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LIITERATURA/FEMINISMO


PRESENTA: LUZ SALAZAR


Letras argentinas (1937)
de Roberto Giusti

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Recuperar la voz coral de las poetisas de comienzo de siglo, como la ha llamado Delfina Muschietti, requiere no sólo adentrarse en un telar de textos repartidos en múltiples publicaciones, trazar genealogías, indagar revistas para la mujer y el hogar, revisitar secciones femeninas, escuchando o leyendo, en palabras de Hélène Cixous, aquello que las mujeres tienen para decir cuando no hay nadie alrededor para corregirlas.

 

Involucra también emprender y reemprender lecturas anexas, críticas amistosas o cargadas de odio, suaves palabras bondadosas de mujeres, que buscan legitimarse por medio de una red sororal de reseñas y comentarios benignos, exaltadas oposiciones de haters masculinos. Es en esta búsqueda que me encontré con la reseña que comparto, abriéndoles la puerta a la densidad de un campo de opiniones, citas, redes, apoyos, legitimaciones y cancelaciones.

 

En este caso, se trata de Giusti y de Nosotros: una revista cultural particularmente longeva, que se publicó en Buenos Aires entre 1907 y 1943, y un escritor, crítico literario, político y profesor militante del socialismo, que nació en Italia en 1887 y murió en Argentina en 1978

Sobre: La Mujer y su expresión (Victoria Ocampo, 1936), Domingos en Hyde Park (Victoria Ocampo, 1936) y Geografías (Margarita Abella Caprile, 1936)

     Muchos libros que hubiera deseado leer, de los recibidos en 1936, las exigencias de la vida no me han permitido abrirlos hasta estas vacaciones: —los llamo así porque dicen que lo son para algunos—.  Quisiera en éstas responder a tanto cortés envío y cumplir con lo que debo a NOSOTROS, siquiera con unos pocos artículos de conjunto, dedicados a las expresiones más significativas de la poesía, la prosa narrativa y el ensayo, en el año que acaba de morir. Y puesto que por algún lado hay que empezar, me ha parecido que no sería sino muy propio hacerlo por la obra de dos mujeres a las cuales no puedo menos que vincular en mi mente, por el común linaje de espíritu y la especie de sus preocupaciones intelectuales. No me atrevo a ampararme de consabido “noblesse oblige”, porque no sé si al cederles el paso por mera cortesía de varón, no las heriría antes que halagarlas. Pues precisamente se trata de dos mujeres que sin renunciar a ser íntimamente femeninas, traducen en su conducta y su pensamiento el firme propósito de ser intelectualmente iguales al hombre, y como tales tratadas. Que por mi parte yo se lo concedo sin ambages, no siendo más que justicia.

     Victoria Ocampo nos ha ofrecido en el año dos pequeños libros, digo, libros personales, porque no quiero ahora ocuparme de la admirable obra de difusora de cultura que ella realiza con la revista Sur y las ediciones anejas. Son libros que por compendiar sus pensamientos y sus inquietudes de los dos últimos años, nos exhiben su personalidad tal como es ahora en su bella madurez. Margarita Abella Caprile, la delicada poetisa, ha reunido en otro, bajo el título de Geografías, las “notas de viaje” antes publicadas en La Nación. Dos inteligencias, dos sensibilidades de distinto grado y naturaleza; pero con cierto “resentimiento” igual ante la vida, y de ahí, en una común actitud espiritual frente a algunas cuestiones que tocan al papel de la mujer en la sociedad. Inteligencias ambas, ávidas de conocimiento, a quienes gusta dar vuelta en torno a los hechos y las ideas, y penetrarlos, si bien viene. 

     Quede aquí, sin iniciarse, el paralelo; que me ha de guardar muy bien de hecho entre quienes son valores personales tan dispares. 

