Buenas tardes,
Ya me he referido a este libro, a su contenido, como jurado de la tesis de Jerónimo y también en la placentera tarea que significó la invitación que nos hiciera, junto a Laura Lenci, para escribir ese prólogo a dos manos; doble placer, el de escribir para este libro un pequeño aporte que incite a su lectura, el de escribir con mi amiga Laura.
De modo que acá me voy a detener, más que en el contenido del libro, en su forma, en su continente —siguiendo con este asunto de la cartografía, el espacio, el lugar, pero también a lo que permite contener y ligar. Referirme entonces al libro como un lugar, receptáculo de voces y acciones pasadas que retumban hoy, en forma coral. Quiero hacer algunas breves menciones al modo de hacer el trabajo que puso en práctica Jerónimo, al cuidado arqueológico, al moldeado de alfarero, a su asunción de relator de cuentos populares, esos modos que —decía Benjamin— son los propios de la transmisión experiencial.
Decía Reinhart Koselleck que “sin acciones lingüísticas no son posibles los acontecimientos históricos; las experiencias que se adquieren desde ellos no se podrían interpretar sin lenguaje. Pero ni los acontecimientos ni las experiencias se agotan en su articulación lingüística”.
De todos modos, sabemos de la importancia de los nombres; importancia decisiva. Dardo Scavino, en su trabajo sobre Juan José Saer, sostiene que sin nombre, sin inscripción en el registro simbólico de la lengua, cualquier ente se disolvería en una multiplicidad inconexa de cualidades, como le pasaba a Ireneo Funes, el memorioso, que reclamaba distinguir el perro de las tres y catorce visto de perfil, del de las tres y cuarto visto de frente.
Zona Sur viene a ser ese nombre. A exponer ese ser de una multiplicidad que de otro modo quedaría inconexa. Trabajadores de Rigolleau, vecinos del barrio, obreros de Peugeot o Saiar o Alpargatas, Madres de Plaza de Mayo, curas obreros, Novak y la diócesis de Quilmes, ocupantes de tierras en los ochenta, dispositivo represivo antes y luego de 1976; si cada experiencia quedara en su parcela, administrada por algún especialista del área tendría probablemente su buena investigación, su correcta tesis y su adecuado lugar en el anaquel correspondiente de la biblioteca. Pero le faltaría ese nombre que la constituye como algo más, que le da una sustancia que sin el nombre, le faltaría. No porque el nombre agregue algo a esas experiencias: se podría de decir, también con Saer y Scavino, que no agrega nada, pero que es justamente esa nada la que performativamente nos advierte de ese sentido, de esa significación, casi que llama a esa significación: la que Jerónimo urde en este libro, la de la acción colectiva popular.
Pero a esas reflexiones de Saer habría que agregarle el problema de la elección ¿cómo se elige un nombre? Y acá hay que decir que la factura de ese nombre tiene un origen en la huella, en las voces de los y las protagonistas que Jerónimo escucha, como se advierte desde las primeras páginas del libro, cuando su autor atrapa al vuelo esa frase tan conmovedora de Nelson Collazo, ese operario de Rigolleau que quiere vivir apretujándose con sus amigos obreros en “esa zona maravillosa”. Agreguemos que se trata de un origen bien benjaminiano, como un remolino que interrumpe la corriente del río progresivo de la historia, y a eso atiende Jerónimo, a esos remolinos, y a sus conexiones larvadas, secretas, ocultas o borradas, que constituyen esa urdimbre de la acción colectiva popular que nos da a conocer el libro.
