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CINE

ROBERTO PITTALUGA


Días perfectos (2023)
de Wim Wenders

dias perfectos

     ¿Se puede hacer una lectura política de Días perfectos, de Wim Wenders? Leo algunas de las críticas, muchas muy elogiosas, otras, en cambio, levantan ásperas objeciones, más allá de valorar —tampoco demasiado— la capacidad fílmica del director. Como suele suceder, opiniones encomiásticas y objetoras coinciden en buena medida en los aspectos que destacan, aunque ofreciendo valoraciones contrapuestas en términos interpretativos.

     Empiezo de modo impresionista. El film, además de bello, resulta casi incomprensiblemente reparador, en contraste con los tiempos que corren. ¿De dónde proviene esa capacidad de transmitir placidez, incluso reconstrucción del alma? Muchas de dichas críticas celebran ese retrato aparentemente simple de la vida cotidiana, que valora cada aspecto de la misma, encontrando un sosiego y un placer tanto en la labor diaria como en los momentos de ocio, incluso como si el modo de desempeñarse y disfrutar en el trabajo fuera la condición de posibilidad de un ocio gratificante. Quienes la objetan señalan algo semejante pero dando cuenta del valor negativo de la explotación: una suerte de alienación de nuevo tipo bajo el régimen laboral del capitalismo tardío que mientras deposita el destino del individuo en su completa autonomía, a la vez exige un tipo de actitud positiva frente al trabajo, incluso frente al trabajo más adverso —astucia para aprovechar cada momento, flexibilidad para combinar tareas, espontaneidad para ser uno mismo, disponibilidad aventurera para vivir plenamente-.

     El personaje principal, Hirayama, del que la cámara no se despega, es un trabajador de limpieza de los baños públicos de Tokio. Realiza su labor con esmero, pulcritud y responsabilidad, saliendo al alba en su pequeña furgoneta multiuso para iniciar su recorrido diario. El resto de cada día, lo que se denomina “tiempo libre”, son momentos plácidos y agradables que provocan deleite en el protagonista: recorrer en su vehículo una ciudad casi vacía cuando se dirige al trabajo mientras escucha canciones de los años 60 y 70, leer al anochecer, contemplar los árboles mientras descansa entre turnos o desde su ventana, mantener delicadamente su jardín en el interior de una vivienda minimalista y sistemáticamente organizada, tomar fotografías con una “vieja” cámara analógica para luego descartar algunas y ordenar las otras en un minucioso y vasto archivo, observar con atención los movimientos danzantes de un vagabundo. Tan placenteros son esos momentos —y la más que destacable actuación de Kōji Yakusho así como la dirección componen con destreza ese placer— que los días son efectivamente perfectos —tan perfectos como la composición entre las imágenes y la música que las acompaña, incluyendo ese tema de Lou Reed, Perfect Day, que sirve también de nombre para el film. 

     Como también ha señalado la crítica elogiosa, este placer del protagonista parece provenir de un saber estimar todo aquello que se aloja en lo rutinario, aquello que no contemplamos ni apreciamos porque estamos obligados por los mandatos de la productividad, el consumismo y el éxito, por el vértigo de los días. Para algunos críticos, esa capacidad para dar cuenta de las posibilidades de felicidad que se alojan en lo cotidiano, en lo repetitivo y rutinario, proviene de la cultura del servicio y del bien común propia de la tradición japonesa, o sencillamente de la “nobleza de los japoneses”. Con un sesgo menos “orientalista”, esa felicidad derivaría, dice la crítica, de un modo de comportarse ante la rutina y la repetición, ya sea trabajando como artesano dedicado que afronta esa tarea como novedad, ya sea aceptando esa vida de austeridad sin renegar de ella, para poder entonces encontrar la belleza de cada momento ordinario, sin esperar que nada extraordinario pueda suceder, gozando del ahora, como se dice y repite en una parte del film. El propio director confirma estas críticas, cuando señala, en una entrevista, que lejos de entregarse a la repetición que te convierte en víctima, se trata de vivir el momento como si nunca se lo hubiera hecho con anterioridad. Así, la rutina dejaría de ser rutinaria, la repetición repetitiva, y la belleza de cada momento, de cada situación, de cada persona y de cada objeto, podría desnudarse ante nosotros. Es la enseñanza del komorebi, palabra de la lengua  japonesa para referir a esas apariciones subrepticias que se revelan cuando la luz se filtra a través de las hojas danzantes de los árboles, dando lugar a un baile de sombras y de formas imprevistas. No dejarse doblegar por la cotidianeidad rutinaria por la vía del komorebi: un modo otro de vivir la mundanidad bajo el régimen del salariado. Contrariamente, quienes se distancian de una valoración positiva del film, toman todos estos aspectos señalados como una nueva sumisión del trabajador a dicho régimen, aspectos que la película romantizaría, olvidando el tipo de trabajo  —limpiar baños públicos— y la vida económicamente ajustada del protagonista.

