin evitar ni subestimar la complejidad, la ambigüedad y las contradicciones de eso que llama “el alma ruso-soviética”. 

     Desde una perspectiva crítica de la ingenuidad narrativa, la escritora bielorrusa no busca recomponer una verdad que complete el relato sobre la catástrofe nuclear, sino mostrar sus grietas, sus contrasentidos, la carga de humanidad de esa tragedia. Si el pasado está perdido para siempre entre nosotros, contemporáneos de Chernóbil, necesitamos más que nunca de los relatos y memorias de testigos que nos vuelvan a mostrar el momento en que ese mundo, el que vivía a la vera de Chernóbil, se topó de golpe con su final. Esta es, creo, la gran a puesta de Alexiévich a lo largo de su obra, recuperar por la memoria lo que fue perdido, desguazado y colocado bajo un cofre de zinc y cemento, las vidas del pueblo, del común, en las ciudades y en el campo, durante el corto siglo XX que va desde 1917 a 1991 en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y hacerlo con una mirada ética y solidaria del sufrimiento.

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     La temporalidad demorada de la escritura de este libro de Alexiévich representa la densidad del esfuerzo de quienes testimoniaron así como su propio proceso de rescate de las voces silenciadas y omitidas, las palabras incómodas y las plegarias persistentes de quienes todavía viven bajo los efectos del desastre en la región. Aunque esos destinos son colectivos, la escritora prefiere trabajar las voces a la manera de una composición musical, un concierto donde las historias, las creencias, las desconfianzas, ilusiones, esperanzas y temores que se juegan en cada testimonio que recoge, vibran por sí mismas a la vez que integran la melodía general y le dan cuerpo. Emprende así un proceso de memoria que va y viene sin cesar de ese momento en que nada sabíamos del mundo pos atómico, hasta un presente en el que nuestra visión del mundo ha sido trastocada de forma irremediable, nuestro mundo es pos Chernóbil, pero también es del futuro, repite el coro de voces.

     Apenas una “Nota histórica” aporta algunos datos acerca de la construcción en la década de 1970 de la Central Nuclear “Vladimir Ilich Lenin” en la zona de Chernóbil, a pocos kilómetros de la ciudad modelo de Prípiat (Ucrania) –lugar de residencia de los trabajadores de la Central- y de la frontera con Bielorrusia. Esos datos de contexto sirven para delinear brevemente los hechos previos a la explosión y sus consecuencias políticas y sociales, junto con un “Epílogo” que cierra el libro con el presente de la región a comienzos del siglo XXI. 

     Como una especie de muñeca rusa al revés, Alexiévich nos lleva en un viaje desde lo más singular de la experiencia de esta catástrofe humana hacia las nuevas formas de solidaridad y movilización política que en 1989 tomaron la causa de las niñas y niños afectados de Chernóbil, y la conectaron con una Europa que aspiraba a mostrar la “cara humana” del capitalismo triunfante tras la caída del Muro de Berlín. 

     El conjunto de cuarenta y dos “Monólogos” y tres “Coros” que reúnen los testimonios recogidos se organizan en tres partes –“La tierra de los muertos”, “La corona de la creación” y “La admiración de la tristeza”-, enmarcadas por dos capítulos titulados “Una solitaria voz humana”. Estos dos capítulos sobre la “solitaria voz humana” recogen los testimonios de Liudmila Ignatenko, esposa de Vasili Ignatenko, uno de los bomberos de Prípiat que asistió a los primeros llamados desde la Central, y el de la esposa de un liquidador encargado de desconectar la electricidad de las casas de los pueblos alrededor, Valentina Timoféyevna Ananasévich. Estos dos testimonios dan la clave del libro, como aclara Ignatenko: “Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado”. Así, los horrores y la desesperación nos llegan arropados con palabras de amor, del amor por sus esposos, sus hijos e hijas, sus familias y vecinas, la tierra y las labores del campo, la vida tranquila de una ciudad lejos de la capital y también por la vida bajo el socialismo. 