Aun cuando Zona Sur sea un nombre que Jerónimo rastrea y afirma en las voces y acciones de los distintos protagonistas —incluyendo las represivas, zonas y subzonas de la militarización del espacio— es también un nombre de ficción, una ficcionalidad en su sentido también originario: como forja, como hechura, como obra. Y Jerónimo es el fictor que se orienta en la nebulosa de registros documentales, de gestos y palabras, y lo hace de un modo particularmente interesante. Pues el modo ya está impuesto por el nombre, nombre parcial, incluso empíricamente impreciso, nombre relacional si se quiere. Porque, ¿dónde empieza y termina una zona —franja, cinturón? Incluso más, ¿dónde una “zona maravillosa”? ¿Y dónde queda el sur, ese término heredado, aparentemente, de alguna antigua lengua germánica que designaba “del lado del sol”? Nombre parcial, nombre de una parte, de la parte de los sin parte podría decir alguien citando a Marx y Rancière. Nombre relacional, decía, que por eso deja establecido el reclamo de un todo, o al menos el reclamo de su intención. Un todo, u otras partes, que son reclamados por el trabajo de escritura propuesto: aun cuando la construcción histórica de cada experiencia es detallada, minuciosa, el autor no busca allí una clave, una llave interpretativa, un signo, ícono o concepto que, digámoslo así, resuelva el enigma de la entera pintura de época. Por el contrario, sin perder los significados de cada experiencia indagada, sería más apropiado filiar el trabajo de Jerónimo con esa modalidad metodológica que Georges Didi-Huberman —siguiendo las elaboraciones freudianas— piensa con la idea de trozo y de su inscripción en una cadena significante, pues el trozo, como en la metáfora del ánfora rota, reclama, llama, provoca la continuidad de una indagación que se sabe fragmentada, incompleta, plena de vacíos. Son trozos esos “momentos críticos” o “acontecimientos singulares” que Jerónimo enlaza, trozos que reclaman su vínculo con otros, pero se trata de un vínculo que no puede tener un ajuste perfecto como en un rompecabezas, un cierto hiato los separa, los discontinúa. (Digamos de pasada que hay allí un sustrato político-epistemológico de enorme criticidad). Ese reclamo de vinculación discontinua que en cada trozo-experiencia se expone gracias a la indagación del autor, hace aflorar un hilo rojo de la acción colectiva: aquello que podría designarse como la presencia de los pueblos.
“El problema estaba en lo que podía reunirse, asociarse, juntarse o coaligarse para darle al espacio una cualidad indeseable desde el punto de vista del orden”, dice Jerónimo leyendo a contrapelo el archivo policial, en las partes finales del libro. Y agrega que autoridades y fuerzas represivas “habían comprendido una característica fundamental de las redes militantes: su capacidad de asociar y poner en movimiento, en un mismo espacio, actores sociales de devenir heterogéneo”.
El libro nos da a ver que, precisamente es la heterogeneidad una característica de la activación popular, que la emergencia de ese pueblo irrepresentable —el de la toma de Rigolleau, el de las coordinadoras del ‘75, el de los curas obreros y las Madres de Plaza de Mayo, el de la tomas de tierras— no es un pueblo identitario sino lo que, apropiándonos de las formulaciones de Jean-Luc Nancy, podríamos denominar un singular plural, una singularidad pluralizada.
Acontecimientos singulares, los nombra Jerónimo, y precisamente esa singularización es la de un devenir político, es decir, una politización que transforma, que subjetiva, que es esa misma subjetivación. También lo comprende esto el archivo policial, en el que se anotaba —advierte Jerónimo— que había que “tener registrados a los buenos, para saber quiénes son cuando dejan de serlo”. Ninguna identidad está a resguardo de una politización.
Subjetivaciones que también requieren de nombres, algunos vienen de antiguo y pueden recuperarse, otros son completamente novedosos y dejarán un sello indeleble en la historia de nuestro país y también mucho más allá, como el de Madres de Plaza de Mayo. En esos “momentos críticos”, esas singularizaciones, esas politizaciones se desprendieron, pienso, de sus identidades socio-jurídicas para asomarse a otras significaciones de sus propias nominaciones, aun cuando esa nominación permanezca, como es el caso de “los trabajadores” o, más claramente, en el término “madres”.
Zona Sur es el nombre que descubre, saca de la oscuridad, pone “del lado del sol”, esos lazos entre experiencias de politización. Sin el libro de Jerónimo, estas politizaciones quizás no nos serían desconocidas, pero se alojarían en esa memoria imposible de Funes, una memoria que impide el pensamiento, y dejarían de constituirse —y por ello devenir distintas en sus sentidos— en esa trama que da cuenta de la potencia de las subalternalidades, de las múltiples formas de la presencia del pueblo. Ese nombre de este libro establece un vínculo entre experiencias de activación que incluso muchos de sus protagonistas probablemente nunca hayan pensado conectadas.
