“Nombrar a Menem siempre fue, y es, entrar en problemas”, escribe sobre el final del libro Martín Rodríguez, y al leerlo sentimos un ligero espasmo en el brazo derecho, como si este quisiese moverse solo. Si los setentas se sienten aún tan presentes, qué decir de los noventas que de una u otra manera vivieron (vivimos) prácticamente cada persona que hizo clic para llegar acá.
Desde la primera oración de la presentación, Rodríguez y Pablo Touzon reconocen tomar por objeto una década sobreinterpretada, por la cual mucha tinta ya se ha vertido. Que existe enredada en una miríada de imágenes compartidas y sentidos comunes: del “no los voy a defraudar” al “yo no lo voté”, con paradas intermedias en los indultos, Norma Plá, Punta del Este, Videomatch, los Todos por $2, el desempleo, la marginalidad y la promesa de viaje estratosféricos ¿Te imaginas si hubiesen existido los memes en los noventa?
Por eso, los compiladores abjuran del “falso malditismo político” y meten un libro entero en la llaga del “tabú Menem”, escapando hacía delante de la opacidad y cerrazón que ha venido a connotar ese palíndromo que no será nombrado, incluso dentro de la academia. “Yo tampoco lo voté” ¿Y quién lo hizo entonces? ¿Por qué?
Si bien su concepción original como un dossier de la revista digital Panamá tuvo motivación en la efeméride, se puede leer en el libro una clara interlocución entre ese pasado reciente y un presente que parece ya tan lejano. Un año argentino equivale a siete de un “país normal”, esa entelequia favorita de periodistas anti y hastiados comentaristas de redes sociales.
En el primer capítulo, escrito por Touzon, los noventas y el cuatrienio 2016-2019 son enfrentados como quien pone una cámara frente a una pantalla y ve una espiral torcerse hasta el infinito en el rebote de la luz. Lo mismo ya había hecho Rodríguez en lo que resultó un salvo inicial, “Menem: un busto ahí”, esa columna de opinión publicada en La Política Online promediando el mandato de Macri que sobrevuela todo el libro en forma de citas y alusiones. Si algo vino a corroborar por enésima vez el gobierno de Cambiemos es que la piedra en el camino, el nudo gordiano en que los argentinos vivimos nuestra vida entera sigue siendo ese mismo ¿Y ahora qué hacemos? Podemos empezar por animarnos a correr el velo, y enfrentar lo que podría desagradarnos en el espejo.
Las tres partes en que se organiza el libro, a grosso modo, encaran el problema desde tres ángulos diferentes. La primera y más larga, “El peronismo del fin de la historia”, se concentra en lo político (e histórico). Después de Touzon, José Natanson ensaya una relectura de la tecnocracia cavallista, Tomás Borovinsky, Federico Zapata y Camila Perochena sacuden un poco, cada uno por su lado, el lugar en la historia que se le ha atribuido a los noventas de Menem. Mientras que Luciano Chiconi, Cristian Navarrete y Walter Fresco (a quien se dedica el libro), hacen lo mismo interrogando su lugar dentro del movimiento, a partir de una revisión de las podadas ramas del árbol genealógico peronista.
La segunda parte, “Contra Menem estábamos mejor”, se ocupa de lo sociocultural. Mariano Schuster y Lorena Alvarez, por separado, se sumergen en los avatares de la cultura que se identificaba como progresista antimenemista. Que la producción cultural se encare desde la oposición, desde el contra, es una decisión acertada. En Argentina, ésta siempre se dice comienza ahí, y termina donde se paran sus guardianes intelectuales, sean de derecha o de izquierda. Más allá no hay cultura, hay otra cosa. Esa grasa que te queda en las manos después de comer pizza con champán.
Fernando Rosso parte el libro al ofrecer una excepción, un texto que por volver a referir a esos noventas como un bloque monolítico nefasto se lee un poco panfletario. Como algo que siento escuché alguna vez de la boca de un militante que pidió permiso para pasar por el aula. Del otro lado, Matías Matarazzo, en uno de los escritos originales del volumen, que no pasó por Internet, recala sobre la poesía y los poetas de los noventa a partir del caso de la influyente editorial bahiense Vox. Esos libritos objeto que llegaron a mis manos en mi paso adolescente por talleres literarios.
Una conexión poética. Leyendo la solapa del libro me enteré que Rodríguez fue él mismo un poeta de los noventa, explicando por fin de dónde venía esa música que tienen sus textos, esa facilidad para evocar la imagen justa.
