SOCIOLOGÍA/FILOSOFÍA/POLÍTICA/ESTADO
ANTONIO CAMOU/ÁNGELA OYHANDY/JERÓNIMO PINEDO/ANIBAL VIGUERADesde Guay quisimos recuperar la trayectoria y el impacto intelectual, académico y personal de Nora Rabotnikof, una filósofa argentina que transitó más de siete décadas de la caliente historia de la Guerra Fría de América Latina. Nacida en Buenos Aires en 1950, estudió Filosofía en la UBA, se involucró en la militancia revolucionaria de las décadas de los sesentas y setentas, fue encarcelada y experimentó el exilio en Chile, Perú y México, país en el que finalmente se quedó hasta su muerte el 10 de marzo de 2025.
En Perú hizo una maestría con una tesis sobre Max Weber, que convertida en libro es una referencia insoslayable para la sociología política. En México se doctoró con una tesis sobre el espacio público que también impactó en los análisis del tema.
Tal vez por afinidades electivas, nos gusta recordar su aproximación a Reinhart Koselleck, sin olvidar que fue la traductora de dos libros fundamentales de Susan Buck-Morse: El origen de la dialéctica negativa y Dialéctica de la mirada: Walter Benjamin y la dialéctica de los pasajes.
La Argentina, como frecuentemente hace con sus intelectuales críticos, la trató mal y bien. En la década de los ochentas volvió a su país de origen y gracias a otros argenmex llegó a la FaHCE y devino en profesora, mentora y amiga de varias generaciones de estudiantes.
Cecilia Lesgart, una de sus discípulas, recuerda que en la última conversación que tuvo con Nora coincidieron en una frase de Mafalda: “Paren el mundo que me quiero bajar”. Para seguir transitando este mundo que nos toca convocamos a cuatro de sus discípulxs/amigxs para que nos hablen de ella. Y como impulso de sostener su vida y seguir leyéndola.
El 10 de marzo de 2025 murió en México la filósofa argentina Nora Rabotnikof. En un hermoso obituario publicado en la revista Nexos, una colega escribió que en su biografía caben varias vidas. Escribiré brevemente sobre tres de sus “vidas”.
Nora fue una pensadora erudita y original. Escribió trabajos fundamentales sobre la política, el estado y la vida en común. Fue autora de libros y artículos que rápidamente se convirtieron en clásicos y que forman parte de los planes de estudio en universidades de distintos países de América Latina. Nora fue una máquina de pensar el presente con un oído en la biblioteca de los clásicos de la filosofía y la gran teoría social (entre otros Weber, Habermas, Arendt, Koselleck, Luhmann) y con el otro en la historia reciente de la región. Sus escritos nos siguen esperando, por suerte, con claves de lectura que señalan lugares incómodos y tensiones, que empujan caminos.
Nora también fue una profesora inolvidable para varias generaciones de estudiantes de filosofía y ciencias sociales. Su capacidad para sintetizar complejas discusiones teóricas y enlazarlas con debates contemporáneos convertían a sus clases en experiencias excepcionales. Fui su alumna, su tesista y finalmente su amiga:una más entre las legiones de estudiantes a quienes impulsó a mejorar sus trabajos a pulso de conversaciones y agudas devoluciones. Fue una atenta y respetuosa lectora de sus estudiantes: “Conozco el mundo a través de las tesis que dirijo”, me dijo una vez, y creo que en esa capacidad de atender genuinamente al otro, se cifraba parte de la maravilla de conversar con ella.
No sé cómo llamar a la tercera Nora. Para quienes la conocimos siendo estudiantes extranjeros en México, se convirtió en una referencia amorosa que estaba al pendiente de nuestras necesidades afectivas y materiales y, en caso de ser necesario, salía a nuestro auxilio con discreción. Su sensibilidad hacia la dimensión del cuidado en un contexto de migración fue seguramente un aprendizaje de su propio exilio. Si bien no tengo espacio para hablar de su militancia política en el peronismo, no puedo dejar de contar que en el contexto de la represión estatal debió emigrar con sus dos hijos pequeños a mediados de los 70 y, tras breves estancias en Chile y Perú, se instaló en México, país en el que vivió hasta su muerte. Era deslumbrante escucharla hablar sobre la coyuntura mexicana con la misma precisión con la que seguía la agenda política argentina. Era divertida, filosa e irónica, sobre todo con ella misma. Su ejercicio de la solidaridad fluía naturalmente, como una especie de obligación ética autoimpuesta, al igual que el rechazo del autobombo.