El problema es lo que pueda reunirse y darle al espacio una cualidad indeseable, advierte la ley, nos relata Jerónimo. Me detengo en ese reunirse. En la reunión.
La reconfiguración drástica, violenta, de largo aliento emergente de la combinación del dispositivo represivo del terror estatal y del cambio en las formas de explotación y opresión sociales del capitalismo posfordista, como se expone en el libro, tiene entre sus propósitos evitar la reunión: el poder separa, es su práctica, corta, a lo sumo deja los enlaces seriales, lo homogéneo, las identidades fijas, fijadas a tono con la reproducción de relaciones y jerarquías sociales.
La reunión es su contracara que se teje trabajosamente contra esas condiciones. En el seguimiento de esas singulares experiencias de reunión creo que el libro de Jerónimo hace un aporte consistente y considerable para pensar las experiencias democráticas y la política misma más allá de los sentidos que se convirtieron en hegemónicos desde los primeros años de la posdictadura, sentidos en las que ambas —democracia y política— quedaron reducidas ya a los aspectos procedimentales e institucionales, ya a la lógica del consenso —desde el cual, sabemos, no se pueden debatir las premisas indeliberadas de la misma situación de interlocución consensualista. Ese sentido de lo democrático constituyó a buena parte de la renovación historiográfica y gravitó sensiblemente en las significaciones de la política en los estudios históricos, al postular axiomáticamente una dicotomía entre la nueva política de base consensual y la anterior o contemporánea política confrontacionista o no representativa, calificada in toto como de corte autoritario. Este énfasis dejó en un cono de sombras aspectos cruciales de la historia de la dictadura como también de las diferentes y aun divergentes formas de la radicalización política de los años previos al golpe de 1976 y la emergencia de nuevas prácticas políticas de base democrática como las que pusieron en escena los movimientos de derechos humanos durante la dictadura y en las décadas siguientes.
Ya el arco cronológico que constituye Zona Sur se erige como contrapunto a esas interpretaciones ochentistas, que aún son las dominantes. Pero mucho más es el trabajo de rescate de multiplicidad de experiencias democráticas que no pasan por el sistema de partidos, la conformación de masas electorales o la escena de la representación, sino por esas muy básicas (de base) formas de la reunión que se erigen por medio de la toma de la palabra, de una palabra antagonista, o por medio de las acciones y gestos que reconfiguran la escena interlocutiva, que toman y refiguran el espacio para que sea el lugar maravilloso en el que puedan abrazarse todos los oprimidos y las oprimidas, en la fábrica o el barrio, en la parroquia, el asentamiento, o la movilización callejera, en la Zona Sur, nombre de la multiplicidad de esa potencia del actuar rebelde. Y Jerónimo puede actuar de rescatista de esas experiencias porque no elude la dimensión litigiosa que es propia de la política, leyéndola en los mismos rastros que aquellas singularidades dejaron, no sólo en el archivo policial peinado a contrapelo, sino atendiendo también a las propias consideraciones litigiosas al interior de las acciones colectivas populares que también proponían futuros divergentes.
Finalmente, ese nombre, Zona Sur, volviendo a Saer, es también un nombre que se juega en el deseo, que está unido a un deseo, a que efectivamente esa multiplicidad de la experiencia popular tenga este otro lugar escriturario, la acción rememorativa que haga algo de justicia a ese lugar forjado en las luchas, en las persecuciones, en las ausencias. Ese deseo es el ímpetu indagador de Jerónimo Pinedo, que también hace trama con esa urdimbre de deseos pretéritos de los y las protagonistas, actualizándolos. Y lo hace sin estridencias pero conmovedoramente, sin épica de grandes héroes o heroínas pero exponiendo el coraje y la tenacidad de los y las agentes de esas acciones colectivas, de esos pueblos, de esos acontecimientos singulares que reescriben la historia y por lo tanto nos reescriben a quienes leemos este “libro maravilloso”. Y
Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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ISSN: 2953-4941