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CÓMIC

JAMES SCORER


Un millón de bandas malas (2017)
de Lucía Brutta

     A pasos de la avenida Warnes, con el trasfondo de una banda sonora de metal y los perfumes embriagadores del petróleo y la gasolina, se encuentra la librería de cómics y fanzines Punc. De algún modo, todas las librerías son ensamblajes; redes de textos que van y vienen, y que circulan entre los estantes y las manos. Pero no hay nada más punk que una tienda de cómics y fanzines en un rincón de la ciudad conocido por sus negocios de mecánica. Punc(tura?) es ensamblaje, y es estética DIY (Do it Yourself), es decir, la estética del fanzine.

     Entre las decenas de zines que vende la librería, encuentro Realiti de Lucía Brutta (2014), un cómic de bolsillo engrapado y fotocopiado, publicado por Burlesquitas Ediciones. En este fanzine, Brutta (que nació en Barranqueras, Chaco, en 1986 y luego se mudó a Buenos Aires) reflexiona sobre temas de percepción, visualidades cambiantes y realidades paralelas. Poblado por cabezas rapadas, piernas peludas, mierda, cadáveres en descomposición y saliva, Realiti es una opción apropiada para una librería cuyo nombre no responde tanto, o por lo menos no sólo, al punk como género musical, sino como forma de vida y como estética, precisamente, de los márgenes.

     El punk, cuenta la leyenda, fue inventado en Lima, no en Londres, como comúnmente se supone. La banda peruana Los Saicos ya estaba, en efecto, demoliendo cosas en 1964. No llama la atención entonces que Un millón de bandas malas, la colección de historietas que Brutta publica originalmente online entre 2015 y 2016, incluya una historia titulada “Lima dura”, en la que el protagonista masculino visita amigos en la capital peruana. De toda la colección, esta historia es quizás la que más se asocia al punk corrientemente entendido. Se trata de un relato poblado de gente vomitando, cortes de pelo mohicano y canciones antifascistas sobre corrupción política y revuelta antigubernamental.

     Así y todo, una lectura detenida revela más de lo que a primera vista suponemos es el punk aquí. Cuando los amigos protagonistas del relato escuchan una serie de canciones del ex cantante de Tontonzoides (presumiblemente una referencia a la banda Los Manganzoides), la historia no solo evoca los rasgos radicales del punk peruano sino que además los subvierte: el cantante, conocido por golpear a las personas con micrófonos y que ahora orquesta una multitud de cuerpos semidesnudos infundidos de drogas, sujetos que escupen y pelean sin cesar, se enfurece cuando el turista argentino arroja su cerveza desde la parte trasera de la sala y aterriza en su cabeza. “Lima dura” no es solo una versión irónica de lo que sucede cuando la performatividad violenta se vuelve hacia el artista; es también la historia de cómo un argentino encuentra su costado punk en la capital peruana.

     En Punk and Revolution: Seven More Interpretations of Peruvian Reality (2016), un libro publicado recientemente sobre el punk durante el período del conflicto armado interno en Perú, Shane Greene advierte que el punk queda siempre atrapado entre discursos de inclusión y prácticas de exclusión, ya sea en términos de raza, de clase, o de género. El punk, sostiene, vive negociando límites (políticos, sociales, incluso creativos). Debido a su intención de celebrar la crudeza estética y de resistir materialmente la cooptación de formas autónomas de creatividad, concluye, el punk es un medio de sub-producción. 

     Es aquí, creo, que Greene capta muy bien el espíritu punk de Un millón de bandas malas, porque las historias que componen la colección no son punk en su sentido más convencional. No todas las historias contienen la indignación, el asco y la violencia de “Lima dura”. De hecho, a menudo Brutta frustra las expectativas del lector o lectora sobre qué significa ser o verse punk. En “Las fisu”, por ejemplo, Blanca es erróneamente percibida como una mujer gay por su aspecto. Del mismo modo, la historia que abre el volumen, “Ya fue”, frustra las expectativas de violencia que supuestamente tienen los punk. Cuando estalla una pelea en el lugar donde han ido en busca de una prometedora banda, los dos protagonistas punks deciden escapar de los actos violentos del lugar y de las camisas manchadas de sangre. Identificados por error como los responsables de la pelea, contestan al unísono que “ya fue” todo.

     Un millón de bandas malas comienza con esta historia de hastío y de rechazo de las falsas promesas de aquellos que están drogados, borrachos y son violentos pero que, sin embargo, no son punk. Es una historia apta para incluir en una colección que está toda ella atrapada entre los tropos del exceso y la limitación. 

