MARCELO SCOTTI
Valiosísimo rescate de la editorial catalana Gatopardo, se publica por primera vez en español una obra de Víctor Serge que reconstruye su experiencia en la cárcel francesa entre 1912 y 1917. Escrita en el exilio interior impuesto por Stalin, durante su primera deportación dentro de la Unión Soviética sobre finales de los años veinte, esta obra permite ampliar el registro de una biografía extraordinaria, la de un hombre que dedicó su vida a combatir contra los poderes de la explotación, de la desigualdad y de la tiranía, participó en muchas de las revoluciones de su tiempo y, mientras militaba y trabajaba por la construcción de la sociedad sin clases, escribió entre el ensayo, la historia, la ficción y la autobiografía, una obra multifacética que gana en espesor y consistencia al paso de las décadas y que constituye, además, un testimonio de un tipo de militancia humanista y disidente que parece perdida entre los pliegues de la historia contemporánea.
Pero no es así: basta recorrer las páginas de Hombres en prisión para sentir la proximidad de esa voz y de esa escritura, su tesón irrenunciable contra la iniquidad del mundo, la constante insumisión de su pensamiento. Un libro que, a más de diez años de su liberación, recuerda el paso del autor por las cárceles francesas, acusado, con razón, de ser miembro de una célula anarquista y condenado a cinco años por no delatar a sus compañeros. El joven Serge entra a La Santé con 22 años y sale de prisión a los 27, en el curso de su cautiverio estalla y se prolonga la primera guerra mundial y se produce la revolución rusa, una y otra experiencia histórica se registran en el libro desde el anómalo punto de vista de quien se encuentra privado de la libertad, incomunicado con el exterior y sólo informado fragmentariamente de las noticias del mundo: a esa escena histórica dislocada, entre la agonía brutal de la Europa decimonónica y la promesa de igualdad proletaria, sale Víctor Serge en 1917 para formar parte de la rebelión contra el (des) orden de un mundo que parecía entonces prometido a la revolución política y a la justicia para los trabajadores.
Más allá del contexto y de su lugar en la obra de Serge, Hombres en prisión es una pieza inclasificable en la que se anticipan con justeza y discreción muchos de los elementos que unas décadas más tarde compondrían el sistema Foucault para analizar y pensar las instituciones de encierro, su forma y su función en la modernidad. Serge es un observador atento, fino y riguroso, es, también, un prisionero. Y esta doble condición compone un punto de vista singularísimo en el que conviven la experiencia, la reflexión y la sistematización de ciertas constantes que organizan la vida en el inframundo carcelario, la propia, la de los compañeros y las de los carceleros de distintas jerarquías con los que convive a lo largo de los años.
“El ritmo mecánico de la jornada repetido ad infinitum produce una automatización casi indolora de la existencia. La campana incita en seiscientos reclusos los mismos gestos a la misma hora precisa. Estos gestos no tardan en dar lugar a una rutina individual” (V.S. Hombres en prisión, p.135).
La forma de la máquina carcelaria, sus normas infantiles y embrutecedoras a la vez, los procedimientos administrativos y físicos que se imbrican en una política de arrasamiento de los sujetos se registran en este texto a una cierta distancia de la experiencia, lo que le permite al autor no sólo dar cuenta de ella sino también calibrar con precisión una idea que subyace a su relato: este universo de exclusión, encierro y castigo es una parte necesaria del orden de este mundo de explotación y de desigualdad y sólo podrá eliminarse cuando este orden sea destruido: la cárcel es entonces el epítome de las instituciones modernas forjadas por y para el capital, la más perfecta y la más perversa, la garantía última de su funcionamiento y de su reproducción. Lo notable de esta idea, labrada aquí con materiales documentales puestos al servicio de la vocación del novelista, es que Serge compone en su escritura la lógica en la que se inscribe el monstruo sin dejar de retener el asombro por su forma, y no renuncia nunca a narrar a los sujetos y a los modos en que, hermanados o enfrentados en el infierno, defienden aquello de humanos que se les procura arrancar: la amistad, la solidaridad, pero también el odio, las miserias personales y la resistencia a una soledad que vacía las almas y los cuerpos de todo deseo.
“La muela de la cárcel tritura lenta e insensiblemente, tan pronto se quiebra la primera resistencia del ser. Y como ‘uno se hace a todo’, también se hace uno a esta vida al ralentí, al compás de la campana… El hombre cree emplear el tiempo, cuando es este el que lo devora. La realidad es demasiado concreta para dar verdadero miedo. A veces hace falta un gran esfuerzo de la imaginación para entender hasta qué punto es opresiva.” (V.S. Hombres en prisión, p.137)
Una significativa alteración interrumpe el relato de Serge del desquiciante ritmo monótono de los días a la sombra: condenados por desertores, los hombres que huyen de ese otro infierno, el de las trincheras de la primera guerra mundial, agradecen el cobijo de un techo y una comida regular: no se quejen demasiado, les dicen a sus nuevos compañeros, aquí al menos la muerte es lenta y el cuerpo se conserva entero para el ataúd. A la luz de esta continuidad histórica de la punición y la destrucción, no es extraño que Kafka escribiera en 1919 En la colonia penitenciaria, la más extraordinaria pieza literaria sobre el orden de la prisión y sus sentidos más ominosos.
