GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

CRÓNICA/TESTIMONIO/BIOGRAFÍA

SANTIAGO CUETO RÚA


La llamada. Un retrato (2024)
de Leila Guerriero

xthumb_27434_portadas_big.jpeg.pagespeed.ic.c-V6Q6demL

El horror y el estigma

Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa. 

 

Leila Guerriero

1 La llamada es un libro escrito por Leila Guerriero que reconstruye la historia de Silvia Labayru, militante de Montoneros que a los 20 años, embarazada de seis meses, ingresó secuestrada a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde estuvo desaparecida durante un año y medio. En ese período, además de haber parido a su hija en condiciones inhumanas, Labayru fue torturada y violada sistemáticamente por sus secuestradores.

     La historia de vida de Labayru, reconstruida por Guerriero, incluye una multiplicidad de experiencias, la más relevante de las cuales es su condición de ex detenida desaparecida. El libro recupera la militancia política de la protagonista, sus amores, su particular vínculo con los hombres, la relación con sus hijos/as y las cualidades de su pertenencia de clase; muestra también el vínculo entre dos mujeres -la autora y la protagonista- que quizás se estimen más de lo que se explicita en el texto. 

     Cada uno de los temas abordados en el libro podría ser eje de nuevos textos. El recorte que propongo hacer aquí está fundado en la idea de que el testimonio de Labayru puede ser interpretado como una intervención hacia el interior de las lógicas de un espacio social al que podríamos llamar campo humanitario. Este campo está conformado por quienes consideramos que los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado merecen ser recordados por nuestra sociedad y que los responsables de esos delitos deben ser sometidos a juicio. La pertenencia al campo cohesiona, compartir una lectura del pasado y un horizonte funda un lazo social; aunque esto no implica la ausencia de disputas.

     Leído desde las lógicas del campo, La llamada es un libro incómodo y la razón de esta incomodidad, a mi entender, es que desarma algunas de las estructuras con las cuales este espacio social se ha conformado. En relación con esto, en el libro aparecen grises donde a veces se piensa que solo hay blancos y negros. Esos matices le dan valor y potencia al texto.

     El campo humanitario, influido en buena medida por la gramática del lenguaje jurídico, se construyó en base al clivaje víctimas-victimarios. De un lado los desaparecidos, y los represaliados en general, y del otro los agentes del Estado o paraestatales, responsables de la represión. En relación con esto, la experiencia central de lo narrado por Labayru no presenta mayores inconvenientes: estuvo desaparecida, fue víctima del terrorismo de Estado y sus victimarios fueron los marinos que habitaban el centro clandestino de detención que funcionaba en la ESMA. El relato se asemeja a lo que han contado otras personas que atravesaron un cautiverio como ese (no obstante, conmueve la singularidad de su experiencia, no hay posibilidad de una lectura rutinizada frente a ese horror).

     Por el contrario, la experiencia que narra Labayru sobre cómo fue vivir en el exilio luego de haber sido liberada por los represores es menos dicotómica; por eso, considero, tensiona las estructuras del campo. No se trata quizás de algo demasiado novedoso, ni individual, no obstante impacta el modo en que ella se refiere al rechazo que recibió por parte de la comunidad de exiliados, donde fue acusada de traidora. 

 

2 Una de las conquistas del campo humanitario consistió en lograr que los y las desaparecidos/as dejaran de ser asociados a términos producidos por el lenguaje de los represores, como “subversivos”, “extremistas”, o “terroristas”, y comenzaran a ser reconocidos como “víctimas del terrorismo de Estado”. En este derrotero, poco a poco se fue desplegando un proceso de entronización de la figura del desaparecido, que fue concebido como “la víctima”. Esto tuvo como contracara la estigmatización de las personas que habían estado desaparecidas pero habían logrado sobrevivir. La representación que circulaba en sectores del campo humanitario suponía que había una razón clara para distinguir un desaparecido de un sobreviviente: la delación, entendida como complicidad con los represores. Si un desaparecido no sobrevivió fue porque se negó a delatar, la imagen contraria ubicaba a los sobrevivientes en el rol de traidores.

     La propia Guerriero cuenta cómo tomó contacto con esta clasificación. Cuando a mediados de los años noventa trabajó con Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA, sintió que era un tabú hablar de su pasado; el rumor indicaba que ella había hecho algo para poder salir del cautiverio: “Me sentí ignorante y desconcertada: ¿había, en un país que había sometido a los militares de la dictadura a un juicio civil en 1985 – el Juicio a las Juntas-, en el que se había escuchado a cientos de sobrevivientes contar las aberraciones padecidas en los centros clandestinos, cuestionamientos acerca de lo que alguien había hecho o dejado de hacer para seguir vivo? La respuesta era un enorme, sorprendente, inesperado ´si´” (p.. 42)

