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CINE / HISTORIA

LAURA LENCI


Lazzaro felice (2018)
de Alice Rohrwacher

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Una película histórica o una película para enseñar historia*

Hombre lobo del hombre

     Muchas veces cuando quienes enseñamos historia pensamos en una película en el marco de un curso solemos quedarnos aferrados al “cine de época”, o al “cine histórico”, a ese recurso facilista de ilustrar una época histórica a través de una película. Pero la historia, por suerte o por desgracia, es esquiva a las ilustraciones y desafía las explicaciones lineales, sobre todo en relación con los tiempos. Esa es la razón por la que Lazzaro Felice es una película excepcional para enseñar historia, así, en general. No sólo enseñar una época o un proceso histórico en particular, sino para enseñar a pensar en la historia, a pensar históricamente.

     ¿Qué es Lazzaro feliz (en italiano, Lazzaro felice)? Es una película italiana de 2018 dirigida por Alice Rohrwacher. El guión es también de la directora y consiguió el premio al mejor guión de Festival de Cannes 2018.

     ¿Quién es Lazzaro? Es un joven aparcero del Lacio, con un par de ojos como dos uvas verdes o como dos aceitunas manzanilla. Tiene una mirada, la que dan esos ojos y la que muestran sus actos, que es la de quien vive sin juzgar. Transcurre, sin quejas pero sin pausas, en las tareas incesantes de un trabajador rural. Y esa es la primera enseñanza histórica: lo que es la vida de trabajo interminable en el campo, lo que es la forma de explotación en el trabajo rural y cómo la vida de explotación de la naturaleza es la que determina los ritmos de los tiempos.

     En un sentido la película sigue, en argumento y en sensibilidad, la trilogía de John Berger sobre la vida campesina, De sus fatigas: Puerca Tierra, donde Berger cuenta la vida de los campesinos en un pueblo tradicional; en Una vez en Europa las historias que se cuentan versan sobre la desaparición paulatina de la vida rural, o lo que el autor, con desconfianza y entre comillas, denomina “modernización”; y, finalmente, en Lila y Flag, Berger escribe sobre los campesinos desterrados que terminan viviendo en las grande ciudades. Así, entonces, en síntesis y desde otro registro, se puede contar la sinopsis de la película sin contar las anécdotas que arruinarían a quien esto lee la experiencia de ver las dos horas del film.

     Una de las características que comparten Lazzaro Feliz y la trilogía de Berger es el espacio y el tiempo: es la Europa contemporánea. Y aquí aparecen, al menos, dos lecciones centrales para pensar la historia. La primera tiene que ver con las temporalidades superpuestas: en la película nos percatamos de la época en la que transcurre cuando aparecen un camión y una motocicleta, después de más de 10 minutos de vida cotidiana en una gran propiedad rural, porque hasta ese momento la película podía transcurrir a fines del siglo XIX o principios del siglo XX. Entonces el primer desafío es entender que el tiempo histórico no es uno, o que al menos no es homogéneo, que el presente es una convivencia de tiempos distintos. Pero tal vez también podemos pensar en que el dislocamiento del tiempo puede estar jugando como en la trilogía de Christian Petzold “El amor en los tiempos de opresión” –Barbara (2012), Ave Fénix (2014) y Transit (2018), que no casualmente tienen estrecho vínculo con Harun Farocki-, en la que los tiempos se invierten, pero además, en Transit principalmente, la locación es no realista y la temporalidad tampoco. La coexistencia de tecnologías anacrónicas permite pensar en esos dislocamientos, y en la necesidad de subvertir las épocas (todo aquello que forma parte del sentido común de lo que pasó en un tiempo y en un lugar) para volver a pensar en los tiempos de opresión. 

     La segunda lección es lo que Chakrabarty denominó la “provincialización de Europa”. Para quien ve la película y ve la explotación de los campesinos puede pensar que está localizada en las “periferias”. Podría ser en América Latina, en Asia, en Africa, pero no, es en la Europa post industrial, en la sofisticada Italia central de la región del Lacio. Es allí donde pervive la aparcería, la mezzadria como ¿resabio? de las formas precapitalistas de explotación de la mano de obra. Es en la Italia de fines del siglo XX donde persiste una de las formas de sujeción extraeconómica de la mano de obra que, en América Latina, se llama peonaje por deudas. Se podrían citar muchas de las líneas del guión de la película en las que esta realidad se pone en evidencia: “somos propiedad de la señora Marquesa de Luna”, dice una de las mujeres para explicar por qué no se van de la Inviolata, cuando finalmente llegan los carabinieri y descubren las condiciones en las que viven; al final de la cosecha de tabaco los trabajadores terminan más endeudados que antes; los niños no van a la escuela; la joven pareja que no se puede ir de la propiedad porque la explotación de la mano de obra no es individual sino familiar, según les dice el administrador de la finca (la reproducción en su forma más recia y natural).

