FRANCO DE LA FUENTE
La protagonista de esta novela es una talentosa actriz travesti de renovado éxito que no logra ni le interesa interpretar un personaje amigablemente sociable en su vida cotidiana. Con pasado en la prostitución, irradia una impunidad con la que parece hechizar y seducir a cada hombre que se cruza en su camino. ¿No llegó más lejos de lo que alguna vez pensó? La heladera equipada para el paladar gourmet de su atractivo -y sin mucho sabor- marido, la comodidad de una cama que no siempre quiere compartir y un fin de mes siempre lejano. Llevando una vida con un esposo y un hijo adoptado, parece haber intentado domesticarse a sí misma.
Llenos de contradicciones, la autora nos hace empatizar y condenar con la misma facilidad a cada uno de los personajes adultos. Se les puede ver la carne, sentir la piel. Son cercanos. La ausencia de nombres en la historia intensifica esta experiencia.
Si bien la actriz se lleva todas las miradas, quisiera detenerme en el personaje más tangible de todos: su padre. Su presencia, sus pocas acciones y sus muchas omisiones mantienen una influencia significativa para su hija. A medida que la historia nos presenta a este sujeto, nos damos cuenta de que algo de él nos resulta familiar. Describe a personas que conocemos, o al menos a parte de ellas. Familiares, vecinos, amigos. Incluso algo nuestro. Es sencillo pintarle un rostro.
Reñido con la pulcritud, con los partidos políticos y con las amistades, pero con una dieta vegetal libre de agrotóxicos. Adentrado en años, embustero de anécdotas, con aires nihilistas y con alma gitana, pareciera que la vida no le enseñó a demostrar más afecto de aquel que sintió alguna vez por su difunto perro “Malevo”.
Vive solo, compartiendo el tiempo con su huerta y con alguna muchacha que cae en sus garras por un breve tiempo. Lejos está de ser el vecino más querido del pueblo. En el interior de su anárquico reino fluye el caos: herramientas desperdigadas, cadáveres de maquinarias y una flora que desconoce la prolijidad. El orden de su mente.
El vínculo que mantiene con su hija está atravesado por la falta de comprensión y a menudo lo que parece ser aceptación. Algo parece no decirse. ¿O es simplemente la imposibilidad de poder establecer una relación de iguales, de conectarse emocionalmente? Intentó corregir a su hija en la niñez cuando comenzó a indagar en el uso de prendas tradicionalmente femeninas, no asistió a su graduación ni estuvo en las butacas en su estreno, le daba más dinero a su hermano que a ella, olvidó su cumpleaños. La protagonista confiesa que en su protocolar abrazo recuerda que “está sola en el mundo”.
Su tosquedad y ansías de control sofocó dos matrimonios. Su primera compañera, a quien supo amar más cuando lo abandonó, es la madre de su hija travesti. Cansada de su cotidianidad grisácea, de la falta de fuego -de la que también carece el marido de su hija- y de que se gaste más dinero en la quiniela y en mujeres que en su propia familia, le dijo adiós para intentar empezar de nuevo. Nunca fue capaz de ahorrar lo suficiente para comprar un lavarropas que aliviara el arduo trabajo de su esclavizada esposa: “Y después me pregunto por qué me dejó…” se lamenta. Tras él, la vida de la mujer cambió. Tarotista, desnudista, empoderada, sacia su deseo con un carpintero veinte años menor. Pero esa es otra historia.
La segunda, madre de su segundo hijo varón, no tuvo la fuerza o el tiempo necesario para también dejarlo. La finitud de la vida la sorprendió cuando preparaba el almuerzo de doscientos chicos en el comedor del colegio donde trabajaba: no aguantó más los injustos e intensos reproches de su marido, que le señalaba sus supuestas faltas en los deberes domésticos a través del celular.
