El último ejemplar disponible estaba en algún lugar del sótano, en el depósito. Me pidieron que esperara un momento y fueron a buscarlo. En esa librería hay una pequeña mesa de poesía, justo al lado de la sección de novedades. Intenté detenerme en ella, en sus libros, pero me resultó imposible: está ubicada de tal forma que molesta a cualquier persona que quiera moverse por allí. Finalmente el vendedor me alcanzó el libro. La tapa había perdido parte del negro original, en la parte de abajo se podía notar la marca de una uña clavada, estaba golpeado y rayado. Lo puso debajo del lector de códigos de barra y me dijo el precio. Quise pensar, al menos por un momento, en la poesía, y en aquellas páginas condenadas a la desintegración. Fui a la caja y lo compré.
Levé escribe este libro a propósito del suicidio de un amigo de su adolescencia. Se lo envía a su editor, que empieza a leerlo sin ser consciente de que el trabajo, las letras, rápidamente pasarán a un segundo plano. Como si se tratara de una repetición premonitoria, o de una imitación inconsciente, se suceden las dudas, la inquietud, el miedo. Llama a Levé para preguntarle si, en realidad, el amigo no es más que una excusa para hablar sobre sí mismo. Levé responde con evasivas. Pocos días después, decide ahorcarse en el departamento en el que vivía con su mujer.
En aquel punto se acaba cualquier posibilidad de certeza. Levé apela a la segunda persona para hablarle directamente a su amigo, sin seguir ningún tipo de orden. Entrecruza la infancia, los planes, las relaciones, la personalidad, el después. Pero no hay solamente acciones: cada encuentro casual, cada calle transitada en una ciudad lejana, cada cena, todo aparece atravesado por los pensamientos y los sentimientos del instante, de lo inmediato, de lo que usualmente se desvanece con facilidad. A medida que avanza el relato, las palabras comienzan a cargarse de un sentido diferente al que presumíamos desde un principio. Levé nunca abandona la posición original: le sigue hablando a su amigo muerto. Pero la figura de su amigo –ya real, ya imaginario- así como la frontera que los separa, de manera paulatina se tornan confusas.
No podemos saber con precisión, entonces, de qué está hablando Levé, ni cuál fue su propósito al escribir este libro. Su amigo le puede haber contado todo, incluso sus sensaciones en aquella cena de reencuentros, en aquel último momento de felicidad, antes de suicidarse. Puede haberlo dejado por escrito. Quizás sea una invención; quizás no hable de nada; hable de Levé; o del suicidio como hecho en sí. Lo único que podemos saber con precisión, lo único que realmente importa, es que Levé se suicidó al poco tiempo de entregar este libro a su editor. Estamos en la antesala, en el momento previo, de espera. Es un libro escrito por alguien decidido a matarse. Levé contempla –calmado, apesadumbrado, en crisis, tampoco podemos saberlo- el borde final, el extremo de su vida.
Tu suicidio fue de una belleza escandalosa, nos dice. Si en Argentina se googlea la palabra “suicidio” lo primero que aparece es una página oficial del Estado Nacional. Escuetamente se limita a brindar información, dar consejos, sin ofrecer canal de ayuda alguno. Si se busca por otro lado aparece la página desactualizada de una ONG, con un número de teléfono gratuito. El sitio admite que existe la posibilidad real de que no te atiendan, ante la escasez de voluntarios. Entonces te pide que leas un breve texto en el que se detiene–entre otras cosas- en las fantasías posibles acerca de la muerte. No solo el final de todo sufrimiento, sino también la posibilidad de contemplación relajada, desprovista de todo, completamente irresponsable. Levé va más allá de la fantasía: Levé está fascinado. Le dice a su amigo que el presente es solo de él, que la coherencia es solo de él, que la verdad es solo de él. También le dice a su amigo que luego de su suicidio se transformó en parámetro, refugio provisorio ante la tristeza, luz en los momentos de oscuridad. Y no lo está idealizando. Tampoco idealiza su suicidio. Idealiza el después, el falso sin él, su presencia permanente. Reconoce que nunca lo había sentido tan próximo. Tu muerte ha escrito tu vida.