En la edición en español de Hombres en prisión se hace referencia a una publicación original del texto en Bélgica en 1930, pero no hay precisiones sobre el momento de la escritura. Las fechas hacen posible suponer que Serge haya escrito esta memoria de la cárcel poco antes de su extraordinaria novela El caso Tuláyev, inspirada en el célebre “caso Kirov”, que desató la fase más intensa del terror bajo el estalinismo. Publicada póstumamente en 1948, su trama describe con minuciosa precisión el funcionamiento de la maquinaria represiva estalinista a través de un delicado ejercicio de ficcionalización de hechos y personajes claramente reconocibles de la historia soviética. Más allá del tiempo de la escritura, Serge registra el funcionamiento de la lógica paranoica e impiadosa de este poder normalizado que aplastó la revolución: triturados por el sistema de la delación y las conspiraciones fraguadas, los sujetos se debaten por encontrar sentido a una violencia que los vuelve objetos, piezas descartables que sirven a la reproducción del sistema, residuos de un orden que no podría funcionar sin producirlos para descartarlos. Cuando, desde 1928 y a la par de Trotsky, Serge confronta con las políticas del estalinismo, revive, al otro lado de la promesa revolucionaria a la que dedicó toda su vida, la experiencia de la prisión burguesa en Francia: perseguido y desechado por el poder será deportado, dentro y fuera de la URSS, silenciado e incomunicado. Sólo salva su vida gracias a una campaña internacional en su favor que consigue expatriarlo en 1936. Como su amigo León Trotsky -de quien se había distanciado políticamente en los últimos años, pero cuya amistad siguió cultivando-, murió en el exilio mexicano en 1946, en un confuso episodio callejero del que su hijo sigue culpando al propio Stalin.
La cárcel fue también para algunos cineastas del período en el que escribía Serge un espejo nítido y preciso del orden social. En 1931, René Clair realizó -¡rodando algunas escenas en la mismísima Santé!- la más libérrima de las obras sobre la prisión moderna: Para nosotros la libertad (À nous, la liberté), una comedia agridulce de gracia suave en la que sus protagonistas, un par de amigos reclusos que intentan huir de la cárcel, se separan y se reencuentran después de hacer y deshacer fortuna y terminan marchando felices alejándose del orden social que proclama un mundo de máquinas incesantes -las de la cárcel, las de la fábrica-. De este film, cuyo filo crítico, feliz y ligero resulta hoy una auténtica y deliciosa rareza, sacó Chaplin la línea narrativa central de Tiempos modernos (Modern times, 1936) y el plano imborrable con el que se cierra su película más famosa.
Sorprende al paso del tiempo esta unidad de lugar en la que tres artistas diferentes piensan los fundamentos de las sociedades en las que viven, experimentando u observando de cerca, incluso a través de los múltiples reveses de la comedia, cómo lo que encerramos y a quiénes encerramos en las prisiones y los modos y tratos con los que encerramos reflejan el funcionamiento del afuera en el que vivimos presumiéndonos libres. Orden, vigilancia, represión, repetición, marcación rigurosa del tiempo… Serge, Clair y Chaplin podían aún invitarnos a salir de la jaula mostrándonos que las rejas desbordaban las prisiones, había entonces una revolución por hacer o un margen de libertad que se podía alcanzar más allá de la cárcel, de la fábrica, de la empresa y del dinero. No se trataba de una crítica contemplativa ni desesperanzada, las obras que realizaban incidían políticamente en la visibilidad de los mundos existentes e imaginaban otros posibles. Al paso del tiempo, casi un siglo después de estas visiones intra y extramuros, sorprende la actualidad de sus planteos y la vigencia de ciertas impresiones que, desde el interior mismo de los sistemas de reclusión y castigo alumbraban el conjunto de lo social: para Clair, incluso en el abismo profundo de la gran depresión, el dinero y su búsqueda se volvían la más astuta de las prisiones, la que separaba a los hombres entre sí y los sometía a una brutal despersonalización; allí donde reina el capital no hay otro afecto que el de la ganancia, la competencia y la explotación de los otros, no hay amistad, juego ni memoria de lo común. Para Chaplin, la promesa de bienestar que encarnaba ese capitalismo de fábricas y de cárceles se volvía fantasía absurda o la más burda de las utilerías de las que solo cabía alejarse tomados de la mano. Para Serge, desde el pozo más oscuro de la institucionalidad moderna, la cárcel es, como para nuestros cineastas, la otra fábrica o el lado oscuro de la gran máquina que hacemos funcionar cotidianamente a las luces del día: “Silencio absoluto, perpetuo, impuesto a hombres que trabajan conjuntamente, arrebatados conjuntamente a la vida, oprimidos conjuntamente.” (V.S. Hombres en prisión, p.137)
Hace falta, como escribía Serge, “un gran esfuerzo de la imaginación” también para seguir escrutando las sombras que proyecta la máquina para distinguir y disputar ante ella aquello que nos sigue diferenciando y que nos permitiría enfrentarla colectivamente.
Es profesor en las carreras de Historia y de Ciencias de la Educación en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP y es docente de la FLACSO Argentina. Ha publicado recientemente el libro Transficcional, para abordar el malestar en las prácticas socioeducativas, a través del cine en diálogo con el psicoanálisis.
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