     Alexiévich suele incorporar en sus libros alguna reflexión sobre la construcción de los testimonios, sobre las circunstancias de su trabajo de transcripción y montaje para construir la trama de testimonios –muchas veces anónimos, como en Los chicos de zinc– y asume en primera persona el tono y la responsabilidad del hilo narrativo. En este libro, su voz se hace presente en la “Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”, donde señala su distancia con “el mundo de Chernóbil”. Esta distancia es la que la lleva a recuperar esas voces, una distancia empática que quiere comprender ese momento en que se produjo una pausa en el mundo, “Un momento para la mudez”. Desde su lugar de enunciación se propone escuchar esa mudez, para luego intentar deshacerla con palabras que permitan decir todas las historias

Un destino construye la vida de un hombre, la historia está formada por la vida de todos nosotros. Yo quiero contar la historia de manera que no se pierdan los destinos de los hombres… ni de un solo hombre

     Los testimonios agrupados en diferentes “Monólogos” recorren así las emociones y reflexiones de innumerables testigos que revelan la confianza ingenua de la sociedad soviética en el “átomo trabajador de la paz” –en contraposición al “átomo bélico”- que permitía el desarrollo energético de la ahogada economía rusa, dependiente del carbón. También denuncian la burocratización de la ciencia aplicada y de las políticas de desarrollo regionales, como señala Zoya Danílovna Bruk, una inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza

Cada uno encontraba alguna justificación. Alguna explicación. Yo he hecho el experimento conmigo misma. Y, en una palabra, he comprendido que en la vida las cosas más terribles ocurren en silencio y de manera natural

     Otras voces destacan el heroísmo genuino de quienes se ofrecieron voluntariamente a trabajar en la zona de exclusión, así como el orgullo de quienes defienden la vida bajo el socialismo y se niegan a abandonar sus tierras pese al riesgo de vida. También se escuchan las voces de quienes no tienen otro lugar al que irse porque han llegado a Chernóbil escapando de guerras y crisis en otras regiones de la ex URSS. El apego a la tierra y a las pequeñas comunidades resuena a cada paso para rememorar un mundo que ya no tiene lugar, y también para imaginar el mundo después, como Anna Petrovna Badáyeva, residente en la zona contaminada, que narra

Cuentan que las ranas y las moscas se quedarán, pero los hombres, no. La vida se quedará sin los hombres. Cuentan cuentos y más cuentos. ¡Y al que le gusten es un bobo! Pero no hay cuento sin parte de verdad. Es una vieja canción.

     Cada una de las tres partes en que se agrupan los testimonios cierra a su vez con “Coros” en los que algunas voces ganan espesor y dramatismo. Estos coros son los de los soldados que asistieron como voluntarios o que fueron enviados a trabajar en la “limpieza” del Reactor sin conocer el peligro de la tarea, o que trabajaron como “liquidadores” en la zona, en el control de la evacuación de los habitantes, la eliminación del ganado y mascotas en las zonas de mayor radioactividad, y en el “entierro” en fosas de hormigón de los automóviles, efectos personales, casas y hasta la cosecha de las huertas. Habla también la voz coral del pueblo de a pie evacuado en tiempo récord. Finalmente, hablan las niñas y niños que recuerdan la evacuación, muchos de los cuales enfermaron por la radiación, que añoran a sus mascotas y los juguetes que debieron abandonar para siempre sin saberlo.

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     La zona de Chernóbil es una región boscosa atravesada por ríos, con una importante población campesina, mucha de la cual trabajaba diariamente y a medio tiempo en la Central nuclear. En 1986 la radiación se extendió por toda Europa, llegando incluso a algunas zonas del Pacífico. En 1987, el Reactor 4 fue cubierto con un “sarcófago” de hormigón construido sobre el núcleo cuando dejó de “arder”, y en 2016 se construyó una nueva cubierta de acero para contener las filtraciones radioactivas. Sin embargo, el Chernóbil de hoy tampoco puede ser traducido en un mero reflejo de los terrores que despertó en el pasado.

     Después de 33 años, pese a los pronósticos que anunciaban la inhabitabilidad de la zona de exclusión de Chernóbil, sus bosques están habitados por una importante biodiversidad, se recuperaron algunas especies amenazadas en Europa y se observan respuestas adaptativas de la fauna en la zona bajo control de Ucrania, tal como señalan las conclusiones recientes de un simposio sobre el impacto en el medioambiente de la exposición prolongada a la radiación. Este es el mundo pos Chernóbil que nadie imaginaba, un mundo poshumano que convive con las ruinas de la era nuclear y con las catástrofes que se repiten como si fueran por sorpresa (Bophal, Fukuyama, Brumadinho), como nos recuerda Alexiévich

Ha cambiado todo. Todo menos nosotros. (“Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”)

CLAUDIA BACCI

Profesora de teorías feministas y sociología, y estudios de memoria en las Universidades de Buenos Aires y Nacional de La Plata. Es socióloga e investiga temas de memoria, género y procesos de justicia en la Argentina y América Latina.