     La tercera contribución de la película a la comprensión de la historia es repensar la historia del tiempo presente, o la historia reciente, como se la quiera llamar. Viendo la película podemos pensar en un futuro pasado, y en un presente que es pasado también. En la película el tiempo se disloca. Lazzaro se desmaya y se despierta muchos años después impertérrito, exactamente igual, pero su tiempo y su mundo han desaparecido y el mundo que lo reemplaza -la ciudad-, y el tiempo que lo sucede -un presente sin futuro- no tienen lugar para él. Ha sido desterrado, todos los trabajadores han sido desplazados, y la película permite pensar en las formas en las que las subjetividades se destruyen y construyen en el destierro -porque la ciudad no es la tierra.

     Pero, a no olvidarlo, la película es ficción, y es una ficción con una política, una poética y una ética que enhebra de la mejor manera una tradición del cine italiano: del Neorrealismo que eligió poner en el primer plano a los condenados de la tierra, al Federico Fellini de La Strada (1954), que con una cierta ternura descarnada muestra cómo explotan los explotados; de los hermanos Taviani de Padre Padrone (1977), que empieza con un niño al que se saca de la escuela, que de acuerdo con la legislación italiana era obligatoria desde 1859, y que en su casi insoportables primeros 30 minutos muestra la explotación de un padre a un hijo; o al Lucchino Visconti de Il Gatopardo (1963), cuando, a partir de la década de 1860 y con la unificación italiana, el mundo de la familia del Príncipe de Salina se va desmoronando pero los poderosos se enancan al mundo que está naciendo; al Bernardo Bertolucci de Novecento (1976), que se podría pensar como la continuación temporal de la anterior porque si Il Gatopardo va de 1860 a 1901 Novecento empieza en 1901 y termina con el fin de la segunda guerra mundial. En términos gramscianos, se podría pensar en lo que pasa cuando un mundo no se ha terminado de morir y el nuevo no ha terminado de nacer, y en Novecento, con ese final ambiguo que se sintetiza en la frase “el patrón está vivo”, a pesar del fin del fascismo y de la liberación de la hacienda, nos remite al sentido común que dejó Il Gatopardo, el gatopardismo, es decir “que algo cambie para que nada cambie”.

     Y una especie de iluminación: en la anterior película de Alice Rohrwacher, La Maraviglie, la protagonista se llama Gelsomina, como el adorable personaje de Giulietta Masina en La Strada. Viendo Lazzaro Felice se puede pensar que Lazzaro, interpretado por un joven actor llamado Adriano Tardiolo, es Gelsomina hecha varón. Esa genuina ingenuidad; esos ojos increíbles; esa -un poco increíble- bondad de la que todo el mundo toma ventajas; esa lealtad incomprensible con quien, evidentemente, no la merece; esa sumisión que hacia el final se muestra insumisa.

 

     * * *

 

     Volvamos a la enseñanza de la historia. Una anécdota: un historiador que trabajaba acerca de los levantamientos indígenas en el Alto Perú hacia fines del siglo XVIII tenía que hacer archivo en Sucre durante los últimos años del siglo XX. Como debía pasar varios meses trabajando alquiló una casa a una señora sucreña. Cuando le preguntó si podía contratar a una persona para que hiciera las tareas domésticas, y cuánto debería pagar por ese trabajo, la señora le respondió: “Yo le mando una, y no se preocupe, deje unas monedas en el piso, o en una maceta, como si se las hubiera olvidado, y ella estará conforme con eso”. Eso también es el capitalismo, un tiempo y un sistema en los que el salario (y el mercado de trabajo) son o pueden ser meramente una entelequia. 

     Entonces la película, finalmente, nos permite aprender también qué es el capitalismo. Lazzaro Felice permite enseñar cómo el capitalismo, como en la anécdota del historiador en Sucre, se aferra a aquello que le conviene de lo viejo, arrebata aquello de lo nuevo que le viene bien, y descarta -destierra- lo que no le sirve, aunque lo descartado sea gran parte de las personas. Y que no es el lobo -un personaje central que recorre toda la película- el que desgarra a Lazzaro, son los hombres, las mujeres y el sistema.

 

 

    * Esto ha sido escrito a partir de imprescindibles conversaciones con Miguel Dalmaroni y Marcelo Scotti. Gracias a ellos y, obviamente, los errores son todos míos.

LAURA LENCI

Profesora en Historia, enseña historia de la Argentina reciente en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata. Le interesan particularmente las relaciones entre historia, cultura y violencia, por eso también enseña historia de América Latina en el siglo XX en la Maestría en Historia y Memoria de la UNLP.