GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

cuando los únicos privilegiados eran los niños

Eva aparece los domingos

Escribe Lucía Fayolle
(Estudiante del Profesorado en Letras)

En mi casa no había una foto de Perón en la cocina, como dice la canción. De Eva tampoco. No estaban las fotos pegadas en su cocina antigua de heladera marrón, entre los Santos, la Virgen María y algún que otro imán de pizzería. Pero igual aparece mi abuela con Eva. Por las muchas veces que la nombró. Eva me resuena en su voz aguda y alta, tanto más alta que su metro cincuenta de caminata chueca.

 

Ninguna foto vale más que los mil domingos de escuchar la anécdota. Y aunque la historia me obligaría a revisar la versión familiar, prefiero (esta vez y todas las veces, quizás) reproducirla como la cuenta mi abuela Kuki. Que estuvo internada a los ocho años en un hospital de Eva Perón, cuando los únicos privilegiados eran los niños. Viajó quinientos kilómetros desde el campo hasta la capital, llevada por su familia materna. Por el problema físico, dice. Sobre esto solo sé que algo le pasa en las caderas y que por eso camina diferente. Pero nunca nos dijo qué tiene, aunque se nombre – cada vez – como discapacitada. En mil novecientos cuarenta y siete – el año del voto femenino – mi abuela visitó todas las clínicas y hospitales habidos y por haber. El veintiuno de abril llegó al Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez. Se quedó sola porque las mamás no podían quedarse. Bueno, sola no. Con cuarenta niñas. Y médicos y enfermeras que eran un sol. Que ese mismo día, como ella lloraba mucho, le compraron una muñeca de caperucita roja: su primera muñeca. Le hicieron seis operaciones y se acuerda de cada una porque solamente esos días la visitó su mamá.

 

No conocí hasta la adolescencia el rodete rubio de Eva ni el perfil hermoso ni las miles de expresiones en que la fotografiaron. Ni escuché sus discursos ni su historia de artista. La vi por primera vez en la casa de mi primer novio. Estaba al lado de una imagen de Jesús y una del Gauchito Gil. Le puse cara a la anécdota y entendí que no era sólo familiar. Que había otras casas donde Eva también aparecía todos los domingos. Que la niña no era solo mi abuela. Entendí que en la anécdota había historia. Y política, también.

Escribe Lucía Arisnavarreta
(estudiante del Profesorado en historia - UNLP)

Entro a la escuela y busco mi nombre en el padrón pegado en la pared a mi izquierda. Ya lo tengo anotado y lo sé de memoria, pero por las dudas compruebo que mi número de orden sea el que vi incontables veces en la página web. Una vez en la fila, lo repito en mi mente. Repaso también cómo doblar la boleta que, en el apuro, me olvidé de agarrar. Voy doblez por doblez, como si no hubiera estado haciéndolo casi todas las semanas desde hace unos meses.

Esta escuela siempre fue oscura, lo recuerdo cuando me doy vuelta y miro hacia afuera: la gente de las demás filas -bastante más largas que la de mi mesa- tiene el ceño muy fruncido por el sol. Atrás mío llega una señora de unos noventa años, de camisa blanca y pollera azul hasta los tobillos. En el pecho, una escarapela igual a la mía. No tenemos tantas personas adelante -la última vez que conté, eran siete- pero la mesa va demasiado lento. Sin embargo, la señora insiste en hacer la fila con una sonrisa.

Vuelvo a darme vuelta y comienzo otra vez el repaso: ciento cincuenta, doblez uno, doblez dos, doblez tres. El DNI lo tengo en el bolsillo izquierdo del jean, el celular en el derecho, y en el del buzo tengo el poder de fiscal, por si tengo que apurarme para volver al otro colegio. Ciento cincuenta, doblez uno, doblez dos, doblez tres. Atrás mío, escucho que la señora murmura su número: uno, tres, siete. Supongamos que está recordando la primera vez que leyó su nombre en el padrón.

La humedad espesaba el aire más de lo normal en Buenos Aires. La señora, entonces una joven de unos veintitantos años, sostenía con su mano derecha una bandera entre una multitud de gente, mientras cantaba alzando al compás su mano izquierda con los dedos en ve. La bandera tenía un dibujo enorme de Perón y Evita, abajo del cual decía “las mujeres podemos y debemos votar”. Del otro lado, era sostenida por otra compañera. Era el día 23 de marzo de 1950, y estaba finalizando la confección del padrón electoral femenino en nuestro país.