     Es Victoria Ocampo sin duda una de las mujeres más inteligentes de cuya convivencia podemos gozar y enorgullecernos los argentinos. Bastaría apreciar en justicia lo que ha hecho como “animadora” de empresas artísticas, para asignarle una jerarquía espiritual de excepción; pero ella hace mucho más que servir de intermediaria entre las más altas o interesantes manifestaciones del pensamiento y el arte universales, y nosotros, pues, también piensa por su cuenta, y cada día en forma más definida, y para mí, más simpática. Ha alcanzado ya la independencia del pensamiento que no es privilegio sino de muy pocos, y ciertamente no la ha alcanzado sin esfuerzos ni mortificaciones, pues no se escribe así como así, cuando se es mujer, y “de apellido”, y argentina, algunos de los ensayos contenidos en La mujer y su expresión y Domingos en Hyde Park, sin sufrir algunas molestas consecuencias del atrevimiento. Lo que, en lo tocante al pensamiento, no podría decirse aún de Margarita Abella Caprile, pues si la libertad y variedad de los movimientos de aquél nos muestra su extrema ductilidad, no se nos ofrece enteramente emancipado de ciertas gravitaciones tradicionales que a algunos puede parecernos prejuicios. 

     Victoria Ocampo tiene la pasión de las ideas. Su juego favorito es asediarlas y entrar en su ciudadela, cueste lo que cueste. Y sabe ponerles asedio, rodeándolas y estrechándolas en una prosa que es de buena ley, prosa clara, sobria, directa, de frecuente intención humorística, casi enteramente libertada de influencias gramaticales y léxicas francesas, proeza singular, en quien nos contaba hace cinco años en una bellísima confesión, hasta qué punto fué prisionera del frances hasta los veinte, por culpa de la educación recibida, y cómo se produjo su penoso descubrimiento del español, al que un tiempo aborreció y desdeñó, “lengua admirable, resplandeciente y concisa” –son sus palabras de entonces— a la que ella se esfuerza en restituirle su alma.

     La ensayista es una infatigable viajera y lectora, siempre codiciosa además de comunicarse con hombres de acentuada personalidad intelectual, y no se entienda simplemente ilustres, porque no padece la inocente vanidad de la señora que quiere tener un salón bien adornado de cabezas tituladas y franqués condecorados, sino hombres de fuerte individualidad característica. Como tal ha conocido mucho mundo y ahora ha construído su casa con anchas ventanas que miran a todos los puntos cardinales desde las cuales es grato asomarse con ella sobre tantas cosas o seres curiosos o extraordinarios. Margarita Abella Caprile, que en el largo y variado itinerario de sus Geografías, ha divisado tantos horizontes nuevos, también está a  punto de construirse la suya, abierta a todos los vientos, como corresponde a “quien lleva en las venas un atavismo de abuelos navegantes”. 

     Si yo volviera a pasear aquí con ellas a través de los cambiantes paisajes de sus libros, físicos o espirituales, podría desplegar ante los ojos del lector innumerables aspectos del mundo o del alma, sumamente interesantes y hasta merecedores de detenernos a contemplarlos un largo rato; pero esta excursión daría a mi artículo un carácter puramente descriptivo que no es de mi agrado. ¿Quiere el lector conocer a Mussolini, visto a un metro de  distancia por una mujer inteligente? ¿repensar a Gide junto con una su lectora ferviente? ¿conocer a una singular media docena de desconcertantes fundadores de religiones o sectas místicas, ante las cuales no sabe la ensayista, cautamente respetuosa de cualquier inquietud y afán, si sonreír o ponerse seria? ¿conversar con quien se entiende de ello, de arquitectura moderna? ¿de nuevos estilos de vida? ¿de hombres excepcionales? ¿de nuevos libros apasionantes? Lea los ensayos de Victoria Ocampo, éstos y los anteriores suyos, sobre todo desde Testimonios. Y si quiere conocer países apenas entrevistos en los libros y crónicas de viaje, hallará multitud de coloridas vistas caleidoscópicas, de vivaces apuntes de turista, de graciosas anécdotas, de punzantes observaciones, en Geografías de Margarita Abella Caprile, libro fragmentario  y misceláneo, que muestra bajo diferentes facetas, al pintor costumbrista, al moralista  y al poeta que hay en esta joven escritora. Todo tratado con ligereza elegante, sin profundizar demasiado, como conviene a quien es solicitado por tantas impresiones fugaces y no pretende hacer sociología. 

