MÚSICA/HISTORIA
MARTÍN OBREGÓNEl 1º de julio de 1937 la orquesta de Aníbal Troilo debuta en el mítico Marabú, que se convierte en mítico, sobre todo, porque ahí debuta la orquesta de Troilo. Su director está a punto de cumplir los 24 años y ninguno de los músicos que lo acompañan supera los 30. El mayor es el cantor, que tiene 31 y se llama Francisco Fiorentino. Como además de cantor es sastre, se ocupa del vestuario. Cuando suben al escenario, todos de punta en blanco, no saben que están partiendo en dos la historia del tango.
Entre fines de los ’20 y mediados de los ’30, Troilo va y viene por diferentes orquestas. Salta de una formación a otra. Nadie se sorprende, ya que las cosas son así. Es una época vertiginosa para el tango. Las orquestas se arman y se desarman con rapidez y la rotación de los músicos es una constante. No tendría sentido hacer un repaso detallado de su trayectoria a lo largo de ese quinquenio. Sería abrumador. Digamos, simplemente, que tocó con los mejores. En el ’29 lo vemos en el sexteto de su amigo Alfredo Gobbi; en el ’30 en otro sexteto famoso, el que dirigían Elvino Vardaro y Osvaldo Pugliese; en el ’32 en la orquesta de Julio De Caro, compartiendo la fila de bandoneones con Pedro Laurenz y, ya promediando la década, en las orquestas de Ciriaco Ortiz y de Juan Carlos Cobián.
No sería exagerado decir que a lo largo de esos años se fueron prefigurando tanto la orquesta que debutó en el Marabú (sin ir más lejos, a Orlando Goñi, el pianista, Troilo lo conocía de los tiempos del sexteto de Alfredo Gobbi y con todos los demás había compartido formaciones) como un estilo muy particular, por no decir único, de ejecutar el bandoneón, una especie de síntesis perfecta entre Pedro Maffia y Pedro Laurenz, los dos referentes más importantes que tuvo ese instrumento antes de Pichuco.
El primer disco llega en 1938. De un lado, “Comme il faut”, de Eduardo Arolas (se puede escuchar aquí: Anibal Troilo – 1938 – Comme il faut); del otro, “Tinta verde”, de Agustín Bardi. Dos clásicos de la guardia vieja. Después, tres años de los que no han quedado registros, pero que le dan a esa orquesta, sobre todo con la incorporación de Astor Piazzolla en la fila de bandoneones y de Enrique “Kicho” Díaz en el contrabajo, una fisonomía única e irrepetible. La orquesta de Troilo es, a lo largo de los primeros años de la década del ’40, una locomotora donde todos los engranajes funcionan a la perfección, un equivalente tanguero de la máquina de River, con la que convive en el tiempo.
La forma en que se incorpora Piazzolla a la orquesta de Troilo es bien conocida: con apenas 18 años, Piazzolla era un fanático de Troilo que se sabía todo su repertorio y que de tanto ir a verlo tocar se había hecho muy amigo de uno de los violinistas, a partir del cual se enteró que uno de los integrantes de la fila de bandoneones se había engripado y necesitaban un reemplazo urgente. No lo pensó dos veces y se fue corriendo hasta el ensayo. ¿Vos sos el pibe que conoce todo el repertorio de la orquesta?, le preguntó Troilo. Piazzolla dijo que sí. Cuando subió y empezó a tocar, nadie podía creer lo que estaba viendo. Goñi, desde el piano, no paraba de hacer señas de aprobación y de asombro, con las cejas levantadas.
No se puede hablar de esa orquesta sin hablar de Orlando Goñi, que la conducía desde el piano. Goñi era un genio poco afecto a la disciplina y al trabajo. Lo suyo era la bohemia. El problema no era que faltara a los ensayos; faltaba a las presentaciones. Prefería quedarse tomando con sus amigos en una mesa de borrachines que quedaba a pocas cuadras del Marabú. En esas ocasiones, de apuro, lo reemplazaba en el piano Astor Piazzolla. Con un bandoneón menos se podía tocar, pero sin el piano era imposible. Troilo, que era más bueno que el pan, no tuvo más remedio que despedirlo a fines de 1943. Goñi murió dos años después, con 31 años recién cumplidos, consumido por una vida de excesos.