     Los cuerpos de Brutta son sitios de exuberancia y ruptura, sitios que producen vómito y semen, donde circula la droga, el alcohol y el deseo. Y, sin embargo, todo aquello está contenido en un territorio hecho también de límites, fronteras y códigos, ya sea socio-espaciales (como sucede en el viaje a “Zona Norte” en “Antifanzín”) o lingüísticos (en “Lima dura” un peruano advierte a su amigo argentino que “Jaja, Pato, cuando vayamos al concierto no le digas hijo de puta a nadie ni cariñosamente”).

     En su introducción al cómic, Fernando Wirtz llama la atención sobre la atmósfera festiva del universo pospolítico de Brutta, donde el Estado brilla por su ausencia, pero también cualquier tipo de acción partidaria asociada al macrismo o al kirchnerismo. No obstante, en los intersticios entre esos dos polos del presente argentino, Brutta construye un espacio reservado para un tipo de política que concibe al mundo desde una óptica menos nihilista de la que sugiere Wirtz.

     Un millón de bandas malas propone, por ejemplo, una lectura política de la ciudad. Los barrios periféricos del cómic son intersticios de la gran metrópoli capitalista moderna, espacios “exteriores” inherentemente incluidos en la gran ciudad a través de su propia exclusión. En “Antifanzín”, la protagonista viaja a una estación llamada “Zona Norte”, unas coordenadas que bien condensan la dinámica espacial del episodio. Lo hace para vender allí su publicación DIY (Do-It-Yourself). La historia critica el intento de los habitantes urbanos adinerados de la zona por apropiarse de la estética under. Y en “Las fisu”, los protagonistas viajan por la ciudad en bicicleta y visitan un bar donde son tratadas como sapos de otro pozo. Sin embargo, a pesar de no poder cumplir su objetivo de seducir a los hombres del lugar, las “fisu” terminan haciendo suyo ese lugar que las desprecia, como cuando abren a la fuerza una caja de electricidad de la calle para ocultar allí el vino a medio terminar que no pueden llevar adentro del local.

     En gran parte, la apuesta política de Un millón de bandas malas tiene que ver con la idea de supervivencia, y con cierta resistencia positiva expresada en frases como “a pesar de todo” o “ellos siguen ahí” (Wirtz). “Rock estar” es un buen ejemplo de esta perspectiva. Aquí Brutta parodia al rockero de mediana edad que aún vive con su madre y ve Mi gato endemoniado en Animal Planet. Pero la crítica al hombre de cuarenta que quiere volver a tener veinte no es, sin embargo, del todo cínica. Hay una suerte de afecto velado hacia la forma en que este personaje hace, por ejemplo, malabares con su paternidad y con su (más o menos) estilo de vida rockero. La historia termina con un final algo humorístico, cuando su hijo pequeño lo despierta para mostrarle la torta de cumpleaños que sus padres le habían organizado para celebrar sus 40, y ve que al lado está una mujer mucho más joven que había conocido en un concierto la noche anterior. 

     En cuanto a la política de género de Brutta, hay que decir que es marcadamente diferente a la establecida por aquellos que producen el fanzine con el lema “muerte al macho” en el relato “Antifanzín”. Veamos por ejemplo qué sucede en la historia “La grupi” que demuestra la transformación de la protagonista, Jessica, de ser una joven rockera a una groupie punk. Jessica se corta el pelo y se toma una selfie mientras de fondo flamea la bandera de la Union Jack estampada con la leyenda “Anarchy in the UK”. Hacia el final de la historia termina peleándose con otras groupies, practicando sexo oral al cantante Mauro Putos en unas escaleras, besando de “prepo” a un chico en el concierto, y acostándose con un hombre de mediana edad que ya tiene una hija adolescente.

     Brutta está aquí, creo yo, jugando con su personaje para ver hasta dónde llegará su conversión al punk. Y también hay una advertencia para los hombres: las groupies, señala el narrador, “son peligrosamente jóvenes”. Pero el momento más importante de la historia está en otra parte. En la página final, dos punks y una ama de casa discuten sobre la figura de la groupie y de cuánta conciencia tiene sobre su cuerpo. Como para contrarrestar sus puntos de vista, en la viñeta final Brutta nos muestra a Jessica caminando por la calle mientras escucha “Descocada” de Las Ultrasónicas, una canción de la banda mexicana de mujeres de la década de 1990 que celebra la libertad (sexual) femenina y se burla de las expectativas sociales sobre las mujeres. Su último gesto de rebeldía, en sintonía con su homónimo Jessy Bulbo, la bajista y cantante de Las Ultrasónicas, es consumir una píldora del día después. La suya no es tanto una política de la identidad, aun cuando esté en sintonía con ciertos rasgos de las campañas feministas de los movimientos de mujeres de los últimos años, sino una política de tirar todo a la mierda y de coger con quien sea. Al rechazar las expectativas y prejuicios sociales, la sexualidad de Jessica encarna una fuerza disruptiva que socava el valor atribuido a ciertos tipos de comportamiento punk.