 

     Sean de aprobación o de rechazo, estas críticas del film—al menos las que leí— son interpretaciones válidas, legítimas y perspicaces, incluso, en el caso de las primeras, en sintonía con la perspectiva del director. Aquí, ensayaré otra interpretación, con la intención de construir otra constelación con los signos que el film propone. 

     ¿Cómo se logra esa placidez frente a lo rutinario? O, de otro modo ¿cómo se hace estallar la rutina para transformarla en novedad cada día? Ante el film, los espectadores asistimos a escenas repetidas, no exactamente iguales, pero semejantes: leer un libro antes de dormir, escuchar música de camino al trabajo y la misma frase del mesero al servir, tomar las monedas para adquirir el café de la mañana en la máquina expendedora y llevar los rollos a revelar, regar las plantas y visitar la librería, afeitarse (y retocar el “anacrónico” bigotito, dice Monteagudo) y muchas más. ¿Qué las hace, de todos modos, escenas distintas cada vez? O mejor, ¿por qué nos atrae volver a verlas?

     Una “extraña armonía”, como si algo quedara sin responder, “un misterio que el film decide sabiamente mantener como tal”, dice Luciano Monteagudo. Voy a sostener que las posibilidades de hacer distinto lo repetido se yerguen sobre una inversión que realiza el protagonista respecto de la lógica maquínica del capitalismo. Esa inversión atañe a la temporalidad misma, y por tanto, a una completa refiguración de lo que llamamos “cotidianeidad”, que así puede abrirse al komorebi.  

     Hirayama realiza la limpieza con escrupulosidad, incluso con demasiada prolijidad, pues mantiene con ese trabajo una relación diferente de la demandada, para no sucumbir al mero salariado. Le dedica el tiempo estipulado, realiza las tareas encomendadas, pero aplica una dosis de “producción propia”, digamos artesanal, que es, por ello, antropogenética. Al hacerlo, invierte la relación entre lo humano y la maquinaria: no se deja reducir a mero apéndice del instrumento y de ese modo evita el shock an-estético del trabajo asalariado bajo el capitalismo. Hirayama tiene cierto control sobre su medio de subsistencia, pero eso exige una separación, la construcción de un mundo aparte. Así, por ejemplo, el protagonista guarda una relación puramente formal con los usuarios, no intercambia palabra alguna con ellos, se retira cuando ingresan en medio de las tareas de higiene y se queda rígido como una estatua en el exterior, como invisibilizado, como mimetizado con la estructura, esperando volver a su tarea. El mundo de Hirayama no tiene más que conexiones insustanciales con los usuarios corrientes de las instalaciones urbanas, salvo en el caso de un niño perdido y el personaje anónimo con el que juega a distancia al ta-te-ti —dejándose la jugada escrita en un papel semiescondido en uno de los baños. Y es este control parcial sobre el mundo del trabajo el que le posibilita convertirlo en un territorio lúdico, movimiento de desvío que expresa que se trata también de un campo de batalla. La cual adquiere fisonomía en el único instante de ira del protagonista, momento en el que pierde las formas amables: es cuando su compañero de trabajo renuncia y él debe extender su día de trabajo hasta el anochecer, corriendo de una instalación a otra, lo cual experimenta como desarticulación de su forma de vivir en tanto se reconfigura la organización del tiempo de cada día. La ira se vierte en ultimátum a la empresa (al capital): lucha a muerte por el tiempo.

     Para no ser un recurso humano, o peor, un capital humano, lo que el protagonista pone en juego —y aquí está una importante dosis del placer— es su propia temporalidad, su organización del tiempo de cada día, que entonces hace de cada momento uno pleno, en el que una subjetividad puede desplegarse en la atención a todo eso que bajo la mirada del orden social son “pequeñas cosas”. Pero ni leer, ni deleitarse con la música, ni observar o interactuar con la naturaleza o a las personas son cosas pequeñas, que debieran hacerse en los ratos “libres”. No es la mera atención a lo bello de lo rutinario sino la conversión completa que implica la abolición de lo rutinario, su conversión por medio de su inscripción en tanto parte de la armazón de otra forma de vida, de “otro mundo” —en los términos que el film enuncia. La inversión de Hirayama consiste en vivir sin “tiempos libres” —esos que debemos rellenar con algún entertainment— para habitar una temporalidad de real libertad —cuyas formas expresivas recorren en innumerables momentos el rostro de Yakusho, animan cada paseo o traslado en bicicleta, se muestran en las tomas en las que la furgoneta del protagonista avanza plácidamente, sin obstáculos, en sentido inverso al del atascado tráfico. 

     La contracara de la inversión de Hirayama es el plegado sin dobleces de su compañero de trabajo a la temporalidad y la vida de la modernidad capitalista; un joven obsesionado con la medida —todo y todos pueden calibrarse en una escala de 1 a 10— y por ello con el dinero. Nada puede suceder sin dinero, afirma, ni siquiera enamorarse. En la lógica del capital (humano) en la que este joven trabajador ha quedado condenado no hay lugar para relaciones amorosas verdaderas; todas sus relaciones están medi(a)das por el dinero. 