Casi dos años después, el 11 de noviembre de 1951, la entonces joven entraba por la misma puerta que hoy y miraba a su izquierda, buscando ansiosa con la vista entre los primeros apellidos del padrón. Encontró el suyo, recorrió la línea con el índice de su mano derecha hasta leer su número de orden y se dispuso a murmurarlo por lo bajo mientras hacía, por primera vez, la fila para votar.

Soy la siguiente en la fila. Ciento cincuenta, los tres dobleces, listo. Entro y agarro la boleta, no sin antes mirar que estén bien todas las de la pila. La doblo, la meto en el sobre, lo cierro con cuidado y salgo. Como siempre, me olvido de firmar después de meterlo en la urna. Vuelvo, riéndome, a la presidenta de mesa que me llama, pido disculpas por lo apurada y, ahora sí, me voy con el DNI de vuelta en mi bolsillo izquierdo, acompañado ahora de la constancia de voto. Es el turno de la señora, que entra al cuarto oscuro con la misma sonrisa con la que insistió en hacer la fila.

Salgo de la escuela a esperar a lxs compañerxs que me pasan a buscar para volver a donde fiscalizamos. Se ve que uno tardó bastante, así que todavía les falta, me avisan por mensaje. Me siento en el cordón de la vereda de enfrente y espero. Me saco el buzo porque al rayo del sol la temperatura aumenta un par de grados, así que cambio de prenda a la escarapela, que me pongo cuidadosamente en la remera. A los pocos minutos, sale de la escuela la señora. Cruza la calle de lo más tranquila, bastón en una mano y DNI y llaves en la otra. Cuando pasa por al lado mío, me saluda con un “chau, querida” y los dedos de su mano, que suelta por un momento el bastón, en ve. Contesto con el mismo gesto, con una sonrisa que no me entra en la cara.

En eso llegan mis compañerxs. Me subo al auto. A unas cuadras, veo de lejos a la señora entrando a su casa. Las dos seguimos con nuestro día, con la seguridad de estar llevando, hoy como ayer, el mismo nombre, que una vez también apareció por primera vez en el padrón, como bandera a la victoria: María Eva Duarte de Perón.

Evita, ¿Quién es esa mujer?

Escribe Camila Ojeda
(Estudiante del profesorado en Geografía - UNLP)

La nena amanece en una mañana cálida, en un pueblito tranquilo. Va directo a la cocina, donde su madre y su abuela desayunaban. El olor a tostada y manteca, el matecocido y la radio encendida. Entre charla y charla la nena escucha que hablan de una tal Evita. La nena desconcertada intenta preguntar quién es, pero es muy chiquita y se distrae con cualquier cosa. Pasan los meses. Un domingo familiar, vuelven a nombrar a esa mujer enigmática para la nena. Ella empieza a creer que esa mujer es una especie de virgen, ya que, su casa estaba llena de estampitas y su abuela le rezaba siempre a la virgen de Luján. Se olvida completamente de Evita, sacó sus propias conclusiones.

La nena, con 10 años de edad, repletos de pura inocencia, vuelve a escuchar el nombre de Evita. Pero, esta vez fue en la escuela, la seño la nombró ¡qué emoción!. Con todo valor y rompiendo con su timidez, la nena alza la mano y pregunta ¿quién es Evita?. La seño sonríe. La nena crece y paralelamente crece el interés por saber más y más de esa mujer. Encuentra videos con discursos que erizan la piel; fotos en blanco y negro cargadas de sensaciones; fragmentos en libros de historia con sucesos increíbles que logró esa mujer. Si, esa mujer. ¡Y qué mujer!

Hoy en día, la nena tiene 23 años. Ella sostiene que conocer a Eva Perón fue un proceso hermoso. Ella nunca termina de conocer a Eva. La resignifica. La revive. La admira y se ríe por el simple hecho de haber creído alguna vez, que Eva era una virgen o una superheroína. Ella cree que Evita es el génesis de su lucha feminista y por ende, sostiene que esas fotos en blanco y negro donde se la ve fuerte y empoderada, son súper necesarias para potenciar la lucha de las mujeres. Ella le agradece por eso. Ella sueña con ser docente algún día y poder contarle a más nenxs sobre Evita…