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CINE/HISTORIA

MARCELO SCOTTI


Historia(s) del cine (2007)
de Jean-Luc Godard

historias del cine (1)

Dos o tres cosas sobre Historia (s) del cine y sobre su autor

 “¡Ay, amigos míos! Es la noche la que se pregunta en mi. ¡Perdonad mi tristeza! Ha llegado la noche. ¡Perdonadme que la noche haya llegado! Así hablaba Zaratustra.”

 

Friedrich Nietzsche   

      Una historia del tiempo del cine mostrada en cuatro manos, como cuatro palmas abiertas al cielo de un atardecer cuyos restos de luz se resisten a extinguirse. Godard expone la historia al tiempo del cine y explora las huellas que llevaron a su generación a ser la primera en enfrentarse con el tiempo a través del cine y a entender el cine como materia única de su tiempo. El enfant terrible de aquella nueva ola parricida y a la vez filiatoria ha devenido en un anciano mítico que sigue combatiendo las mistificaciones y que se empeña en situarse siempre en un sitio impreciso o no del todo definido, incluso respecto del lugar de su generación en la historia del siglo –del cine-: los primeros que la narraron, los que se encontraron a sí mismos en la mitad de la historia y sólo a través de esa historia que, de Manet a Auschwitz, es “la cuestión del siglo XIX que se resolvió en el XX”, “pero quién entre los mortales es capaz de descubrir semejante huella”. Tal vez, y sólo tal vez, el que al explorarla –de hoy hacia ayer- la puede seguir trazando.  

     Y si se resiste a la decepción y a la letanía, no deja sin embargo de auscultar en la caída del mayor ídolo del siglo XX lo que cae con él de las promesas de un nosotros que el cine había traído al tiempo como una prenda de su amor por el mundo. Las salas oscuras como reductos de los imaginarios traicionados por lo real de la Historia; la grandeza de los creadores anunciando fatalmente la grandeza de los destructores; las imágenes de las resistencias al horror que traen al mundo la redención que sólo es posible si podemos soñarla; los signos que los poetas y los poetas malditos imprimieron en una cultura que se obstina en –ya casi- no significarlos. De Thalberg a Hitchcock, de Griffith a Rossellini, el cine se ha ocupado de soñarnos y de vernos, de cuidarnos como un hermano mayor, de exponernos y contrastarnos con los fantasmas que se proyectan en la sala oscura, de hacernos parte de una historia más grande, más universal y por eso mismo más ilusoria. Y si el siglo del cine asesinó al cine como a su hijo dilecto, si ha decidido sacrificarlo en el altar de una realidad opaca y maciza, la televisión ha venido a saturar de insignificancia un tiempo en el que las imágenes se hacen cada vez más cerradas, más claras y completas. ¿Será posible seguir preguntándole al mundo con el lenguaje del cine por qué se alejan las imágenes de las promesas hasta ya no poder expresarse mutuamente? Godard no lo afirma pero no lo cree ya, se remite una y otra vez al tiempo hermoso de esa insólita orfandad que les permitió a él y a sus compañeros de aventuras narrarse y narrar ese descubrimiento glorioso e infinito de un arte y de sus descubridores –o sus primeros historiadores- y resplandece aún en su mirada y en su poesía el misterio de niño grande que ha encontrado a sus padres fuera de la casa, de la familia, de las filias consagradas y que ha conocido al mundo y a la historia por medio de ese retazo brillante y oscuro que, como un agujero negro, atrae hacia sí el universo para devorarlo y seguir expandiéndolo ante nuestros ojos y con nuestros ojos. 

     Pensamiento del mundo hecho imágenes en el tiempo, pensamiento del tiempo hecho imágenes del mundo: en esta elegía del gran pensador de cine murmuran y canturrean aún las imágenes de sus memorias y lo que ellas guardan en silencio, en sus huecos y en sus pliegues, en sus vacíos y también, claro, en los supuestos que le atribuimos a toda memoria erudita, eso de lo que el propio autor es certeramente consciente. La (s) historia (s) de Godard se hacen de imágenes propias cuya presencia fugitiva e inasible conforma una materia inclasificable entre la poesía visceral de su autor y lo que esas imágenes dilectas de filmes, de seres, de recuerdos de filmes y de seres, de genealogías intrincadas, retorcidas y luminosas portan como registro de su tiempo y como promesa de otro tiempo que sólo se puede invocar avanzando hacia el pasado, siguiendo las imágenes que acechan las palabras y que acechan en las palabras de una memoria sublime.  ¿Quién si no Godard podría cerrarnos los ojos de esta forma para que viéramos con él lo que aún resplandece en aquellas películas que no se habían visto aún y que se amaban tanto justamente por eso? ¿O en las que se habían visto por primera vez, porque nadie las había visto aún como un enigma, como esa otra verdad sobre la historia, la más deslumbrante y enceguecedora, la de la ilusión más verdadera? 