     ¿Cómo es que Hirayama puede decidir sobre el tiempo cotidiano? O, de otro modo, ¿de dónde surge esa capacidad de dar forma perfecta a sus días? El protagonista parece estar solo, vive solo, se moviliza en soledad, no parece tener relaciones, casi no habla, y recién muy avanzada la película nos enteramos que tiene una sobrina, y una hermana con la que ya no se ve. Sin embargo, si interpretamos el film de modo alegórico, podríamos comprender qué tipo de comunidad es la que habita Hirayama: es la que forma con sus plantas, con los árboles —“el árbol es tu amigo”, le dice su sobrina en un pasaje, y él responde afirmativamente luego de pensarlo unos segundos— con la música (y por ello con Nina Simone, The Animals, Otis Redding, Lou Reed y Patti Smith, entre otros) y con las letras (y así con Patricia Highsmith, Aya Kōda y William Faulkner), pero también con los comensales y con la dueña del pequeño restaurante que frecuenta. En esos espacios, Hirayama habla, conversa. No está solo, sino que está en una comunidad que apenas es visible desde las sociabilidades de la modernidad capitalista tardía, sociabilidades para las cuales la vida de Hirayama resulta extraña, anticuada, incomunicada (el protagonista casi no habla, se comunica sobre todo gestualmente, como si habitara otra lengua). Esa extrañeza es la misma que al mundo digitalizado le produce el universo analógico de Hirayama —mundo libre de pantallas, sin televisión, computadora o teléfono celular— al que entonces des-califica por anticuado. Pero no se trata de alguna línea temporal, por la cual el protagonista quedó anclado en ese pasado de los 60/70, o aun antes; se trata, como decíamos, de una temporalidad otra —es el anacrónico bigotito que menciona Monteagudo. Cuando esa temporalidad toca el universo digital, puede producir una conversión: es el afecto que manifiesta la joven que se ha deleitado (y ha conocido) a Patti Smith en la cassette de Hirayama, y que en lugar de buscarla en su celular, quiere volver a escucharla en el andar de la furgoneta, en ese soporte “arcaico”, en ese universo paralelo. Es también el juego de sombras, y sus superposiciones, junto al ex marido de la propietaria del restaurante.

     Así funciona también la cámara analógica que su sobrina Niko ha atesorado —regalo del propio Hirayama— y que la conecta con esa vida que su madre no puede explicarle, que su madre no comprende. Cámara que Niko (anagrama de Kino) resguarda como interrogante sobre su propia vida, al debatirse entre la herencia familiar (opulenta familia burguesa que vive en los barrios acomodados y que exige su reproducción) y el legado de ese tío que puede dar acceso a otra forma de vida. “Es una buena chica”, le dice Hirayama a su hermana, pero ésta dice no estar segura, señal de la desconexión entre ambos mundos que ha obligado a la joven a fugar de uno para conocer por su propia experiencia el otro —incluso deseando limpiar baños. Al dialogar con su sobrina, Hirayama afirma que existen muchos mundos, algunos de los cuales no tienen conexiones entre sí. La pregunta de la sobrina —“¿cuál es mi mundo?”— queda en suspenso, tensión narrativa del film. Y así como ella debió fugarse para encontrar a Hirayama en “otra” ciudad, entendemos que el protagonista debió también fugarse de su destino burgués, renunciar a esa vida para poder darse los días perfectos. En el origen del mundo de Hirayama hay una renuncia (dolorosa por los afectos que debe dejar atrás) que es la que posibilita la inversión. Del mismo modo que Hirayama no es un ser anti-tecnológico (Wenders lo expone como un trabajador de la más moderna tecnología aplicada al “buen vivir”), no se trata de una renuncia a las riquezas y a las suntuosidades ni una declinación de los bienes materiales en nombre del ascetismo, sino un dejar atrás un modo de vivir, una elección relativa a la autonomía, a ser sujeto de su propia historia. Historia propia que requiere una comunidad desde la que realizarla que no puede configurarse con las subjetividades y los dispositivos tecnológicos tal como están dados en la modernidad tardía.

     Esa otra comunidad que sostiene su forma de vida implica un saber mirar, tanto a través de las hojas de los árboles por las que asoma la luz de un mundo que de otro modo no sería accesible, como en esas otras sombras compuestas de memorias y sueños a través de los cuales —gracias a la fotografía difusa de Donata Wenders— se van paulatinamente constituyendo los rostros —la humanidad— de sus amistades y amores. Saber mirar, también, a esos otros y otras con los que sostener una relación solidaria, amistosa, aun a la distancia. Saber mirar a través del juego de sombras que son las huellas que vamos dejando, un komorebi de nuestros pasados, un resplandor de nuestras historias. Un saber mirar que se edifica desde una posición de separación, de desidentificación —la fuga— respecto del modo de vivir que, incluso en las comodidades de esos baños de diseño artístico y provistos de la última tecnología, no deja de alienarnos y someternos a esa temporalidad que combina vértigo y paralización. La mirada de una singularización, de Hirayama, la de los versos del poema canción Perfect Day de Lou Reed:

“it’s such fun

just a perfect day

you make me forget myself

I thought I was someone else

someone good”

ROBERTO PITTALUGA

Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).