GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

CINE/HISTORIA

ÍTALO FERRETTI

CIPRIANO FERREYRA HARVEY


Rojo
(2018)
de Benjamín Naishtat

“Lo importante es saber que acá se está combatiendo

 un mal mayor ¿Usted entiende cuando yo hablo de un mal mayor?

¿Usted comprende la naturaleza de nuestro enemigo?

¿Se imagina usted una tierra sin ley, sin Dios?”

     Italia, otoño de 1969, una serie de bombas esparcen su metralla sobre las multitudes anónimas de Roma y Milán. La atmósfera se condensa en un espeso cuajo de tensión. La atmósfera se tiñe de rojo. Los aparatos de seguridad del Estado juegan sucio. Se siente, los años de plomo han arribado a su cita con la vida política italiana. Los imaginarios políticos, afiebrados, bullen ante las incriminaciones cruzadas. Las razzias policiales se suceden una tras otra. Los servicios de la red Gladio buscan la desestabilización. Unos días más tarde del atentado de Piazza Fontana, el 15 de diciembre, un cuerpo es eyectado desde la ventana de la Jefatura de Policía de Milán. El ferroviario anarquista Giuseppe Pinelli ya no podrá ver otro atardecer. Un año después, en la víspera del aniversario del vuelo de Pinelli, una joven pareja de dramaturgos estrena en una fábrica abandonada Muerte accidental de un anarquista. La compañía que dirigen evoca un evento que, un siglo antes, también cayó víctima del plomo. La Comune es el colectivo de teatro militante que dirigen Dario Fo y Franca Rame en los agitados años 70’. Hijos del otoño caliente, condensan en esta obra una de las denuncias más potentes contra la fascistización de la vida política. 

     La Argentina de los años 70’ pareciera compartir mucho de este fresco de época, aparte del carácter meridional, claro. Es más, un suicidio es precisamente lo que gatilla el drama de Rojo, el último film de Benjamín Naishtat que vuelve la mirada a nuestros años de plomo. No sabemos si Naishtat pensó en Muerte accidental…, pero las ínfulas de explorar bajo un tono de comedia negra lo que genéricamente pensamos como la violencia política de los 70’ nos remitió a las vidas paralelas de los suicidados políticos. El anarquista Pinelli encontró la muerte arrojado por los policías neofascistas tanto como el “hippie” de Rojo es inducido a dispararse por el nazismo que lo acecha desde las pulperías que pueblan la Argentina profunda.

     Más precisamente, Rojo toma lugar en un pueblo indeterminado del país en el año 1975. A diferencia de las ficciones clásicas que nos ha heredado el relato ochentista, tributario de la demonología del Nunca Más, en las ficciones cinematográficas de los últimos años puede observarse una cierta revisión de los lugares comunes que inundaron la representación del período. Películas como El Clan, El Ángel o La Larga Noche de Francisco Sanctis han intentado descentrar a la guerrilla y los militares como actores privilegiados del drama de la violencia que el alfonsinismo intentó anatemizar. Por otro lado, la violencia política ya no se restringe unívocamente a la temporalidad de la última dictadura, la atención va más allá y más acá del arco que comienza en 1976. Novedad en la periodización, y novedad en los sujetos entonces. Rojo cumple con ambas. El protagonista, Claudio (Darío Grandinetti), un abogado opaco y gris que oficia como patriarca de una familia clasemediera de la Argentina en los últimos tiempos del gobierno isabelino, recorre sin pena ni gloria un camino que lo transforma en un “desaparecedor”’. 

     En términos formales, el cine noir se vuelve una clara influencia a la hora de construir la trama del policial detectivesco, tan apropiada para comunicar una estructura de sentimiento que remite a la decadencia moral de un sistema, de las cloacas que esperan en los intersticios de lo social para salpicar a nuestros personajes. En el caso de Rojo lo que parece hallarse en las profundidades del pueblo es el grado cero de la violencia. Valoramos esta apuesta estética un tanto heterodoxa para los estándares del cine nacional. Quizás el ritmo se resienta de a ratos por un guión no del todo consistente, y por momentos errático en su ejecución. Con alguna que otra metáfora demasiado lineal, falta de cierta sutileza a la que el film mismo parece apuntar en su apuesta esteticista (uno no puede más que pensar en los ensayos del ballet o las tomas del eclipse, gustosamente logradas). No obstante, la multitud de temas es notable. Y esto puede apreciarse en el tratamiento del espacio, Rojo se le anima al desierto. Quizás la sensibilidad histórica de Naishtat, en línea con su anterior película, El Movimiento, haya servido para tratar un locus particularmente emblemático de la cultura argentina. En el film resuenan los ecos de la civilización y la barbarie. Casi un siglo después, una nueva ola de barbarie genocida se desata sobre este suelo. En un movimiento que busca ya no aplastar a un otro exterior, allende al cuerpo de la nación, sino volverse contra sí mismo, en un movimiento ensimismado. El terror se agazapa, preparándose para extirpar aquel peligro que anida en lo hondo de la patria. “¿Se imagina una tierra sin Dios, abogado?” pregunta el detective Sinclair (Alfredo Castro), el perseguidor de nuestro protagonista, quien lo agobia permanentemente dado que su misión consiste en desentrañar la desaparición del hippie. Y que, sin embargo, o quizás por eso, termina convertido en su aliado más convencido. Sellando su pacto de silencio, precisamente, en el desierto.

