TOMÁS SCHULIAQUER
Jasmila Žbanić nació en Sarajevo en 1974. El año importa porque allá las fronteras y los países son, todavía hoy, territorios en disputa. Nació en una ciudad de la República Federal Socialista de Yugoslavia, vive en la capital de Bosnia y Herzegovina. Una conclusión evidente es que los nombres de las ciudades duran más que los de los países. Žbanić es la directora bosnia contemporánea más importante: en 2006 ganó el Oso de Oro en Berlín por Grbavica, y en 2021 su película Quo Vadis, Aida? fue nominada al Óscar a mejor película de habla no inglesa. En 2023 dirigió un capítulo de la serie de HBO The last of us que tenía a Pedro Pascal de protagonista. Es, podemos decir, una directora mainstream, una cineasta exitosa.
Žbanić vivió la desintegración de Yugoslavia y las guerras bosnias entre sus 18 y 22 años, y su ciudad estuvo sitiada durante casi cuatro años, el sitio más extenso de las guerras modernas. Su cine es un ensayo, una indagación individual y colectiva sobre cómo un país puede existir después de una guerra si esas heridas no se enfrentan, si los traumas no se colectivizan, si no se enfrenta el pasado, si no hay juicios para los genocidas. Es decir, cómo puede seguir adelante un país si sus habitantes se enfrentaron entre sí, vecinos, amigos, compañeros de trabajos, de escuela, con un nivel de violencia y crueldad difíciles de comprender. Cómo puede continuar un país con un acuerdo de paz transitorio que, treinta años después, sigue sin resolverse. El cine de Žbanić se pregunta si pueblos que vivieron una guerra con matanzas y crímenes de lesa humanidad equiparables al nazismo, pero entre vecinos de un mismo barrio, y que no asumen sus responsabilidades ni juzgan a los culpables, pueden continuar hoy siendo parte de un mismo Estado Nación. Bosnia y Herzegovina reúne a bosnios, serbobosnios y bosniocroatas: ¿cómo conviven víctimas y victimarios, pueblos que niegan la existencia del otro, que quieren exterminar a su vecino o, en el mejor de los casos, expulsarlo de su territorio?
For those who can tell no tales (2013) es una de las películas menos difundidas de Žbanić. El título, que no fue traducido al castellano pero podría ser “Por aquellos que no pueden hablar”, alza la voz por los muertos de la guerra y los sobrevivientes que, por el trauma, el miedo o el olvido forzado, no pueden trasmitir su experiencia. Si la guerra corta la posibilidad de comunicación, el cine de Žbanić asume el lugar de ser polea de transmisión de experiencias o de, al menos, indagar en su falta. Es un cine que anuncia, que señala, que pone en primer plano los silencios.. Y ahí, en esos silencios, en ese trauma, se zambulle.
Una bailarina australiana lee el libro más famoso del único premio nobel yugoslavo de literatura: Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric. El libro cuenta la historia de un puente construido en el siglo XVI para unir Bosnia con Oriente, en la época que ese territorio estaba bajo el dominio del Imperio Otomano. Vale contar, a riesgo de confundir, que la narrativa nacionalista épica serbia encuentra su punto cúlmine en la Batalla de Kosovo de 1389: ahí los serbios perdieron contra el Imperio Otomano. Pero fue una derrota repleta de heroísmo, miles de ciudadanos serbios que defendieron su territorio frente al avance de un ejército imperial que lo duplicaba en número. El libro cuenta la historia de Visegrad desde la construcción del puente en el siglo XVI, casi doscientos años después de esa derrota serbia, hasta la caída del Imperio Austro Húngaro en el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914.
La bailarina australiana lee la novela y, como cualquier lector que agarre el libro de Andric -podríamos decir que lo mismo me pasó a mí-, se obsesiona con el puente, se enamora de Visegrad, de las noches de los hombres que fuman y toman café en la kapia mientras discuten los destinos del pueblo, el pequeño hotel y el bar, el mercado. Entonces decide visitar Visegrad, un pueblo que le debe la mayor parte del escaso turismo que recibe al libro de Andric. En el camino, lee en la guía turística de Bosnia y Herzegovina sobre Vilina Vlas, un hotel spa, y llama por teléfono para reservar. Durante el día recorre el pueblo, cruza el puente, saca fotos, pero esa noche tiene pesadillas y no puede dormir, sufre, vomita, se descompone. Tiempo después, ya en Sidney, sigue sin poder olvidar esa noche y averigua sobre el hotel: descubre que durante los primeros meses de la guerra fue un centro de tortura y violación de más de doscientas mujeres bosnias, que luego fueron asesinadas. El puente, de hecho, fue sitio de violación pública de mujeres, así como de tortura y fusilamiento de bosníacos que después eran tirados al río Drina. Lee, también, que el puente se había vuelto intransitable por la cantidad de sangre y cadáveres que había. El comandante a cargo de esa región, por parte del ejército serbobosnio, fue Milan Lukic, que participó y organizó muchas masacres y hoy está preso, condenado en La Haya por crímenes de lesa humanidad.