En la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Nora tuvo y tendrá su “barra de platenses”. Un grupo intergeneracional e interdisciplinario unido por la devoción a nuestra maestra y por la felicidad de conversar con ella. La vamos a extrañar muchísimo.
Quiero encuadrar mis palabras sobre Nora Rabotnikof, gran maestra y amiga, en una historia colectiva. En 1986, la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP creó la Licenciatura en Sociología, que en aquella primera versión podía ser cursada por quienes tenían un título previo en alguna carrera humanística. La nueva carrera se asentaba en la tradición de la cátedra de Sociología General, cerrada por la dictadura cívico-militar e integrada por brillantes intelectuales que debieron marchar al exilio. Para muchas personas que hicimos nuestras carreras de grado en la dictadura, la nueva carrera representaba la oportunidad de estudiar enfoques y perspectivas de las que la censura y la mediocridad de aquel contexto nos habían privado. Y esa expectativa fue cubierta con creces, al permitirnos cursar con varios de aquellos docentes que ahora volvían a la Facultad y que se hicieron cargo de las materias principales de la carrera: Alfredo Pucciarelli, José Sazbón, Oscar Colman, Horacio Pereyra.
En 1988, a invitación de Alfredo, se sumaba al plantel docente de la carrera Nora Rabotnikof, una joven filósofa argentina recién llegada de México, donde ya había desarrollado una importante trayectoria académica a partir de su exilio. Nora dictó durante dos años una de las materias principales y también se hizo cargo brevemente de la coordinación de la carrera. Nora nos “abrió la cabeza” con sus clases sobre Weber y Gramsci, a la vez que nos encantaba con su calidez y su calidad docente. Aún conservo los apuntes de esas clases y siento que fueron un parteaguas en mi formación.
Ella estaba decidiendo si se quedaba de regreso en la Argentina o se volvía a México: México ganó la partida, pero desde allí Nora siguió vinculada a nuestra Facultad. Nora fue un soporte generoso de los trayectos académicos que varios de nosotros hicimos en México y que marcaron nuestras vidas para bien. La cadena de platenses estudiando en México se mantuvo de modo casi ininterrumpido desde 1990 hasta hace poco, construyendo y renovando una amistad colectiva con Nora que valorábamos como un tesoro. Ella nos llamaba “sus amigos de La Plata”, y me emociona tanto recordarlo. A veces nos juntábamos para ir a verla a Buenos Aires cuando ella venía al país, y cada reencuentro con ella nos daba una alegría enorme. Y una y otra vez, la lectura de alguno de sus trabajos volvía a llenarnos la cabeza de ideas y preguntas potentes, siempre desde su estilo agudo y provocador. Hace poco, por sugerencia de Jerónimo Pinedo, partícipe de este “colectivo Nora”, me cautivó un texto escrito por ella en 2002: “Recordando sin ira: memoria y melancolía en la relectura de Frantz Fanon”, de particular lucidez y actualidad. Lo menciono porque quizá sea una buena manera de que sigamos leyendo a Nora entre los estudiantes y colegas de la FaHCE que leen esta querida Revista Guay.
Gracias por todo Nora, te queremos y te vamos a extrañar, pero vas a estar siempre presente entre tus amigxs de La Plata.