Quizás sea por ese norte literario, quizás por el origen común digital a la mayoría textos, pero en contraste con otros ejemplos del “género Siglo XXI” (mayormente producto de congresos disciplinares, PICTS mancomunados y tesis doctorales), este libro hace gala de una escritura más libre, sin por eso perder espesor conceptual. Más bien todo lo contrario. Con pocas citas que hagan de loma de burro, los autores se sueltan en clave más ensayística. Escuche proponer a una colega que el ensayo es la forma nativa y superadora del pensamiento latinoamericano y acá se encuentran buenos argumentos para ellos.
La segunda parte la cierra Carolina Pellejero con una pregunta: ¿Qué estabas haciendo en los noventa? Su relato es el más autobiográfico en un libro que está manchado entero por referencias propias y fotos de época. En la diversidad confesional que hace a quienes aquí escriben (“peronistas, kirchneristas, liberales, troskistas, aceleracionistas, cristianos y socialdemócratas”), hay un ímpetu compartido en blanquear los propios noventa. “Revisar a Menem es revisarse”, cierra en itálicas la presentación.
Algo del “yo lo viví, pibe” que por primera vez nos alcanza a los clase ochentaypico. Recuerdo que en una de mis primeras clases universitarias un profesor planteó el debate sobre la posibilidad de hacer “historia reciente”. O, si como dice Luis Alberto Romero, sería mejor dejar pasar el tiempo para que los hechos, que los cuerpos, se enfríen. En aquel momento, recuerdo haber pensado que por supuesto que se podía hacer. Hoy, un poco dudo. Pero es igual de cierto que es muy sano el blanqueo del lugar desde el que se habla, tan en boga dentro de las humanidades. Un compromiso contraído tras el mazazo posmoderno al busto de la objetividad. En este sentido, este no pretende ser un libro de Historia, sino de nuestra historia. Un ejercicio casi terapéutico de revisar nuestro presente a partir de nuestro pasado.
La veta biográfica también parece hacerse presente por necesidad misma del objeto, porque esa década fue nuestra “educación sentimental”. Los noventas “están en las cosas” y adentro nuestro también. La globalización implacable del comercio oficiada por la paridad cambiaria y la erosión de barreras arancelarias transformó irrevocablemente a las industrias (culturales o no). Y, especialmente, a nuestros hábitos de consumo. Si se hacía silencio durante los noventa, se podía escuchar el tecleo furioso de Beatriz Sarlo escribiendo una desesperanzada columna contra el hedonismo de la época. Veinte años después, nunca fue más claro que ya no alcanza con leer Para leer al Pato Donald. Con pintarle cuernitos a Ronald McDonald y cantar Mickey Mouse, go home!
Este problema permea todo el libro y se derrama en una tercera parte ocupada con lo socioeconómico, “Si Alfonsín está en el bronce, Menem está en las cosas”, la cual recorre la distancia que va del consumo cultural a la cultura del consumo. En este excelente sprint final, encontramos una reflexión de la historia trunca del neoliberalismo argentino por Alejandro Galliano, una mirada impasible de Florencia Angilletta sobre la clase media que nació y sobrevivió al calor de las transformaciones económicas y productivas que luego piensa Ernesto Semán. Cierra el círculo el mismo Rodríguez, quien encara el consumo como “derecho de masas”, ese nudo gordiano de la “Argentina imposible”, como un problema político.
En esta última parte, y particularmente en los textos de Angilletta y Rodríguez, es donde se explicita la hipótesis más incómoda del libro: cierta continuidad de los noventa por otros medios durante la década kirchnerista, que encontró en ese derecho al consumo, ya sin “uno a uno” pero eventualmente con soja récord y dólar barato, subsidiado, un componente clave de su épica. Un fantasma con el que se prefiere convivir sin nombrarlo.
Con el Turco aprendimos que “nos merecemos el mundo”, como escribe Rodríguez, y al genio de ese deseo no se lo puedo volver a meter dentro de la botella de Coca- Cola. Así por lo menos lo evidencian las fotos que posteaste en Instagram de tus vacaciones afuera, o ese smartphone ensamblado con partes importadas que se ha convertido en el bien suntuario accesible a todas y todos, en un país donde hay casi tantos como hay personas.
En este sentido, ¿Qué hacemos con Menem? no viene a proponer soluciones sino a, como escribí al comienzo, invitarnos a mirarnos, intenso, en el espejo. A que se deje de poner un filtro en la foto de lo que somos y nuestros problemas. Estos son textos que claramente están buscando pelea, que te increpan a que levantes el guante. Que haya saltado de los bits al papel significa que van por buen camino. Mientras tanto, nos seguimos preguntando quién será el Alejandro Magno que corte el nudo con su espada.
Es profesor en Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito mayormente sobre industria editorial, tanto publicaciones periódicas como historieta. Posee un interés omnívoro sobre todos los aspectos de la cultura masiva.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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