     Naishtat parece construir una relación dialéctica entre el desierto y su protagonista, el abogado del pueblo, el espíritu del pueblo, intenta deshacerse del cadáver del hippie, sin embargo las inconveniencias de cargar con su muerte lo conducen a desaparecer sus huellas y a lidiar con la negación de su buena educación. ¿Es el abogado el depositario último de la ideología argentina? Podríamos sugerir, pensando en aquella figura retórica que intenta decir el todo por la parte, que Naishtat nos brinda los elementos para leer al abogado como una sinécdoque de las clases medias argentinas. La descomposición que anida en la esencia de las clases medias de este pueblo, y de la nación toda, constituye, bajo las apariencias correctas y los buenos modales, una condición de posibilidad de un terrorismo de Estado que se decanta en el horizonte. Quizás esto tenga que ver con el carácter reaccionario de Argentina que Naishtat advierte en una entrevista. Esto se reitera una y otra vez. Los dramas a los que el protagonista se ve arrastrado son instigados por unas fuerzas que no parece comprender, ni cuestionar, pero de las cuales termina resultando cómplice. Y finalmente reconoce la autoridad moral del detective, la fuerza del Estado tanto literal como metafóricamente, una figura que se presenta en todas sus facetas como el restaurador del orden perdido o a punto de perderse. El mundo sin dios que a este personaje le da pavor imaginar es el mundo del desorden, que ya ha debido sufrir en su otrora atea patria. Su cruzada: evitar que semejante crisis se adueñe también de Argentina. 

     La aparente alienación del protagonista no lo aleja de las posibilidades de sacar provecho, a pesar de intentar cultivar una imagen de respetabilidad. Así como el desierto aparece como el espacio de la muerte, la casa vacía es el otro espacio donde se revela esta identidad. Un hogar abandonado luego de un operativo es de hecho el primer plano que observamos en la película. Gente anónima ingresa y saquea paulatinamente el inmueble, pieza por pieza. Posteriormente, el entorno del abogado conspira para apropiarse “legalmente” del domicilio violentado. La mezquindad de la mayoría silenciosa se cristaliza en la escena donde el abogado y su amigo se escabullen en la tan ansiada posesión y encuentran a una vecina instalada cómodamente en el patio. La pugna por la apropiación ventajera del inmueble ahoga casi por completo la historia de sus antiguos habitantes, militantes cuyas huellas, apenas perceptibles, perviven tanto como los signos de la represión, la sangre en el parqué, las revistas aplastadas, los afiches arrancados. Para el abogado y el entorno la política no es del orden de lo cotidiano, se hace presente vagamente desde el exterior a través de la llegada de un interventor o de los rumores de golpe, aunque la atmósfera se percibe hostil y el clamor de orden parece emanar del bucólico paisaje suburbial, la amenaza se sigue percibiendo ajena. La violencia es omnipresente, pero la otra parte del binomio setentista -la política- no lo es. Después de todo, el agente de la DINA chilena se presenta como un detective famoso de la televisión, mientras que el militante revolucionario no deja de revestir un carácter exterior, ajeno. La idea de la violencia telúrica fuera de cuadro se combina con estallidos explícitos, aunque ahogados, como una válvula que regula los vapores contenidos en una olla a presión. En un gesto interesante, la violencia patriarcal actúa a modo de conductor de estos episodios de violencia. Marcadamente, un abuso sexual en una pareja de adolescentes y el secuestro de un joven por parte de un grupo de compañeros de colegio, cuyo líder ve su masculinidad amenazada ante el supuesto amorío de su novia con un amigo de su víctima. 

     En un libro que se abre a la polémica, Los años setenta de la gente común, Sebastián Carassai analiza que el deseo y la publicidad de mercancías aparecen inundados por el recurso a las armas. En esta línea el film interviene a través de un insert que reproduce la publicidad de los bombones Bonafide, en la cual el personaje dispara con un revólver a su interlocutor, una voz en off que le pide compartir uno de los dulces. Soñando con su propia imagen de pacífico y mayoritario grupo de pequeños propietarios y rearticulando su imaginario con el relato alfonsinista sobre los años setenta, las clases medias habían experimentado una particular parálisis de sueño: la escalada armada de aquellos años. Sin embargo, la violencia ejercía sobre ellas un atractivo mayor que el que podían o querían admitir, específicamente si podía calmar el insomnio ante la perspectiva de su mayor pesadilla, el caos, el desorden contrastante al modo de vida que había sabido representar. El Estado tendría en este ejercicio un particular prestigio. Rojo nos invita a pensar cómo esta segunda naturaleza, de carácter preideológico, corroe lentamente el discreto encanto de la burguesía.

     Cuando, como decía Marx, la tradición de las generaciones pasadas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos, en medio del auge de discursos negacionistas y comparaciones falaces, Rojo propone un parate. Y es ahí donde se halla su mérito: el film no nos ofrece un gran relato sobre los 70′. Al contrario, Naishtat nos brinda unos fragmentos y unas historias que invitan a su interpretación. Quizá, como audiencia también nos quepa el rol de detectives. Depende de nosotros ir tras las huellas de un sentido, aprovechando la distancia que ya inevitablemente nos separa de los actores de aquella década carísima a nuestra historia. Entender que, por suerte, y gracias en parte a películas como las de Naishtat, los 70’ no son un pasado que tenga que pasar. 



ÍTALO FERRETTI

Es estudiante del profesorado de Historia de la FaHCE.

CIPRIANO FERREYRA HARVEY

Es estudiante del profesorado de Historia de la FaHCE.