Le adeudamos a Nora Rabotnikof lecturas sutiles de los grandes clásicos del pensamiento político. Afirmar su identidad primaria como lectora la hubiera reconfortado. Pero como una lectora activa que hizo pasar todas sus interpretaciones por la difícil prueba de un núcleo persistente de preocupaciones a lo largo de su vida: el devenir de la experiencia latinoamericana. Sus grandes intereses temáticos, la democracia, el espacio público, la memoria, interrogados desde un destino geográfico. Y, hay que decirlo aunque ella pudiera rechazar esa postura, la experiencia primaria de una joven filósofa argentina de la década del setenta. Aunque sospechaba del elemento autobiográfico y muchas veces criticó como pura vanidad toda referencia personal, no dejó nunca de situarse en esa experiencia propia y singular. Como un lugar desde donde ofrecer una interpretación teórica honesta. La elección de los autores y de los problemas, su inigualable rigor reflexivo, basado en una interpretación en múltiples capas sobre una obra, la transformó en una lectora de lecturas que, sin embargo, no se escondía detrás de un relativismo erudito o una neutralidad hermenéutica. Siempre dispuesta a tomar posición política con “un sano escepticismo”. Persistirá su legado sobre Max Weber leído a la sombra de los años ochenta latinoamericanos. Años en los que vivió en una encrucijada en el camino hacia dos países: México y Argentina. El intento “fallido” de regresar luego de su largo exilio mexicano y su decisión definitiva de proseguir su vida personal, familiar e intelectual en el país que la había refugiado. El exilio como proceso de rupturas y aprendizajes. Un pie en el extremo sur y otro en el extremo norte, y toda su cabeza dándole vueltas al periplo de un continente.
El ensayo filosófico como especialidad, la escritura a veces sugerente -y otras veces punzante- como estilo. Sus posiciones político intelectuales y la lectura entrelíneas podría llevarnos a ubicarla como una singular autora del ensayo político latinoamericano. Sus dos grandes libros Max Weber: desencanto, política y democracia y En busca de un lugar común: el espacio público en la teoría política contemporánea. Pero también sus ensayos e intervenciones. Como en uno publicado en el 2002, “Recordando sin ira: memoria y melancolía en la relectura de Franz Fanon”, del que quiero invocar varias citas. Pues traer su lenguaje es también traerla a ella entre nosotros.
Lo he releído una y otra vez desde la triste noticia de su muerte, como buscando nuestra última conversación perdida en el Distrito Federal, en Buenos Aires o en La Plata, que jamás será recobrada sino como memoria imaginada. Creo entender que Nora le da la última vuelta de tuerca a su reflexión sobre memoria y política. Regresa sobre un tema que la acompañó buena parte de su itinerario intelectual: el desencantamiento. Con melancolía y sin ira busca recordar quién (quiénes) era(n) cuando leía(n) a Fanon en los años setenta. ¿Cómo recordar sin la nueva fe del converso o la vana esperanza de la repetición del nostálgico? Se preguntaba. Aunque sin negar que toda necesaria revisión del pasado se asienta en el regazo de la melancolía, se reconocía a sí misma como una melancólica conservadora. Eligió esa posición no porque lo fuera en lo moral o en lo político, sino porque pensaba que el conservador era capaz de tener una actitud reflexiva frente a la tradición y restituir el valor de la historia en el presente, pero sin condenarse a una imposible repetición ni caer en una ingenua fe en el progreso.
“Toda relectura es al mismo tiempo recuerdo de otro tiempo y de nosotros cuando éramos otros”, escribe. Para luego recordar qué significaba leer a Fanon en la experiencia revolucionaria del tercer mundo, “esas ideas nos interpelaban, pero llegaban a nuestras cabezas sólo después de golpear el estómago y sacudir el corazón. Nos sentíamos emparentados con la experiencia relatada por Fanon.”
“Tres temas que recorren el texto (…) rescatábamos hace treinta años (…) Tres futuros del pasado (que se articulan en una única promesa mesiánica) que orientaban la acción de grandes grupos políticos hace años y que hoy se han perdido para siempre: la liberación del Tercer Mundo, la constitución de una voluntad colectiva nacional y popular (el principio de lo nacional-popular) y, sobre todo, la generación, a través de la violencia organizada, del hombre (y la mujer) nuevos. Estos tres motivos se entrelazan y despliegan en un lenguaje cuyo registro heroico y sobre todo confiado, hoy resulta extraño y ajeno a quienes, en algún momento, atravesamos esa etapa de la Bildung hegeliana que se llamó desencanto y esa experiencia política que sólo puede llamarse derrota.”