     Pero lo que a mí más me ha interesado en las tres colecciones de artículos y notas que comento, es la actitud de las autoras con relación a la condición de la mujer. He ahí dos espíritus originales y fuertes, ciertamente, resueltos a proclamar la emancipación de la mujer de la tutela masculina, en cuanto esta signifique el sojuzgamiento de Eva, convertida en sirvienta, muñeca o instrumento de placer. Sus acentos tienen casi siempre el tono de la protesta contra quienes desconocen el derecho de la mujer a expresar con libertad su esencia específica e individual. Margarita Abella Caprile se contenta con poco para la mujer argentina, no más que con lo ya conquistado en otros países de más alta cultura: ser la compañera del hombre, tratada por él como igual; ni como “enemiga adorable e inaccesible” ni como amiga accesible y despreciable. Y esa igualdad e independencia las pide con el fin de realizar sus posibilidades espirituales, no ya para hacer de ellas uso indebido. Habla por su boca la mujer de clara percepción y sano juicio, segura de sí misma, que descubrió y gustó el inmenso placer de sentirse un ente libre, con derecho a poder viajar por todo un continente sin otras trabas que las del decoro, sin ser llevada forzosamente de la mano por un lazarillo o vigilada por una “dueña”. Pienso como ella y deseo para todas las mujeres argentinas tamaña reivindicación, aunque surgen a la vista de cualquier observador imparcial que a muchas, no acostumbradas a beber de esa copa, se les suben enseguida los vapores a la cabeza y vacilan y dan traspiés. Pero éstos son seguramente defectos del aprendizaje. Me he preguntado muchas veces por qué aquí a las mujeres que escriben les da generalmente por singularizarse en su vida, sin conservar la humildad de los demás mortales, y me he dado esta explicación. La mujer, particularmente argentina, hasta ayer no escribía sino por rarísima excepción, y menos frecuentaba los círculos intelectuales, cuyas puertas le quedaban herméticamente cerradas. Para poder publicar versos, frecuentar redacciones y “ateliers”, asistir a banquetes literarios, merecer la amistad de los artistas ¡qué triunfo, qué placer! Y como todavía gozan de él tan pocas privilegiadas, ¿no será que comparándose ellas con la masa de las mujeres relegadas a los quehaceres sin brillo del hogar o a las obligaciones grises del empleo, se sienten seres de excepción a los que nada está vedado? El hombre ya se ha acostumbrado por una experiencia nada reciente a saber si él escribe, pinta, esculpe o compone música, con él lo han hecho y lo hacen millones y millones de seres semejantes y su natural orgullo encuentra en esa reflexión casi siempre un freno. Sin embargo  no tiene otro origen  psicológico la melena, la corbata y el chambergo bohemios, florecientes en las épocas románticas, de reacción antiburguesa. Todo es cuestión de acostumbrarse a poseer talento sin abusar de él. 

     En Margarita Abella Caprile no hay angustia, sino una legítima protesta y una admonición  a los argentinos para que dejemos de esclavizar impertinentemente a nuestras compañeras. En Vitoria Ocampo hay una impaciente rebelión contra la limitación social que el sexo impone y una angustiosa búsqueda de los caminos por donde la mujer ha de redimirse de la sujeción milenaria en que ha vivido, por donde saltar por encima del “no” que el hombre opone a sus exigencias má vitales. Cuando se refieren a la Argentina, una y otra, Victoria y Margarita, hablan el mismo lenguaje casi con iguales palabras. “Nuestro ambiente, que conserva todavía la suspicacia primitiva de la viveza, no ha establecido aún la diferencia que existe entre el noble concepto de libertad y la idea inferior de libertinaje…”— escribe Margarita. “Cuando ella reivindica su derecho a la libertad, los hombres interpretan, juzgando sin duda por sí mismos y poniéndose en su lugar: libertinaje” —declara Victoria. Y luego define con palabras que se dan la mano con las de su culta amiga: 

     “Por libertad, nosotras, las mujeres, entendemos responsabilidad absoluta de nuestros actos y autorrealización sin trabas, lo que es muy distinto. El libertinaje no tiene ninguna necesidad de reivindicar la libertad. Puede uno entregarse a él siendo esclava.”

     No caeré en la fácil tentación de objetarle que no todas las mujeres tienen la cabecita bien hecha como Victoria Ocampo, porque me figuro que ella me contestaría que para cabezas mal conformadas, las de muchísimos hombres, los cuales no obstante, gozan de una ilimitada y mal aprovechada libertad. 