     Cuatro historias de amor por el mundo que el cine inventó para que lo imaginemos como posible y entonces como pasible de ser otro. No hay aquí cronologías, series ni corrientes, no hay elaboraciones sistematizadas ni senderos precisos; dejarse llevar de la mano de Godard por este poema ensayo hipnótico y abrumador implica aceptar sus derivas, sus evocaciones abstrusas, sus destellos y sus tinieblas, recorrer con él los recuerdos que se enhebran en una visión única e insustituible y rememorar imágenes que nunca se vieron o que nunca se vieron así: otras, fragmentarias, pálidas, frágiles, divididas, huecas; y que siguen allí observándonos, esperando de nosotros que estemos -aún- a la altura de lo que en ellas nos prometíamos. 

 

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     Me reencuentro con esta escritura unos meses después de la muerte de Godard. Había elaborado por encargo este pequeño texto que procuraba una imposible reseña de sus Historias (s) del cine y que se resignaba, al cabo, a traducir algunas de mis impresiones. Ahora todo resulta un poco más abrumador, incluyendo la noticia de su muerte asistida, que el hombre se cuidó muy bien de que fuera difundida como su última voluntad. Godard llevaba varios años retirado del mundo, ermitaño y solitario, como lo probó la frustrada visita que Agnès Varda le dedicaba en Visages, villages, su hermosa película de 2017: Jean Luc le dio cita a su amiga de toda la vida en su propia casa, pero no la atendió cuando Agnès se presentó a la entrevista que proyectaba incluir en el film, todo lo cual ella nos cuenta con un poco de enojo, bastante tristeza y también con el respeto a la amistad de décadas que los unió. Es difícil imaginarse dos posturas más opuestas al final de sus vidas: Agnès, también nonagenaria, corriendo mundo cámara en mano y con un joven artista callejero de ladero, conociendo y celebrando personas, vidas, historias, rostros, lugares; Jean Luc encerrado en el laboratorio de su memoria, donde, a pesar de todo, el devenido vieil terrible seguía filmando, o, para decirlo con precisión, seguía haciendo películas. Dos de las últimas, la notable Adiós al lenguaje (2014) y El libro de las imágenes (2018) llegaron incluso a estrenarse en salas comerciales argentinas; pero en sus últimos años Godard fue sobre todo objeto de adoración cinéfila, culto extendido hasta el reciente festival de Cannes en el que se estrenó un avance de su último film, Drôles de guerre ese que nunca existirá y que, tal vez, hubiera sido un ensayo experimental dedicado a un poeta surrealista belga expulsado del partido comunista en 1937. Toda la escena se parece mucho a una parodia o, como en el título, una broma sobre la obra de Godard y su lugar en ese altar, de la que el autor muy probablemente fuera consciente, más allá de la seriedad con la que seguía encarando sus obras finales. Más allá de esta adoración tan obvia como desbordada, la figura de Godard -y su legado- se remonta sobre un horizonte que permanece lejano, sigue resultando inaprensible, esquiva, distante, como puede comprobar cualquiera que se le anime a algunas de sus películas de la década del ’60 –Masculino- femenino, El soldadito, La chinoise, Dos o tres cosas que se de ella…-, que hoy parecen hechas por un viajero del tiempo; o a sus escritos sobre cine que son, mucho más que eso, textos intempestivos de filosofía sobre la historia del siglo XX. Al paso de las muchas décadas desde que levantó la mano por primera vez con Sin aliento, en Godard y en su obra habita una obstinación que no hemos podido aún delimitar o con la que no llegamos a emparejarnos. No se trata del gesto provocador con el que se identificó –a- su generación, tampoco de esa rebeldía juvenil, altisonante e iconoclasta cuyas nuevas olas se lavaron bastante pronto y se marcharon con las sucesivas mareas del tiempo; se trata, más bien, de una carrera de resistencia contra la cultura o, si se quiere, una carrera en la que resiste la contracultura de esa juventud que vio acaso por última vez eso que se llamaba el mundo y que yo no sabemos cómo designar. El más lúcido y más libre -¿pero qué significa hoy esta palabra?- de aquellos jóvenes viejos seguirá desafiando nuestra percepción ciega y plana de cosas y de seres, preguntando insidiosamente luego, antes, ahora, entonces, cuánta crítica soportamos y cuál nos atrevemos a seguir imaginando. 

MARCELO SCOTTI

Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.