Levé nos presenta a un hombre –su amigo, él mismo, una mezcla, una hipótesis- silencioso, introvertido, tímido, poco sociable. Pasa largas horas encerrado en su habitación pensando, imaginando viajes, interrogándose, generándose dudas. Sobrevuela en todo momento la pregunta sobre el por qué del suicidio, aunque nunca se hace explícita ni se la intenta afrontar de manera directa. La pregunta incluso puede generalizarse, volverse contra nosotros y hacernos parte: ya no el por qué puntual y específico de una historia ajena, indudablemente triste, pero lo suficientemente lejana como para mantenernos en el terreno de la comodidad. El por qué de los miles de gestos, miradas, palabras y sensaciones, capaz de conformar alguna vaga y quizás también múltiple generalización. El por qué descarnado, violento, impiadoso, que nos obliga a mirar hacia nuestros costados. El por qué apoyado en una cifra: aproximadamente tres mil quinientas personas se suicidan todos los años en la Argentina. Un pueblo pequeño, cada año. El libro de Levé nos invita a plantearnos la pregunta: ¿Quiénes son? ¿Cómo llegan a suicidarse?
Porque más allá de la atracción que siente este hombre por la noche, por los días nublados, por la oscuridad, no es una persona solitaria. Levé nos dice: tu vida fue menos triste de lo que tu suicidio podría hacer creer. En las decenas de anécdotas desparramadas durante el relato aparecen novias, fiestas, ciudades exóticas, encuentros, reencuentros, descubrimientos, amistades resilientes. No habla o habla poco. Le cuestan los grupos grandes, escucha y prefiere hacer preguntas. Pero, y en la contracara de la moneda, se siente a gusto conociendo personas cuando los grupos se desarman, cuando desaparece la mirada externa hecha carne. Puede ser feliz, tiene esa capacidad, y quizás eso sea lo peor.
En la cena que tuvo lugar poco antes de morir, de matarse, en ese reencuentro con personas a las que no veía desde hacía mucho tiempo, este hombre se sintió parte de algo que lo trascendía y que podía expandirse hacia todas las direcciones temporales posibles: era presente, recuerdo, imaginación. Indudablemente fue feliz durante aquellas horas. Su mujer estaba sorprendida. Nadie se dio cuenta de que, mientras formaba parte de ese ritual colectivo de entrelazamiento, reconstrucción e invención creativa de historias comunes, pensaba en suicidarse. Ser feliz aparece aquí como compatible o como parte de los pensamientos suicidas. Y esto puede tener una explicación sencilla: la felicidad de la despedida, de lo que se sabe cómo punto final. Pero no era la primera vez que este hombre descubría que sus sentimientos resultaban imperceptibles para los demás: pasaban meses y las personas descubrían que, aquel abrazo, aquella frase, aquella sonrisa, estaban operando como diminutas herramientas que hacían digerible, para los que lo rodeaban, la tristeza propia. No parece ser el simple proceso de tornar invisible lo evidente. De manera inconsciente, este hombre entretejía la duda por medio de lo cotidiano, habilitando en propios y extraños la posibilidad de una distancia prudencial. Y desde esa distancia, a lo sumo preguntarse si la tristeza era solo tristeza, si la tristeza podía tener espacio para la felicidad, si la tristeza escondía en lo más recóndito la potencialidad de la vida, o actuaba como prolegómeno de una certera muerte.
Este hombre dejó una historieta abierta. Cuando su mujer, alertada por el disparo, entró corriendo al sótano, la cerró sin darse cuenta. El único mensaje final se perdió definitivamente. Su padre vuelve de manera reiterada a aquellas páginas. En un cuaderno anota frases, diálogos. Son sus hipótesis del suicidio. Levé acota lo siguiente ante el sentimiento de culpa: no te podían ordenar que quisieras vivir. Pero al mismo tiempo nos aclara a qué se refiere con ese vivir, siempre hablándole directamente a su amigo: vivir en un mundo que habitaba como un extranjero, vivir en una familia que sentía lejana, vivir con un padre violento, vivir con un deber de felicidad que le resultaba una carga intolerable. Pero, por sobre todo, vivir con la certeza de que había una imagen de hijo que caminaba a su lado, que lo acompañaba a cualquier lugar al que se dirigiera, empequeñeciéndolo. En primer lugar, entonces, los padres: nunca fuiste como ellos soñaban que fueras. El ácido de ese descubrimiento fue consumiéndolo todo a su paso, hasta que no pareció quedar nada más, aparte de la muerte.
Levé nos ofrece infinidad de pequeños recuerdos vencidos, derrotados. No hay un detonante claro, las historias se desenvuelven, se superponen, se anudan. Levé pregunta poco y apenas responde. Hace el esfuerzo de alejarse de los reduccionismos y de las recetas que colocan a la culpa como algo ya sea externo, ya sea profundamente íntimo y por lo tanto imposible de rastrear. Para hablar de la muerte, nos pone en primer plano a la vida. La vida en su infinidad de situaciones, de caracterizaciones y de pensamientos. Quizás sea esta la única forma de hablar sinceramente acerca del suicidio.
Es profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET. Su trabajo se enfoca en el estudio de las masculinidades en la Argentina durante el siglo XX.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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