     La autora cita una nota publicada en 2021, donde Labayru recuerda que al llegar al exilio en España sintió la mirada juiciosa de la comunidad exiliar. Muchos exiliados/as no querían reunirse con ella porque en tanto sobreviviente de un centro clandestino de detención había devenido en traidora. En su caso, además, recaía la acusación de ser responsable por haber sido parte del operativo que desencadenó en la desaparición de un grupo de militantes humanitarios, entre los que había tres Madres de Plaza de Mayo, luego de la infiltración que Alfredo Astiz había hecho en ese colectivo. “Ese fue el estigma. Me hundió”, dice Labayru (p. 215). Guerriero destaca algo especial de esa nota, los comentarios de los lectores: algunos avalaban que Labayru hubiera hecho lo posible por sobrevivir y otros consideraban lo contrario. Esta heterogeneidad de respuestas muestra que Labayru y los sobrevivientes en general estaban lejos de tener un reconocimiento unánime como víctimas, como sí sucedía con los desaparecidos. 

     La experiencia de Labayru en España permite pensar que el campo humanitario es de algún modo una comunidad moral. Como toda comunidad moral determina lo que está bien y lo que está mal. En este caso, lo que quedaba impugnado es que Labayru hubiera participado de ese operativo. 

     El mundo de víctimas, lejos de tener clasificaciones prístinas, tiene fronteras lábiles. Y es, además, un mundo de jerarquías, es decir, hay víctimas que tienen más legitimidad social que otras. Incluso los bordes mismos de la categoría “víctima del terrorismo de Estado” no son siempre claros y precisos. El contraste entre lo que piensa Guerriero cuando se entera de las sospechas que recaen sobre los ex detenidos y lo que vive Labayru en el exilio es prueba de estas tensiones. Mientras que Guerriero no duda de que los sobrevivientes son víctimas, la comunidad del exilió sí. Por esa razón, Labayru, mientras estuvo detenida desaparecida, podía ser pensada como una víctima, pero cuando sale del cautiverio parece haber perdido esa condición.

 

3 Otro elemento que muestra la complejidad del relato de Labayru es su testimonio sobre las violaciones sufridas. Ella desarma la idea predominante de que una violación supone siempre el uso explícito de la fuerza física. Su relato separa estos términos (violencia y violación), porque narra escenas en las que las mujeres violadas -ella u otras de sus compañeras- no necesariamente eran golpeadas por sus violadores. ¿Quiere decir esto que lo sucedido en esa escena era una relación sexual consentida? En modo alguno. La violencia estaba enmarcada en la escena, toda vez que la vida y la muerte de las detenidas e incluso de sus familias dependían de los perpetradores. Como señala Labayru “No existía la apariencia de que eso era una violación” (p.165).

     Así como separa dos términos habitualmente pensados juntos, violencia y violación, une dos términos que suelen estar separados: violación y placer. “Hay mucho prurito con eso, con que las violaciones tienen que cursar necesariamente con violencia, con una sensación de repugnancia y que no puede haber ninguna forma de placer. Y dices: ´Mira, aunque hayas tenido placer, aunque hayas tenido cuarenta y ocho orgasmos fue una violación igual´” (p. 165).” 

     A diferencia de las escenas de violación, las de torturas respetan el orden de lo que el campo humanitario considera sagrado; es decir, aquella clasificación que a lo vivido en cautiverio le asigna la pura condición del horror. No hay posibilidad alguna de sentir placer en la tortura, sí en la violación. Como toda afirmación que atenta contra el orden moral de la comunidad en la que se inscribe, la posición de Labayru puede resultar inquietante.

 

4 La impresión que deja el testimonio, no sabemos si porque así lo narró ella o porque esa fue la selección que hizo la autora – el texto no es académico, Guerriero no debe respetar las reglas del método de las ciencias sociales-, es que Labayru no se esfuerza demasiado por mostrar lo que piensa y siente: la injusticia de ese estigma. No tiene una posición de desmarque, no hace un esfuerzo por argumentar que al estar en cautiverio lo que hizo no fue colaborar sino intentar sobrevivir. Lo plantea, sí, pero no con la insistencia de quien padeció un juicio moral que la obligó a vivir por fuera de las redes comunitarias creadas por los exiliados. En una oportunidad, Labayru intenta comenzar un tratamiento psicoanalítico y el terapeuta, quien sabía lo que se decía de ella, le dice que antes de comenzar necesita saber si es verdad que ella era un agente de los servicios. Su respuesta fue “no le voy a contestar (…) no sé si usted me puede atender a mí, pero yo no me puedo atender con usted”. Como vemos, se trata de una respuesta de alguien que no se rinde frente al juicio con intenciones de desmentirlo, no se esmera por quitarse de encima el mote, ni por cuestionar los criterios con los cuales le fue asignado. 

