La Guerra de Crimea (1854-1856) enfrentó al Imperio de los Zares contra una alianza encabezada por otros imperios: el británico, el francés y el otomano. Tuvo características que anunciaron lo que iba a venir: las guerras mundiales, de hecho, inicialmente fue denominada la Gran Guerra, nombre que cedió a los sucesos iniciados en Sarajevo en 1914. Pero también tuvo rasgos que la asociaban a las que se habían desarrollado durante la revolución francesa y el expansionismo napoleónico.
Orlando Figes cuenta la historia de esta guerra, pero no es un libro de polemología -como la mayoría que ha tratado el tema-, sino que, este conflicto es una puesta en escena que le permite describir el punto en el que se encontraban las tensiones entre la permanencia del antiguo régimen y los impulsos de la sociedad de masas que pretendían abrirse paso sobre sus restos. Pero además no es una historia con héroes aristocráticos, como en los conflictos del pasado, sino del “Tommy del folclore (“Tommy Atkins”), que combatía valerosamente por el Reino Unido y ganaba las guerras pese a los catastróficos errores de sus generales”.
A diferencia de otros textos que tratan el tema, más orientados a la historia militar, diplomática, o la geopolítica, donde predominan fuentes británicas, francesas y en menor medida otomanas, Crimea presenta una gama de reservorios rusos que le otorgan una amplitud panorámica al libro que no tiene precedente.
Esta conflagración fue un evento de la era industrial y de la naciente sociedad de masas con todas las letras, en la cual además de las nuevas armas, se sumaron los ferrocarriles para el transporte de tropas y enseres militares, los telégrafos para comunicar y la fotografía para registrar, pero no fueron los únicos rasgos distintivos, ya que la masividad se proyectó sobre sus consecuencias, murieron unos 800.000 hombres producto de los proyectiles y las epidemias.
Si bien estuvo lejos de ser un conflicto generalizado como los que lo habían precedido en el ciclo revolucionario cerrado con la caída de Napoleón y los que vinieron después de 1914, el espanto que provocó nos lleva a dudar de calificar a toda esa fase como “Paz Armada”. Incluso el hecho que su nombre la reduzca a una península del norte del Mar Negro -donde si bien es cierto fue donde se realizaron los mayores combates, sobre todo el sitio de Sebastopol-, ese nombre no nos permite ver la amplitud geográfica que tuvo este conflicto que se extendió desde el Danubio, hasta el Báltico y el Cáucaso.
Fue la preocupación británica y francesa por la debilidad otomana, “el hombre enfermo de Europa”, y la expansión de San Petersburgo a costa de él, lo que impulsó este conflicto. Evitar y señalar al expansionismo ruso, para permitir y disimular el propio, es el núcleo de la lógica que guió el conflicto y contribuyó a forjar imaginarios nacionales tan necesarios para legitimar las políticas imperialistas. Los contrastes entre esas construcciones estaban al orden del día: el zarismo era la expresión del atraso y la autocracia, asimilable a cierto despotismo asiático, frente a naciones como Gran Bretaña, que se asumía como campeona de la libertad, a tono de los nuevos tiempos donde los europeos reinaban en el mundo.
Pero también fue una guerra religiosa connotada por el subtítulo de la obra en inglés “The Last Crusade” (la última cruzada) que sugiere las claves de lectura aportadas por el autor y que en la edición en español se transforma (“La primera gran guerra”) y que apunta hacia otro aspecto inmerso en el texto, el preludio de la “era de la catástrofe”.
La Gran Guerra está determinada por la debilidad del Imperio Otomano -asediado por dentro y por fuera-, cuestión que le permitió a Moscú, finalmente legitimar su pretensión de ser la tercera Roma, liberadora de Tierra Santa y protectora de los pueblos cristianos ortodoxos -como enseñaban los patriarcas desde los púlpitos-, frente al Sultán musulmán que los subyugaba y controlaba.
Sin embargo, el cariz religioso de esta guerra, como lo señaló Figes, fue un contraste entre estos deseos del Zar Nicolás I y los de las potencias occidentales que no lo vieron de ese modo, ya que protegieron al Sultán Abdülmecid I y garantizaron sus propios intereses, además aportaron al fomento de la rusofobia en occidente y, como el rechazo y contraparte ineludible de esa percepción, el fortalecimiento del pensamiento eslavófilo en Rusia.
El rechazo a los rusos como producto de la Guerra de Crimea dejó una marca profunda en la identidad nacional inglesa: “… Para los escolares, fue un ejemplo de la actitud del Reino Unido, que decidió luchar contra el Oso ruso para defender la libertad… La idea del hombre común corriendo a prestar ayuda a los débiles contra los tiranos y los matones se convirtió en parte del relato esencial del Reino Unido…”
Pero esa imagen tuvo su contraste en Rusia, ya que la idea de la traición Occidental por el apoyo a un reino musulmán en contra de otro cristiano, reforzó al pensamiento eslavófilo frente a los sectores liberales con los que se disputaban la construcción del futuro. Aquella corriente fuertemente antioccidental, pero cuya base era el romanticismo alemán, convivió con las necesidades de modernización que este conflicto dejó como lección al zarismo y sobrevivió, no sólo al siglo XIX, sino también al XX y XXI, como lo señaló el propio Figes: “El recuerdo de la guerra de Crimea sigue suscitando profundos sentimientos de orgullo ruso y de resentimiento contra Occidente… [/] … La reputación de Nicolás I, el hombre que condujo a los rusos a la guerra de Crimea en contra del mundo, ha sido redimida en la Rusia de Putin. Hoy, por orden de Putin, el retrato de Nicolás I está colgado en la antecámara del despacho presidencial en el Kremlin.”
Muchos de los conceptos, que registramos en esta obra regresan a nuestra mente para tratar de entender la guerra en Ucrania. Pero esa vuelta no es a una copia exacta de lo que aconteció, se ha reformulado; por ejemplo, los sectores eslavófilos de ayer, hoy se ven reducidos a la defensa del “mundo ruso”, y, la alianza decimonónica anglo-francesa que buscaba garantizar la hegemonía inglesa en el pasado, ahora se metamorfosea en la OTAN y su expansión para ser el aval de la norteamericana.
Si bien la historia no se repite, la lectura de Crimea de Figes alimenta un atractivo deja vú a la luz del conflicto bélico más promocionado de la actualidad, que nos proporciona ciertas claves que hemos esbozado aquí y que son ineludibles para comprender qué es lo que acontece y cuáles son las señales para abordarlo.
Es profesor y licenciado en Historia, doctor en Relaciones Internacionales (UNLP). Su investigación se concentra en el estudio y análisis de Política Exterior Argentina y de Historia Contemporánea. Es Profesor Titular Ordinario de Historia General VI y del Seminario de Historia Comparada del Siglo XX de la Maestría en Historia y Memoria (FaHCE-UNLP). Ha publicado libros y artículos en revistas especializadas.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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