“Es la aceptación de esa experiencia la que se interpone entre el lenguaje de Los condenados de la tierra y el nuestro (…) hace que el trasfondo utópico suene hoy a voluntarismo ciego, que la entrega heroica pueda ser confundida con vocación suicida.” Y sin embargo, sostiene que allí había un mensaje político que hacía que “nos sintiéramos cerca de un montón de gente con la cual ciertamente no compartíamos pertenencias étnicas, raciales ni religiosas. Un mundo popular, plebeyo, sostenido en común, al menos en potencia, con la Humanidad toda.”
Y finalmente lanza su crítica que quiero suscribir como propia, “El universalismo actual parece haberse despolitizado, reducido a abstractas invocaciones a una democracia cosmopolita o a un orden democrático internacional. Así como las generaciones futuras se sorprenden porque en el pasado no se vieron problemas que deberían haberse visto, las generaciones pasadas se sorprenderían —si pudieran viajar en el tiempo— al ver que ese futuro ignora algunos problemas que el pasado comprendía.”
https://cultura.nexos.com.mx/recordando-sin-ira-memoria-y-melancolia-en-la-relectura-de-franz-fanon/
En 1985 el Consejo Académico de nuestra facultad –a contramano de la política explícita del rectorado- aprobó la creación de una nueva carrera: la Licenciatura en Sociología. El entusiasmo por esta riesgosa apuesta convivió de entrada con duras limitaciones presupuestarias, con dificultades para integrar un cuerpo docente especializado, y con no pocos cuestionamientos externos (Sociología se dictaba entonces en la Universidad Católica de La Plata). En este marco de orfandades, pero también de gratas porfías, la carrera se nutrió con el valioso aporte de profesores que regresaban del exilio, tras los oscuros años de la última dictadura; entre ellos arribó Nora Rabotnikof.
Cursé dos materias con ella, y si no me traiciona la memoria, esos cursos se impartieron entre 1987 y 1988. El dato del certificado analítico no es importante, salvo porque permite ubicarnos en un tramo clave de la transición democrática, entre el juicio a las juntas militares (1985) y la ley de Obediencia Debida (1987): el sinuoso trayecto que va de la primavera al desencanto.
De aquella prehistoria sociológica recuerdo especialmente sus cautivantes lecciones sobre Max Weber. Hasta ese momento las lecturas dominantes del autor de Economía y sociedad seguían dos vertientes principales en la facultad. Por un lado, teníamos la exégesis metodológica, donde era usual contraponer los “métodos” del tridente clásico. Por otro lado, se estaba poniendo de moda la interpretación que Habermas desarrollaba en la Teoría de la acción comunicativa.
Pero en las clases de Nora comenzó a revelarse para mí un Weber muy distinto, atravesado por la desencantada conflictividad del politeísmo de valores, por el vértigo existencial implícito en cada decisión política, por las tensiones ineludibles entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad, por una descarnada visión de la lucha por el poder más allá del consuelo de toda ilusión. Paradójicamente, ese autor que escribía durante el turbulento alborear del siglo XX en Europa era capaz de iluminar los ásperos dilemas que enfrentaba la política democrática argentina, pero también podía acompañar nuestros desvelos de jóvenes militantes universitarios. Por eso las discusiones comenzaban en el aula y proseguían en los pasillos, en los bares o en la calle.
Ya no puedo recordar esos añejos debates entre largos cafés y eternos cigarrillos, pero afortunadamente las siempre sugerentes reflexiones de Nora se pueden recuperar a través de su libro, Max Weber: desencanto, política y democracia (1989), del que rescato estas líneas:
[…] el pensamiento de Weber está signado por el desencanto. Pero esta desilusión no es renuncia ni involución restauradora. Supone en cambio vivir (y pensar) en un mundo sin dioses ni profetas, sin certezas ni garantías… se trata de un pensamiento laico, que ha renunciado a creer en fuerzas trascendentes que informen e impulsen la realidad, y que le otorguen para siempre un sentido.
Frente al invierno político que hoy toca atravesar, este pensamiento crítico nos sigue interpelando; de hecho, es una de las mejores respuestas que conozco contra cualquier retrógrada invocación autoritaria a las malhadadas “fuerzas del cielo”.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
Calle 51 e/ 124 y 125 | (1925) Ensenada | Buenos Aires | Argentina