Un 20 de diciembre, hace 63 años, Rodolfo Walsh estaba sentado frente a una máquina de escribir, tipeando una denuncia de mi abuelo.
Habían pasado menos de dos días del momento en que Enrique Dillon le mencionó la historia de los diez fusilados inocentes. Walsh logró conseguir dos documentos: la denuncia de Juan Carlos Livraga y una presentación de Eduardo Schaposnik en la Junta Consultiva de la Provincia de Buenos Aires sobre casos de torturas. Y fue a las oficinas de la editorial Hachette -para la que trabajaba hacía más de una década- a pedir ayuda. La joven Enriqueta Muñiz, de 22 años, transcribió el testimonio del fusilado viviente; Walsh, el documento del dirigente socialista.
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La primera vez que leí Operación Masacre hacía un par de años que había fallecido mi abuelo. En mi casa había una edición realizada por De la flor en 1972. Además de incluir la infaltable dedicatoria que tuvo desde su primera versión en 1956, arrancaba con el prólogo a la tercera edición (1964), donde Walsh escribe: “Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo ´hice´, ´fui´, ´descubrí´, debe entenderse ´hicimos´, ´fuimos´, ´descubrimos´”. Siempre me pregunté por Enriqueta Muñiz, cuyo nombre encontré algunas veces después pero sin ninguna vinculación con Walsh.
Claro, más atención me llamó encontrar mi apellido materno en el capítulo 32 –Los fantasmas-: “…Doglia ha hablado con Eduardo Schaposnik, representante socialista ante la Junta Consultiva, y a comienzos de diciembre, en sesión secreta, los cargos reaparecen, esta vez en boca de Schaposnik”. ¿El abuelo Eduardo y Operación Masacre? ¿Walsh y él? ¿Cómo? ¿Cuándo?
Recuerdo haber regresado a la casa donde mi abuelo vivió con su segunda esposa en busca de algún archivo. Volví con algunos libros de su biblioteca pero ninguna respuesta: había poco anterior a sus años de exilio y nada de los años 50.
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Enriqueta Muñiz acompañó a Walsh durante toda la investigación de Operación Masacre. Protegió documentos, siguió pistas, entrevistó testigos; mientras Walsh hablaba con sobrevivientes, ella conversaba con sus madres y esposas. Además de jugarse entera, escribió en dos cuadernos un diario de aquella investigación, desde aquel 20 de diciembre en que Walsh se presentó en la editorial diciendo haber encontrado “al perro mordido por un hombre” hasta la publicación del libro, casi un año más tarde. La vida los llevó por caminos distintos, pero Enriqueta guardó esos cuadernos -y otros papeles de Walsh- como un tesoro. El tesón de Diego Igal por recuperar la historia de la periodista dio con ellos en el momento justo y ahora salieron a la luz en este libro.
Esta pieza necesaria de la historia es apasionante de todo punto de vista. Lo es saber, por ejemplo, que la joven que sostuvo la investigación con Walsh lo hizo ocultándolo a su propia familia, que la controlaba celosamente. Sobre el final del primer cuaderno, al mencionar un encuentro del periodista con uno de los sobrevivientes, Enriqueta escribe: “Desgraciadamente, la escasísima libertad de movimientos que tengo en mi casa me impidió asistir a esta interesante entrevista. Y ya que estamos, dejaré constancia ante mí misma de los prodigios de imaginación, memoria y serenidad que he debido hacer para efectuar todos los movimientos aquí consignados, dentro de un horario ridículo, al que se han debido plegar toda clase de personalidades, y sin levantar la sospecha de mis padres”. Un texto que nos insta a pensar una historia feminista del periodismo, a preguntarnos cuántas mujeres faltan en la bibliografía que hemos consagrado.
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A mi los cuadernos me aportaron también piezas faltantes en otra historia. Muñiz relata el derrotero periodístico de la investigación, mucho antes de ser libro (un libro que amagó a publicar Frondizi, pero arrugó, y que terminaron financiando los nacionalistas. Escribe Enriqueta: “No me agrada que el seudocapitalista del libro sea Marcelo Sánchez Sorondo. Pareciera que los únicos decididos en este bendito país son los nacionalistas”). Antes de la navidad del 56, el semanario de Leónidas Barletta, Propósitos, publicó los documentos obtenidos por Walsh, tipeados por él y por Muñiz la tarde del jueves 20 de diciembre. Más tarde -a fines de mayo- llegarían los artículos en Mayoría, la revista de los hermanos Jacovella, base del futuro libro. Fue después de una pelea entre Walsh y Barletta, en una reunión que los apuntes de Muñiz fechan el 12 de enero: “No asistí a la reunión pero sé que fue tormentosa, pues Walsh estaba furioso a raíz de la publicación en ´Propósitos´ de una nota en la sección ´Lo que no ayuda´, donde se atacaba a nuestro mejor aliado, Eduardo Schaposnik, por una mezquina cuestión de partido. Lo grave es que se había tomado como base el texto de la sesión secreta, desperdiciando el precioso material del modo más desconsiderado y estúpido, Walsh tenía mil veces razón, pero imagino que se excedió en los reproches. Desde ese día, mi querido semanario ´Propósitos´ no volvió a publicar nada sobre el caso ´Livraga´.”
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No hay mucho más sobre ese “mejor aliado”. En un tramo del segundo cuaderno vuelve a mencionar “los escalofriantes casos de torturas denunciados por Schaposnik según consta en la versión taquigráfica de la sesión secreta de la Junta Consultiva de la Provincia”. Nada más. No sé cuándo se habrán cruzado, cuántas veces. Si habrá sido el abogado platense de los fusilados, Máximo Von Kotsch, el contacto entre ellos.
Pienso en el antiperonismo del abuelo Eduardo, que era también el de Doglia y el de Walsh. Imagino que mi abuelo habrá tenido -¿cuándo, con quién, con qué palabras?- un momento como el de Walsh frente a la casa de Garibotti, que ahora conocemos relatado por Enriqueta:
“Es una casa mejor construida, con muchas flores en el jardín. Mientras esperamos que nos abran, Walsh me dice:
-¡Y luego quieren que dejen de ser peronistas! ¡Si Perón les dio una casita con flores, y estos vienen a sacarlos de ella para llevarlos a un baldío y matarlos como a perros, por la espalda!
Y Walsh es anti–peronista. ¡Pero la evidencia es tan triste y abrumadora!”.
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La historia es un rompecabezas, pero no sabemos cuántas piezas tiene, cuántas faltan, ni cuándo las encontraremos.
Profesor, investigador y extensionista en la Universidad Nacional de Quilmes. Es editor de la revista La Pulseada e integrante de radio Futura. Le cuesta poner el punto final a su tesis para el doctorado que cursó en la Facultad de Guay.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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