Visegrad, en la Bosnia oriental, está en la frontera con Serbia y por eso fue uno de los primeros pueblos que el ejército serbobosnio ocupó. El proceso de ocupación y conquista de los pueblos durante las guerras bosnias tenía un funcionamiento similar: las tropas, con equipamiento y financiamiento del gobierno central de Yugoslavia, avanzaban sobre la ciudad, quemaban las mezquitas y, con aprobación y participación de las minorías serbobosnias que allí vivían, identificaban a la población bosnia, violaban mujeres y las asesinaban, a los varones los torturaban y los mataban. Los pocos bosnios que lograban sobrevivir se exiliaron hacia el oeste y, cuando podían, a otros países. Por eso, Visegrad pasó de ser un pueblo con dos tercios de población bosnia a tener menos de la décima parte: antes de la guerra ahí vivían 22 mil personas -15 mil eran bosnias-; al terminar la guerra la población bosnia era de menos de mil personas. Hoy, esos territorios, si bien integran el Estado Nación de Bosnia y Herzegovina, están dentro de la República Srpska, territorio serbobosnio fundado durante las guerras de los ‘90. Por eso, no pareciera haber construcción posible de una memoria colectiva común: los serbobosnios que asesinaron, violaron y mataron, hoy gobiernan esos territorios. La comunidad internacional habla de etnocidio y genocidio -y así fueron juzgados por la Corte Internacional de La Haya los etnocidas y genocidas-, pero esos lugares hoy son gobernados por los descendientes de esos vencedores. Hay un relato que sirve para justificar las atrocidades cometidas: los serbobosnios sostienen que hace más de seis siglos viven dominados por los bosnios, que ocuparon su territorio y los esclavizaron durante los cinco siglos de dominación del Imperio Otomano. Esos siglos de ocupación justifican, en el relato, la expulsión de todos los bosnios de esa tierra. Los serbobosnios no estarían ocupando sino recuperando su territorio.
La turista australiana, una protagonista externa al conflicto, una viajera, nos pone a nosotros, que miramos la película a más de diez mil kilómetros de distancia, en su lugar, nos hace empatizar con ella. La australiana, como en una película de terror donde el protagonista vuelve a la noche a la casa embrujada, decide volver a Visegrad meses después de su primera visita traumática. Antes había llegado en verano, durante un festival de música, había sol y la gente nadaba en el río Drina. Ahora es invierno, el pueblo está vacío, hay un auto de policía que la sigue, un serbobosnio que la mira torcido y también parece acecharla, el puente está nevado, las aguas oscuras bajan turbias.
En 70 minutos Žbanić construye el presente de una guerra congelada. Quizás está bien aclarar que en las guerras bosnias no hubo una rendición, un bando ganador y otro perdedor. El nivel de las matanzas -en su mayoría de los serbobosnios sobre el pueblo bosníaco- fue tan escandaloso que la Unión Europa y Estados Unidos no pudieron seguir negando lo que sucedía. La Masacre de Srebrenica en julio de 1995 fue definitiva: probó la incompetencia de las Naciones Unidas, el silencio cómplice de los países europeos y de Estados Unidos, el desamparo del pueblo bosníaco -sobre la masacre, Žbanić hizo la gran película Quo Vadis Aida?-. Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, convocó a los presidentes de Serbia, Croacia y Bosnia para que se dividieran los territorios y firmaran la paz. Después de tres semanas de disputas y debates, cuando parecía incluso que no había acuerdo posible, se logró la firma de un tratado transicional hacia una administración de paz futura. Esa división de territorios y de formas de gobierno todavía perdura: cada cuatro años se eligen tres presidentes, uno serbio/cristiano ortodoxo, otro croata/católico, otro bosnio/musulmás, que se alternan entre sí cada ocho meses. Es decir, durante los cuarenta y ocho meses que dura el mandato, cada presidente gobierna dieciséis. Para confundir, porque es confuso, y para complejizar, porque es complejo, la gran parte de los serbobosnios viven en la República Srpska, que es el 49% del territorio al interior de Bosnia y Herzegovina, un país que no reconocen como propio. La mayoría bosnía convive en el otro 51% del territorio, la Federación de Bosnia y Herzegovina. La “General Paz” de Sarajevo es una de las fronteras internas entre República Srpska y la Federación de Bosnia y Herzegovina. Cruzar la avenida que divide ambas Sarajevos implica el cambio de alfabeto, de los nombres de las calles, de banderas -de un lado la de Bosnia y Herzegovina, del otro la de la República Srpska, muy similar a la de Serbia- y, lo que es más impactante, de los graffitis callejeros. Es habitual ver en estas fronteras internas urbanas símbolos ultra nacionalistas e independentistas serbios. En una esquina, en la división de esa “General Paz” que, vale aclarar, es angosta como una calle de mano simple, hay un mural enorme de Ratko Mladić, el comandante del ejército serbobosnio durante las guerras de los ‘90, condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. De un lado de Sarajevo, Mladić es criminal y uno de los máximos responsables de la muerte, tortura, violación y exilio de decenas de miles de personas, familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo. Del otro, un héroe popular nacional, libertador del territorio, defensor del nacionalismo serbio.
For those who can tell no tales cuenta una historia que parece sencilla: una turista viaja a un pueblo, sufre de insomnio, vuelve a su país, y se va de nuevo. Žbanić incorpora un elemento externo -nuestra turista australiana, es decir, nosotros-, y nos permite preguntarnos qué significa la paz, cuál es la importancia de las políticas de memoria, cómo se firma un acuerdo de paz, cómo se cuenta la Historia, cómo se recompone un pueblo, qué límites tienen las fronteras, cómo convivimos entre humanos, entre pueblos, cuántas voces pueden hablar y cuántas no, qué secuelas silenciosas tenemos en nuestros territorios, cómo podemos procesar los traumas sociales, cuánto puede un pueblo, cuándo termina una guerra.
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