Hace poco más de un mes se estrenó Joker entre nosotros, la película de Todd Phillips protagonizada por Joaquín Phoenix, y lo digo, no más, por si algún distraído todavía no lo sabe. Desde entonces no paran de aparecer notas, entrevistas, pareceres de directores y de público y crítica periodística que rastrilla todas las disciplinas. Fui a ver la película ni bien se estrenó porque había leído una crítica que anunciaba el estreno, pero también que sería una película que haría historia. ¿Por qué le creí? No siempre le creo a la crítica. Vivo de ella. Es más claro que fui por ver el trabajo de Phoenix, elogiado a más no poder, y no tanto como seguidora de la historia de Batman, aunque también un poco por esto y el recuerdo de las tardes, vuelta del colegio, frente a la pantalla blanco y negro del televisor. Sin ninguna duda fui porque me atrapó el nombre: Joker, mientras escuchaba o leía, sorprendida, las relaciones que se hacían con un cierto personaje de comic, la serie y las películas que se hicieran alrededor de Batman y los enemigos de Ciudad Gótica, es decir, los archienemigos de Batman. Yo nunca había escuchado que hubiera un Joker. De hecho, en cartelera aparece con otro nombre, Guasón.
Después de ir a ver la película quedé fascinada, impactada, pensando mil cosas a la vez y al borde de las lágrimas por el destino que se va forjando el desgraciado Arthur Fleck o, con empatía infinita, por sentir que la sociedad toda se va pareciendo cada vez más a la de esa ciudad que allí aparece y que cada vez produce más y más Joker. La verdad sea dicha, no me importa mucho si la película es reflejo, representación ad hoc estilo Hollywood o delirio absoluto del personaje de cabo a rabo. Más bien me inclino por la última opción dados muchísimos indicios que llevan a que ni bien instalada la cuña de la duda (y son varias las dudas que van apareciendo) todo el edificio de lo verosímil se desmorone como un castillo de naipes. No importa, el punto es que el personaje, y entonces los espectadores, creemos que es verdad o que puede ser verdad. A partir de entonces también sentí la compulsión a poner por escrito lo que me había pasado con esta película, hasta que un amigo que todavía no la había visto, cinéfilo profesional programador de un prestigioso ciclo de cine desde hace años, posteó algo así como una pregunta en torno a qué pasaba con Joker, que todo el mundo parecía obligado a escribir, pronunciarse o sentar posición y se abría un largo hilo en el que los amigos, a su vez, algo agregábamos. En mi caso simplemente advertí el fenómeno teorizado por Roland Barthes en el siglo pasado acerca de lo que ocurre con los buenos libros, las buenas obras, que empujan al lector, exigen, solicitan ser reescritas, volverse texto como parte de su operación productiva. Podríamos pensar que esto también ocurre con las buenas películas, llevándonos según la disponibilidad, desde la escritura a la producción de nuevas películas. De hecho son varias, películas y escrituras, las que se cuelan en la de Phillips. Pero no es de esto de lo que hoy quiero hablar.
Interesada especialmente por aquello que se decía de Joker, posponiendo entonces mi escritura, los dispositivos móviles lo detectaron y empezaron a llover notificaciones y alertas, tráiler y video ensayos, interpretaciones de todos los colores (sociológicas, psicológicas, criminalísticas, extra criminalísticas, psicoanalíticas, textualistas, inter y extra textualistas, cinéfilas, inter y extra cinéfilas, etc. etc., de todo), anuncios de precuelas, secuelas y lo que cada uno quiera, desee, proyecte y necesite.
Fue allí, entonces, cuando sentí fuertemente que había visto otra película. Más allá de comprender los ángulos interpretativos y a la carta que se me ofrecían, ninguno aludía a lo que yo había visto. Seguramente el ojo crítico entrenado a ver la quinta pata al gato hizo lo suyo. Pero esta vez había algo más que crítica en lo que pensaba y sigo pensando y es, más bien, algo que pasa por el cuerpo y no por las operaciones razonables de la crítica. Esto hace que intente volver sobre los pasos para reconstruir ese momento en el que miré la película sin poder tomar notas, sin escribir, y salí del cine cegada por lo que se estaba escribiendo en mi cabeza acerca de la historia de ese pobre hombre-síntesis de una sociedad que, sin pausa y no tan lentamente como habría de pensarse, camina hacia un destino similar. El punto de disidencias será cuál es ese destino.