     En lo que no estoy enteramente de acuerdo con la autora de La mujer y su expresión es con su comprobación personal de que “hasta ahora la mujer ha hablado muy poco de sí misma, directamente”, pues por ella lo han hecho los hombres a través de sí mismos. Lo segundo es cierto; lo primero discutible. Ya las mujeres han hablado bastante de sí desde Safo a Marcellina Desbordes Valmore y a todas las apasionadas amantes; desde Santa Teresa a Eugenia de Guérin, a María Bartkisef, a Vitoria Ocampo. Cuando Karen Michaelis publicó hace cosa de un cuarto de siglo La edad Peligrosa, leí que al fin una mujer se confesaba realmente, pues hasta entonces, hasta para hablar de sí mismas, les habían pedido prestada a los hombres la idea que de ellas éstos se forman. Lo cual es posible en cierta medida; pero que dicho así comporta una evidente exageración. ¡Vean que es disparate esperar a Karen Muchaelis para conocer lo que son algunas mujeres hacia los cuarenta años! Lawrence, pongo por caso, sin ser mujer, también ha expresado muy bien a la que fue para los provenzales la dulce enemiga. ¿Y no sabrá expresar a su sexo la autora de Mrs. Dalloway? Verdad que Victoria Ocampo piensa particularmente en las dificultades que encuentra para esa expresión sincera la mujer sudamericana, y ya esto es más posible. Que no se resigne tan fácilmente, le aconseja; que se atreva a interrumpir el monólogo del hombre, hasta llegar naturalmente al diálogo. Es justo y no es mucho pedir. No escuchamos en estas páginas a la feminista barullera que quiere invadir el terreno del hombre, sino a un ser que reclama que el hombre no invada el suyo. No se trata de una rebelión sino de una protesta, de una reclamación firme de derechos enajenados, hasta alcanzar la conciliación perfecta, de donde derivará una más estrecha unión – así lo esperamos. 

     “Que un grupo de mujeres, por pequeño que sea, tome aquí conciencia de sus deberes, que son derechos, y de sus derechos, que son responsabilidades: tal es mi voto restringido y ardiente” –escribía Victoria Ocampo en el pasado junio, cerrando uno de sus últimos ensayos. Y agregaba a modo de conclusión: “Si las mujeres de ese grupo pueden responder de sí mismas, podrán responder dentro de poco de innumerables mujeres”. 

     Este es todo un programa de acción que debe ser meditado por los seres a quienes más directamente interesa. Pero cuidado que él envuelve el sacrificio de muchos prejuicios, que al pasar toca Victoria Ocampo en este ensayo y en otros artículos suyos. Envuelve en el pensamiento de la autora también un ¡alto ahí! gritado a la guerra, monstruosa invención de los hombres, pero fomentada por la ignorancia, la vanidad o la pasibidad de las mujeres. No sé que nadie haya expresado esta culpa de las mujeres con más trágica verdad que Andrés Latzko en uno de los cuentos de sus Hombres en la guerra. ¡Si ellas no la hubiesen querido! (sic.) Pero ellas la quisieron, para adornarse el sombrero con un héroe! 

     Victoria Ocampo no se contaría entre ellas. Lo declara allí donde, tratando la abominación y necedad de la guerra, proclama la necesidad de que la mujer aclare y transforme la conciencia del hombre-niño que se complace en ese juego destructor; así como antes lo había pensado azorada y perpleja frente al férreo Mussolini, al mirarle en los ojos el amoroso orgullo con que educa y organiza una magnífica juventud en flor, para… ¿para qué, oh incógnita terrible de mañana? 

     Bien se ve que estos ensayos, atacan, por la vía de la emancipación de la mujer, “las raíces mismas de los males que afligen a la humanidad femenina y, de rebote, a la humanidad masculina”. Son, pues, una obra de bien. Aún cabría escarbar en ellos mucho más; pero no siento inclinación por estos comentarios marginales que participan del parasitismo, cuando ni siquiera tengo nada que oponer a los argumentos y sentimientos del texto glosado. Por lo que cierro esta nota agradecido a las dos gentiles escritoras que me han permitido conversar con ellas algunas horas bien empleadas. 

Nosotros, año II, número 3, segunda época, enero de 1937

LUZ SALAZAR LANDEA

Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente trabaja en la misma Universidad como becaria de investigación del CONICET en el área de literatura argentina contemporánea, y como docente de literatura en el nivel secundario.