Pero no todo es brusquedad y hostilidad en el padre. Existen fisuras en su caparazón de concreto que dejan entrever una sensibilidad escondida. Cuando la protagonista tenía seis años y aun su estética se alineaba a los patrones socioculturales hegemónicos que debe desempeñar un varón, le regaló, junto a la madre, dos cabritos que acababan de ver nacer. Pronto, el hijo y los animales establecieron un profundo vínculo. “Pinki y Dinki”, los bautizó. Dormían y se divertían juntos, hasta que la pobreza se interpuso en la relación. Un día, el niño volvió del colegio y ya no encontró a sus amigos de cuatro patas. Sus padres los habían sacrificado para poder subsistir. Le dijeron que se habían ido a ayudar a Papá Noel, pero terminó descubriendo la verdad. El pequeño estuvo dos días sin hablar y sin comer, hasta que el padre le bajó los pantalones a cintazos para que aprendiera a no preocuparlos. Esa noche el padre, mientras masticaba la amargura de creer que ese castigo le había dolido más a él, se dio cuenta de algo: ese día su hijo había dejado de creer en Papá Noel, y todo había sido culpa de la pobreza.
A los 20 años, su hija, ya identificada como travesti, fue brutalmente atacada en el pueblo por cinco personas que intentaron matarla. La aparición salvadora de un borracho de la zona ahuyentó a los violentos y le permitió seguir respirando. La policía, ejerciendo una práctica habitual, cuestionó a la víctima: “No tendría que andar solo vestido de mujer”. El padre, indignado, prometió incendiar la comisaría si los culpables quedaban libres de cargos. No era una amenaza. El miserable puñado de meses a los que fueron condenados los agresores le generó una sensación de injusticia que lo carcomía. Durante el período de recuperación del cobarde ataque, la protagonista recibía diariamente la visita de su padre en el hospital, quien sabía llevarle flores y comida. Al héroe de su hija, quien no se encontraba bien económicamente, le brindó trabajo y amistad, en medio de un desconocido llanto.
Exhibiendo tanto su costado cínico y defensivo como su lado más delicado y sensible, su -aparente- deseo de ser un buen padre se encuentra una y otra vez frustrado por no saber cómo. Es fácil sentarlo en el banquillo de los culpables y enumerar sus errores, es difícil comprender lo roto que está.
Una de las principales contradicciones de aquellos que performan masculinidades tradicionales es la exigencia de fuerza y dureza, mientras se reprime la vulnerabilidad, limitando el espectro posible. Desde pequeños, los hombres somos impulsados a ser fuertes, independientes y emocionalmente contenidos. Este caparazón que construimos a través de la socialización en torno a estereotipos de género tradicionales puede impedirnos alcanzar un estado maduro de gestión de emociones, dificultando la formación de vínculos igualitarios y responsables.
En esta clave, una de las reflexiones a las que invita la novela es sobre la naturaleza de la paternidad y la masculinidad en nuestra sociedad. Hay muchos padres como el de la protagonista. En la lectura me surgían ciertas inquietudes: ¿Qué instancias seguras podrían pensarse para invitar a este grupo de varones a rever sus trayectorias? ¿Cómo lograr que se interesen? ¿Cómo promover el vínculo, después de toda una vida, con el cuidado y el afecto, incluso consigo mismos? ¿Cómo llegar a que experimenten vínculos sexo-afectivos libres de violencia? ¿Cómo fomentar el ejercicio de una paternidad presente y atenta? ¿Cómo se aborda a un padre que excusa las salvajadas de su hijo varón, en el que se proyecta, bajo un “pobrecito m’hijo”? ¿Cómo cortar la restrictiva enseñanza de la “teatralidad masculina” que tanto nos ahoga? ¿Hay que esperar que esas teatralidades se marchiten con el paso del tiempo? ¿Acaso alguna vez desaparecerán?
Es licenciado en Sociología. Docente. Es integrante del proyecto de extensión universitario “Hacia Clubes Inclusivos” de la UNLP.
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