     ¿Por qué no se defiende con toda su energía de esa acusación? ¿Por qué el libro muestra una desproporción entre las consecuencias del estigma y los intentos de Labayru por quitárselo de encima? Una opción es que se trate de una decisión de Guerriero: no nos narra su defensa porque ella considera innecesario que alguien que estuvo en cautiverio justifique lo realizado en esa condición. Otra respuesta posible nos remite a las consecuencias que tuvo el cautiverio en la subjetividad de Labayru: “Ahí [en la ESMA] el que se descontrolaba estaba muerto. Tienes que estar escuchando cómo torturan a tus amigos, y los gritos y los alaridos, y que no se te mueva un pelo” (p. 78). ¿Fue la posibilidad de resistir ese horror la que le permitió luego padecer el rechazo de los exiliados sin la necesidad de argumentar contra esa acusación? No sabemos. Lo que sí sabemos, porque Labayru así lo explica, es que la frialdad, la “mirada gélida” con la que ella narró una vez en el exilio lo vivido en cautiverio es el resultado de una suerte de “entrenamiento” derivado de “estar escuchando los alaridos de la tortura y estar hablando con una sonrisa con Acosta o Astiz o Pernías, como si estuvieras escuchando Las cuatro estaciones, de Vivaldi” (pp. 242/243). De acuerdo con sus palabras, su objetivo era mostrarles a los represores que ella se había “recuperado”, por eso era capaz de no quebrarse frente a los gritos de sus compañeros de cautiverio. ¿Quedó, luego de ese “entrenamiento”, incapacitada de sufrir lo que el exilio le depararía? ¿Esa es la razón por la cual no se esfuerza por desmarcarse de la acusación?

     Por otro lado, la respuesta de Labayru a ese lugar que la comunidad humanitaria le asignó no carece de ironía. Cuando vuelve a reponer que el campo humanitario en el exilio la había juzgado y segregado, señala: “Mucha gente en el exilio tenía esa curiosa vocación por juzgar a los que habíamos salido de los campos. Ahora me ponen alfombra roja, reconocen que soy una de las testimoniantes fundamentales de la causa ESMA” (p. 280). Las mismas personas que en el pasado sufrieron el estigma, por lo que hicieron en el cautiverio, en el presente ganan legitimidad, por lo que hicieron para buscar justicia. Dice Labayru “Hizo falta que pasara tiempo y que la sociedad aceptara con otros ojos los testimonios de las víctimas. Que dejaran de acusarnos de traidores, de colaboradores, de agentes de servicios, de putas” (p.399) ¿Cambiaron los criterios de clasificación del campo? No podemos afirmar esto, pero sí que en el caso de Labayru su posición en el campo se modificó. Parece haber pasado de estigmatizada a reconocida, y en ese proceso cobró un lugar central el rol de los testigos en los juicios a represores en general y, específicamente, los testimonios que habilitaron condenas por delitos de violencia sexual. 

 

5 Se suele decir que los temas del pasado, sobre todo los que se abordan a través de la memoria, hablan del tiempo recordado pero sobre todo del presente desde el cual se lo evoca. Quizás aquí haya una pista de por qué, en la Argentina de 2024, el relato del estigma narrado por Labayru impacta tanto. Me pregunto si el motivo de esto es que estamos viviendo un momento histórico en el que buscamos re/construir lazos colectivos, alguna forma de experiencia comunitaria, como respuesta a la expansión de los discursos agresivos e hiperindividualistas erguidos sobre una engañosa noción de libertad. 

     Por esta razón, quizás, el relato de Labayru nos interpela de ese modo. Porque luego del cautiverio, destruidos sus lazos colectivos con la militancia política en Montoneros (experiencia sobre la que Labayru no parece volver con especial agudeza), ella queda fuera de esa comunidad que se había constituido para denunciar el horror. Esas redes que dieron cobijo a muchas de las víctimas del terrorismo de Estado, a Labayru la excluyeron. La sensación de soledad que describe Labayru no logra ser menguada por el grupo pequeño de ex compañeros que no reprodujo la lógica del estigma.

     El campo humanitario puede ser visto, desde afuera, como un actor político clave en la escena de la transición a la democracia, y en las décadas siguientes. Pero también puede ser leído, desde adentro, como una suerte de comunidad, creada por familiares y compañeros de militancia de los desaparecidos, junto con otros activistas de derechos humanos, que además de realizar tareas de denuncia y demandas al Estado, conformó una red de relaciones personales (además de institucionales) abocadas a contener emocionalmente a las víctimas del terrorismo de Estado. 

     Los estudios que indagaron en las organizaciones humanitarias, sobre todo en las conformadas por las víctimas directas, resaltan el papel que tuvo la contención emocional en estas experiencias colectivas. Esto es, frente al horror de la violencia estatal, lo que Gabriel Gatti llamó “el quiebre de sentido” que implicó la desaparición sistemática de personas, frente a la ruptura de lazos sociales que la represión buscó, la respuesta de las organizaciones humanitarias desplegaron fue la creación de un lazo comunitario, la emergencia de lo colectivo, la contención emocional, junto con la constitución de lo que podríamos llamar una moral humanitaria. Lo dramático de esa experiencia es que esa misma comunidad que cobijó a las víctimas a algunas de ellas las segregó.

SANTIAGO CUETO RÚA

Doctor en Ciencias Sociales y profesor de Teoría Social Clásica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.