¿Qué define a lo comunitario cuando éste rebasa el Estado Nación, en tiempos en que las fuerzas económicas lo ponen en crisis sin desecharlo por completo? ¿Cuál es el territorio de una comunidad, su centro, sus límites dentro de la sociedad presente, qué comunican sus formas culturales y cómo se relacionan con lo contemporáneo? El libro de Agustina Frontera, ante las preguntas acerca de la relación entre determinadas formaciones sociales y el Estado, señala hacia los márgenes, las zonas de intemperie y de violencias en que se desarrolla la vida social. Invita a poner los ojos en lo molecular, allí donde la fuerza del Estado es horadada porque hay energías microscópicas que se resisten a ser incorporadas por completo. La excursión parte de esas premisas, que se anuncian casi al comienzo: “…pienso el lodo cultural como la puesta en práctica de los Teoremas de incompletud de Godel: ‘Ningún sistema consistente se puede usar para demostrarse a sí mismo’, nadie puede explicarse más que en el Otro” (p. 33). Si es cierto que las motivaciones que operan secretamente sobre nuestros temas de interés pueden ser apenas vislumbradas, se adivina sin embargo un sentimiento de malestar compartido, de identificación con un tipo de experiencia disidente. Por eso los mapuche (sin s, explica entre paréntesis) que la cronista va conociendo son para ella sus “compañeros de angustia social”. Más allá de las diferencias culturales, de origen y de vida (aunque hacia el final nos enteramos de que Agustina tuvo una vida punk unos años antes de su viaje), algo en el “fenómeno mapuche” produce en la autora un misterioso “chispazo mental” –así lo llama–que moviliza su deseo de entender, de interpretar, en fin, de saber.
Es diciembre en Buenos Aires, un tiempo propicio para fantasías crepusculares, de final de mundo, y algunas resoluciones. La narradora, una estudiante de Comunicación de la UBA, neuquina, está cerca del final de su carrera y se quedó sin su trabajo de runner en un restaurante de Retiro. Casi por descarte resuelve hacer un viaje que iniciará después de pasar las fiestas en su ciudad natal. Pero no quiere viajar por viajar. Será una ocasión para preparar el trabajo de tesis. El tema de la tesis ampliará un trabajo entregado para una materia, sobre mapuches punks en la Patagonia. Ahora quiere investigar sobre la “apropiación de herramientas winkas para luchar contra el colonialismo winka”. El libro es ante todo la historia de esa investigación, realizada en el verano de 2007 y narrada en clave autoficcional; habla de la historia de Agustina con la investigación del final de sus estudios. Es además la crónica de un viaje hecho en soledad, una crónica de los mundos que fue conociendo a medida que se acercó a los distintos colectivos mapuche de militantes, comunicadores y músicos en Argentina y en Chile.
La primera etapa comienza en San Martín de los Andes donde la autora visita dos iniciativas radiales: Radio Aucapán (de la comunidad mapuche de Linares) y AM Wajzugún (que está asociada a la radio opositora Pocahullo). En cada lugar, el viaje se relanza como en un juego de postas: Matías, el colaborador de la Wajzugín brinda a la investigadora algunos contactos en Temuco y así sucederá a lo largo del recorrido. Ya del otro lado de la Cordillera la cronista llega a Villarrica para conocer, en Likan Ray, la radio Wallon. Hay una escena que se vuelve emblemática respecto de la relación de conocimiento en que se funda la escritura, y también de la relación con lo político: el afuera del Estado, la fuga, la mezcla, la impureza. Mientras espera a Pancho, el responsable de la radio, un dirigente muy respetado de la corporación Xeg Xeg, en el estudio conoce a Cristian. Lo escucha pasar a The Police y explicarle que la música mapuche no se pone a cualquier hora del día debido, entre otras razones, a las energías positivas que hay que reservar solo para la mañana, cuando sale el sol. Entonces sucede la revelación: comienza a sonar una banda de hip hop en lengua mapuche, en mapudungún. Son los We Newen, que Agustina va a conocer unos días más tarde. En cambio, de la entrevista con Pancho, “nada es destacable”, y a esta altura, ya sabemos que lo estabilizado y el panfleto la dejan indiferente: “Una vez más, lo interesante no está en el centro sino en la periferia, en Cristian y no en Pancho”. Después de la radio Wallon, viene el festival de Los Sauces, del otro lado de la frontera. El viaje se relanza con un nuevo contacto que como una posta la impulsa a seguir hacia el otro lado de la frontera, en Temuco, donde tiene que ubicar a otro militante mapuche, Ronny, que es redactor del sitio informativo Mapuexpress.
Los gestos de investigación aprendidos durante la formación universitaria ocupan un plano muy visible en la crónica: la autora planifica las principales etapas de su viaje a partir de la información previa que reúne, se anticipa a contactar a los informantes clave, estructura ejes de preguntas, construye problemas teórico-políticos en torno al tema, se declara en sospecha respecto de su posición de saber. Durante las entrevistas, no sublima la palabra de los entrevistados sino que sitúa sus dichos en perspectiva y se atreve a pensar teóricamente lo que surge de las entrevistas. Sin complacencia, no oculta su enojo frente a quienes la tratan como winka, o descreen de su empatía, identificación o solidaridad con el “fenómeno mapuche”.