Para la mayoría de las interpretaciones es la conversión de Arthur Fleck en el villano de Batman. Para otra parte importante, la revuelta social, individual o colectiva. En lo que a mí concierne, sospecho algo peor, la locura. No solo del pobre Arthur sino del planeta en el que el capitalismo global no puede más y nos arrastra, al parecer, sin alternativas. También podemos disentir en cuanto a la verdad del futuro que nos espera mientras lo hacemos, esperándolo, pero no me cabe duda sobre la desesperanza como “mensaje” bastante explícito de la película. Para Arthur/Joker y para los espectadores. Por esta razón, creo, el cimbronazo pasa por el cuerpo. De Arthur/Joker y de los espectadores. Y esto es, precisamente, el acto y el efecto de la desolación. La película contiene una crítica feroz al sistema, con posible efecto Werther me gusta decir (recuérdese la ola de suicidios, con chaleco amarillo, comentada por la prensa de la época a causa de la empatía con la novela de Goethe). Todo el mundo sabe las maldades de que es capaz el villano en el que, dicen, se convertirá Arthur en la serie de Batman. Pero yo no sé si este Arthur será aquel personaje o está delirando a lo largo de toda la película. Y eso es la locura aquí, la falta de límites, la intemperie. El punto donde ya no importa si la salida es individual o colectiva, si viene del cine independiente o desde el mismísimo centro del capitalismo: lo que vi (o quise ver) es que no hay salida sino la entrega al delirio psicótico (llámeselo con el nombre que se prefiera).
Ahora bien, por qué, pregunto y me pregunto, nos afectó tanto. ¿Hace falta que Hollywood venga a decirnos algunas cosas que hace tiempo ya pensamos por nuestra cuenta? ¿Por qué nos afecta tanto viniendo justamente de Hollywood? Me pregunto también por qué fascina, sabiendo que la fascinación no tiene respuesta. ¿Será el poder de lo encantatorio de la fascinación que ni siquiera deja lugar a la pregunta crítica? Es un quedarse “boquiabierta” porque allí está todo dicho, todas las imágenes, los gestos, las miradas, la desubicada risa incontenible, los detalles, los esforzados movimientos de un cuerpo enloqueciendo. No queda mucho por decir, analizar o diseccionar, salvo poder mirar otra vez y detener a cada paso la película y pensar.
Es más, la mayoría de los análisis terminaron molestándome, me parecieron superficiales, análisis sobre la literalidad de lo expuesto desde un ángulo disciplinar específico. Y todo esto es ya muy triste porque el punto es que Joker, creo, pide otra cosa desde su nombre. Joker es Joker, no un “guasón” como fue traducido horriblemente aquí, ni un bromista ni un payaso. Joker, el joker, para los que tenemos unos años y tardes de infancia jugando a las cartas con la abuela o las tías o las amigas, sabemos que, a lo sumo, podría traducirse como “comodín” aunque siempre lo seguiremos llamando Joker: la carta que diabólicamente “sirve” para reacomodar cualquier juego medio rengo, medio ciego, medio sordo o medio loco. De chica, mirando esas preciosas cartas me había preguntado (seguro que con otras palabras) cómo era posible que, en definitiva sin valor específico, esa carta fuera la más valiosa, la más esperada en el juego y al mismo tiempo la más temida, así como su figura fuera siniestra en todos los mazos. ¿La ambivalencia del Joker? Mejor dicho, la multivalencia que puede completar cualquier otra combinación a riesgo de no poder hacerlo y, entonces, perder absolutamente a su poseedor, convertirlo en el peor perdedor, porque su sin valor se multiplica casi sin sentido por encima de todos los valores llevándolo al final de la lista de los jugadores o directamente expulsándolo.
Me asusta darme cuenta recién ahora de aquello que la mayoría empezamos a disfrutar desde chicos: la locura del Joker, la nuestra. Disfrutar/padecer un juego para pasar el rato, una tarde de lluvia, una noche de póker, un entrevero en el truco (donde no hay Joker porque todo el juego es Joker), carta comodín, un paréntesis que, cada vez, vamos ampliando más y más dado que no sabemos muy bien qué hacer con los hechos de lo real histórico que nos arrollan como un tsunami. El desastre social, ecológico, económico y todos los etcéteras que se quieran es mundial y no sé si exista un lugar a resguardo de la debacle que no sea a fuerza de la explotación de otros. El Joker parece ser nuestro disimulo, carta comodín actúa un paréntesis para poder seguir adelante. Y seguir. Qué más da, qué más puede dar, qué de bueno puede haber si a lo largo de la historia, a nivel internacional digo, triunfan en definitiva los que suelen no ser los mejores. De mal en peor, los finales felices solo habían quedado para las melosas películas de Hollywood. Parece que hoy ni eso.
Docente-investigadora que no puede dejar de leer.
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