     Por eso quizás se entienda mejor Un millón de bandas malas como una reflexión sobre el valor y, más específicamente, sobre la mierda. Los cómics de Brutta están, efectivamente, poblados de excremento. La introducción a Un millón de bandas malas está enmarcada por dos tuberías de alcantarillado que corren a lo largo de la página. Uno está anudado. La mierda, entonces, se filtra por las costuras y estalla en la otra tubería. Uno de los personajes de “Rock estar” lleva una camiseta estampada con la palabra “Caca” (palabra que también aparece en un póster en Realiti). Y el fanzine titulado Caca que aparece en “Antifanzín” es una cita del fanzine Caca: Historietas en proceso, escrito por la misma Brutta. 

     La mierda no solo se cita, sino que a menudo se deposita o incluso a veces se valoriza en el punk. Así y todo, la mierda no aparece referida directamente en Un millón de bandas malas (como sí lo hace en diferentes formas y texturas en las portadas de Caca) sino que opera como un tropo aludido, y nos invita a reflexionar sobre cuestiones de valor en relación a la industria cultural.

     El punto, para Brutta, no es tanto que haya una gran cantidad de música de mierda por ahí, sino más bien que tiene sentido seguir escuchándola. En ese gesto de ir a ver una banda de mierda se encuentra una despiadada crítica al mercado cultural. La página del medio del libro, ocupada toda ella con una imagen de un público multitudinario en un recital, celebra de este modo la experiencia colectiva de la música y también la de los cómics. Están allí los personajes de las historias reunidos en una muchedumbre cuyo lenguaje hablado no tiene sentido (“bla”, “bla bla”, “bla bla”, “bla”), es decir no dicen una mierda, pero cuyo baile, tatuajes, cuerpos perforados, sonrientes y humeantes están en sintonía, como lo está el color con el que están todos dibujados, un color verdáseo parecido, precisamente, al del excremento. Se trata en última instancia de una celebración por la unión y la comadrería que resulta, paradójicamente, de una comunidad vinculada por emblemas y premisas sobre la falta de valor. 

     De allí que “Antifanzín” sea una historia clave de esta colección. Escrita como una guía para conocer la cultura under, Brutta comparte con sus lectores bromas internas sobre el mundo de los fanzines, como cuando nos muestra a los aficionados leyendo las revistas en el puesto en lugar de comprarlas, o a sus amigas que ofrecen cuidar su puesto pero aprovechan lo que ganan con las ventas para tomar cerveza. La última página, que muestra lo que pasa cuando termina un encuentro de fanzineros y como una joven artista “apoya y asiste a todas las ferias de zines, sin importar el nivel de ventas”, es una celebración de compromiso con esa cultura.

     El hecho de que Brutta nos comparta su visión sobre el punk en un cómic es sin duda revelador. Los cómics señalan también las tensiones entre el punk y sus límites. Construido alrededor de bordes y de imágenes que se extienden hasta los límites de la página, y de un lenguaje que se alimenta de símbolos sobre las fronteras y cómo atravesarlas, el cómic se ocupa obsesivamente de su estructura y de la idea de disidencia. El uso de la página por parte de Brutta es bastante estructurado: está dividida en cuatro cuartos y las imágenes casi nunca van más allá del marco. Pero los cuadros dibujados a mano agregan un toque de estética bricolaje. También el uso del color en Brutta es a la vez limitado (usa un conjunto fijo de tonos en cada historia) y expansivo (de colores brillantes y dramáticos que cubren la página). Esas elecciones crean una dinámica que garantiza cierta homogeneidad icónica y la continuidad entre viñetas.

     Un millón de bandas malas juega además con el punk y sus límites porque el cómic se publicó originalmente en un sitio de web. La idea era hacerlo más accesible, y también quitarle algo de control al mercado, aunque es cierto que también deberíamos preguntarnos quién controla esta interfaz. En todo caso, Brutta, cuyos fanzines demuestran que la fotocopiadora todavía tiene valor para este tipo de publicaciones, nos invita al mismo tiempo a preguntarnos si sitios como Tumblr pueden acaso ser una forma de asumir la estética y la política DIY del punk en la nueva ecología digital y como desafío del fanzine en este nuevo milenio.

JAMES SCORER

Es profesor de Estudios Culturales Latinoamericanos en la Universidad de Manchester (UK). Es autor de City in Common: Culture and Community in Buenos Aires (2016) y coeditor de de Cómics y memoria en América Latina (2019). Investiga cuestiones de cultura e imaginación urbana, fotografía e historieta latinoamericana.