La máquina de Troilo, entre el ’41 y el ’43, formó casi siempre con un 1-5-4-1: Orlando Goñi en el piano, cinco bandoneones (entre los que se contaban el propio Troilo y Piazzolla), cuatro violines y el contrabajo de Enrique “Kicho” Díaz. Algunos años más tarde, Astor Piazzolla diría que la columna vertebral de esa orquesta estaba compuesta por el piano de Goñi, el bandoneón de Troilo y el contrabajo de Enrique “Kicho” Díaz. La frutilla del postre era la voz de Fiorentino, que se acoplaba a la orquesta como si fuera un instrumento más. Su popularidad fue tan grande que se transformó en el símbolo, junto con Alberto Castillo, del cantor de orquesta. Antes de su aparición, las etiquetas de los discos ni siquiera mencionaban el nombre del “estribillista”.
Esta orquesta inicial, la de fines de los años ’30 y principios de los ’40 fue y será por siempre la favorita de los bailarines. Basta escuchar algunas de las piezas que grabó entre el ’41 y el ’43 (ochenta y una en total; 69 con Goñi en el piano) para entender la razón. De ese período son grandes éxitos como “Tinta roja”, “Toda mi vida”, “Garúa”, “Te aconsejo que me olvides”, “Gricel”, “Malena” y “Barrio de tango”, por no hablar de los instrumentales, como “Cachirulo” y “Milongueando en el ’40” (MILONGUEANDO EN EL 40 – ANIBAL TROILO). Con una marcación muy rítmica y vertiginosa, esa orquesta bien podría haber sido denominada “la aplanadora del tango”.
Esa manera de ejecutar el tango no era novedosa. Había sido impuesta, desde 1935, por la orquesta de Juan D’Arienzo, que con Rodolfo Biaggi en el piano, reventaba las taquillas y le devolvía al baile la centralidad que había perdido desde los tiempos de la guardia vieja. El fenómeno D’Arienzo no solamente entusiasmaba al público, sino también a las empresas discográficas. Desde fines de los ’30 y comienzos de los ’40 todas las orquestas empezaron a “tocar más rápido”.
¿Fue esa primera orquesta de Troilo la mejor de todos los tiempos? Es posible. Pero más allá de los gustos, es evidente que fue el producto de una época en la que una serie de factores políticos, económicos, sociales y culturales se conjugaron de una manera singular, para dar lugar a los años dorados del tango. Basta con repasar las fechas en las que debutan las cuatro orquestas que han sido canonizadas como las más grandes: en el ’35 la de D’Arienzo; en el ‘37 la de Troilo y en el ’39 (mientras los tanques alemanes calentaban motores para invadir Polonia), las de Carlos Di Sarli y Osvaldo Pugliese.
Aunque algunos enfoques, más cercanos a la mitología que a la historia, insistan en su carácter de música prohibida y marginal, el tango fue, al menos desde comienzos del siglo XX, una experiencia social muy extendida en la Argentina, en el marco de una sociedad y una economía que crecían y se diversificaban. Sin embargo, tanto la aparición de la radio, a comienzos de los ’20, como del cine sonoro, diez años después, difundieron y nacionalizaron el género de una manera formidable. A mediados de los ’30 y comienzos de los ’40 el tango alcanzaba el punto más alto de su desarrollo, en el contexto de una sociedad de masas y una industria cultural plenamente consolidadas.
En el año ’44, con la salida de Fiorentino y la llegada de cantores como Alberto Marino y, un poco después, Floreal Ruiz, la orquesta empieza a tener otra textura. Más tarde llegarán otras figuras destacadísimas, como Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche. Troilo nunca dejó de tocar con su orquesta, pero desde mediados de los cincuenta, y con la crisis del género ya en el horizonte, impulsó también un cuarteto memorable con el guitarrista Roberto Grela.
Además de director y ejecutante, Troilo fue uno de los más grandes compositores de la historia del tango, escribiendo muchas de sus piezas en colaboración con los mejores letristas del género. Con Homero Manzi (“Barrio de tango”, “Romance de barrio”, “Sur”, “Che, bandoneón”, “Discepolín”) forjó una dupla memorable, pero también se asoció con Cátulo Castillo (“Tinta roja”, “María”, “La última curda”), con Enrique Cadícamo (“Garúa”, “Pa’ que bailen los muchachos”, “Naipe”) y con José María Contursi (“Toda mi vida”, “Garras”, “Mi tango triste”: ANIBAL TROILO – ALBERTO MARINO – MI TANGO TRISTE – 1946) para dejarnos un puñado de joyas invaluables.
Es Profesor en Historia y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.
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