Pero además, en una fuga de su discurso hacia la literatura, la narradora “cala” mínimas señales comunicadas por los cuerpos y no prescinde de los detalles insignificantes (ropa, corte de pelo, consumos, estilos, ondas). Así es como sus creencias e ideas acerca de los modos en que las personas resisten al sistema capitalista en esta prolongada era neoliberal y deben enfrentarse al Estado adquieren cuerpo en cada persona y cada acción cultural que la cronista conoce y se propone describir. Como en las ficciones, hay protagonistas junto a personajes secundarios y voces de otros: están los mapuche como múltiples sujetos, con sus voces, historias, experiencias imposibles de comprender como una totalidad. Representan formas y prácticas siempre plurales, dadas por infinitos modos de ser mapuche y de relacionarse con los no mapuche. Están también los viajeros solitarios que podemos ubicar de acuerdo a su relación con el mundo mapuche: hay un biólogo que la cronista conoce en un ómnibus, al comienzo del viaje; poco después, un militante “antiglob” tunecino y neoyorkino. Este personaje –tan extranjero para los mapuche como para los no mapuche–ha viajado para entrevistar a los músicos mapuche porque le interesan las músicas locales que disputan los sentidos hegemónicos y para buscar rastros de cultura africana, como sucede en el rap. El biólogo argentino y el periodista tunecino son figuras de perfectos ignorantes que descubren una cultura desconocida, respecto de los cuales Agustina funge de instructora o de mediadora entre dos mundos. Ellos le permiten a la vez calibrar su propio conocimiento.
Finalmente, aun los tramos ensayísticos de la crónica, cuando se introducen cuestiones más teóricas (de teoría política) o meditaciones existenciales y éticas tienen su anticipo o su réplica en el cuerpo. En eso consiste la búsqueda de un lenguaje en los pliegues de la intimidad, que asuma lo ilegible y pueda abrirse a la duda, las inseguridades, antipatías y deseos apenas sospechados. Adivinamos una escritura afectada por el contacto con los otros y por la experiencia del “hueco” entre lo que cree ver y lo que se puede decir. Agustina lo describe como un estado físico, la “náusea eterna del trabajo con la pregunta” (p. 31), amplificada por la conciencia de ser winka y acechada por el fracaso en comunicar. Pero no deja de expresar su enojo ante las prevenciones y prejuicios de los propios mapuche. Tampoco renuncia a conocer ni a comprender. Y cuando ya no espera nada, se produce una suerte de bautismo: “estás mapuche”, le dicen. La “mapuchización” se adhiere a su visión de las cosas. Este término aparece al final del viaje. Es que, a pesar de todo, de la imposibilidad de totalizar lo que va percibiendo, algo se afirma, el libro se escribe, la riquísima trama hecha de “resistencias y libertades” se piensa y se comunica.
Al final del recorrido, en Santiago de Chile, aprendemos sobre formas de comunidad que plantean preguntas acerca de su afuera y de cómo protegerse, aunque encontramos algo más que acciones de resistencia y defensa de la tierra y la cultura. Se trata de formas de subjetividad que se definen por oposición al Estado opresor y excluyente pero que sitúan sus prácticas en zonas impuras y de mezcla: hip-hop en lengua mapundungún; recursos web mapuango; anticapitalismo y filosofía ancestral mapuche, lo mapurbe (mapuche en la cultura urbana). Encontramos modos de construir para sí identidades que no sean excluyentes de otras. Conocemos el mundo mapuche como multiplicidad de acciones, ideas, propuestas, que son capaces de resistir a cualquier forma de incorporación. Estos descubrimientos nos esperan al final del camino. En primer plano, solo asistimos a las entrevistas y observaciones que pautan la relación del viaje.
La cronista escribe su excursión a los mapunkies en el fin de la etapa estudiantil de la vida, que está asociada a las ilusiones adolescentes en torno a las múltiples formas de vida posibles, por hacer. Una de ellas aparece en perspectiva: es la experiencia de vida punk, que la cronista anuda con la “mapuchidad” en ese pensarse fuera y contra el Estado. Cuando la viajera está lejos de la capital –de la rutina que muy a su pesar pauta sus días–su angustia desaparece, como si el alejamiento le permitiera acceder a un puro vivir con los otros y otras del sistema. Sugestivamente, esta experiencia disidente se nombra en términos de angustia social. Lo incierto del futuro se presenta como un malestar compartido que la cronista se resiste a abandonar. Por eso, ya de regreso en Buenos Aires, usa su “gorra de Nación Mapuche en cualquier contexto” (p. 126).
Entre sutiles indagaciones en clave postmarxista, inspiraciones teóricas a partir de Foucault, Espósito y Toni Negri y aproximaciones a una escritura que aloja lo íntimo, el amor y otras formas de relaciones, Agustina Frontera consigue una verdadera hazaña: omite alusiones a la pregnante coyuntura local: su viaje transcurre entre enero y febrero de 2007 pero no contiene una sola alusión a los años kirchneristas. Si en Chile, hacia el final del viaje, uno de los entrevistados menciona en su charla los términos de “peronista de derecha”, “peronista de izquierda”, la narradora elige, con sugestiva ambigüedad, poner esas palabras en boca de otro. Quizás porque aquellos años de reconstrucción institucional y social posteriores a la crisis del 2001 le permiten aventurarse a explorar las formas de organización colectiva que persistían en los límites. Abiertas e inacabadas, provisorias, disímiles, estas formas moleculares, cada una como comunidades-micro, proponen vías de liberación política, en un mientras-tanto tan prolongado como indefinido.
Es docente de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP) e investigadora del Conicet. Ha escrito trabajos sobre temas de historia literaria e intelectual y de la edición, y sobre las relaciones entre literatura, política y memoria en Argentina.
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