En mi casa nunca hubo plata para viajar a Orlando, Florida. Sin embargo, aunque faltó visitar la meca de los noventa, se podría decir que vivimos en el espíritu de la década. En la tele siempre hubo cable. En la cómoda del living se acumulaban los alquileres del videoclub y las torres de discos compactos, casi exclusivamente en inglés. Los domingos se almorzaba en Pumper, y a la vuelta, me dejaban elegir algún muñeco por diez o quince pesos/dólares en la juguetería. La política, como el veintinueve de febrero, solo existía cada cuatro años, cuando acompañaba a papá en su discreto paso por el cuarto oscuro. Disney, anime, sitcoms, rock sinfónico, el Family, Indiana Jones, Metallica y la colección de ciencia ficción de Hyspamérica, la de los libros azul y plateado: esa fue mi dieta de consumos culturales, toda importada. Activamente mi madre nos prohibía mirar TV local. Más que nada para que no tuviéramos acceso a la precocidad de las tiras juveniles de Cris Morena, o a la misoginia del prime time, donde Francella ojeaba asiduamente culos a través de un boquete que daba al vestuario de las mujeres. Había en casa un palpable desprecio por la producción cultural argentina contemporánea, que convivía con una velada nostalgia por el pasado mejor de los Narciso Ibáñez Menta y los Robin Wood.
Habiendo crecido en ese contexto, Los Simuladores fueron poco menos que una revelación. Las poco inspiradas promociones que podían verse durante las tandas de Telefé fueron suficientes para persuadirme de apagar la Playstation y sintonizar la televisión de aire. Se parecía, pensé, a las series yankis que miraba en Canal Sony o Fox. Pero como El Eternauta, que mi viejo me regaló unos años más tarde cuando salió editado dentro de la Biblioteca Clarín de la Historieta, la serie satisfacía una necesidad que no sabía que tenía. Expresaba la aventura desde un lugar más cercano, en un lenguaje, una idiosincrasia en las que me veía inmerso todos los días. Esas cosas que veía en la tele podían pasar también acá.
Lejos estuve de ser el único que se encontró en Los Simuladores. La serie, un escape de ficción en tiempos de reality shows y crisis, se convirtió en una sensación desde su lanzamiento el 21 de marzo 2002. A pesar de transmitirse durante los pegajosos primeros días de enero, y enfrentar la munición pesada del canal contrario (que programó el estreno de Nueve Reinas a la misma hora), su capítulo doble final alcanzó un rating de casi treinta y tres puntos en 2004, impensados para la televisión moribunda de hoy. La producción ganó siete premios Martin Fierro, incluyendo el de oro. El formato fue exportado y rehecho en Chile, España, México y Rusia.
Mas la verdadera medida de la vigencia de Los Simuladores ha sido su pervivencia en el imaginario colectivo: las comunidades en redes sociales, los memes, los videos en Youtube, los permanentes rumores de una secuela y su consagrado lugar en el debate virtual como la mejor serie argentina jamás hecha. Siendo producto de un medio que en nuestro país es particularmente efímero y amnésico, la serie ha logrado de manera encomiable seguir renovando su público. Primero, a través de la subida ilegal por parte de fans a canales de streaming o plataformas de file sharing, y en los últimos años, gracias a formar parte del catálogo de servicios de gran penetración en el mercado como Youtube y Netflix. Cuando la empresa norteamericana de la N anunció que discontinuaría la serie en 2018, la autonombrada “Asociación de fanáticos de Los Simuladores” se organizó y desplegó un operativo en redes digno de la ficción que forzó la decisión por renovar los derechos de transmisión. Sólo Los Simpsons podrían arrogarse mayor poder de convocatoria.
¿Por qué Los Simuladores resonaron de tal manera en el público argentino? Para empezar, la premisa fue original en el contexto de la televisión local (aunque críticos han señalado la similitud del concepto con la obra de teatro Los Árboles Mueren de Pie de Alejandro Casona). Episódica con muy leves elementos de serialización, la serie cuenta sobre un equipo que opera en secreto y es capaz de “resolver cualquier clase de problema” mediante “simulacros”. Un servicio que sus clientes pagan con una buena suma de dinero y voluntariados en futuras misiones. Santos (Federico D’Elía), mente maestra y líder del grupo, lleva adelante la “logística y planificación” de los intrincados planes. Medina (Martín Seefeld) realiza la “investigación” necesaria para que ningún cabo quede suelto. Lamponne (Alejandro Fiore) se ocupa de “técnica y movilidad” que involucra el gran despliegue de los operativos, y es lo más cercano a un hombre de acción en el grupo. Por último, Ravenna (Diego Peretti), se ocupa de la “caracterización” de los diferentes personajes que requieren las ficciones.
Pero aún más atractivo fue que, como “los primeros superhéroes de nuestra televisión”, la producción apeló a la “afinidad electiva” de cierto sector entre los consumidores argentinos nacidos de los sesenta para acá, cuyo paladar había sido formado a través de tres décadas de progresiva apertura y flexibilización del mercado frente a bienes culturales importados, desde el “deme dos” hasta el “uno a uno”. En contraste al repertorio cultural de, por ejemplo, mis docentes universitarios, muchos de segunda o tercera generación, fogoneados durante su juventud al calor de los setenta, mis padres y sus coetáneos, entre los que se cuenta Damián Szifron (creador, productor, escritor, director de la serie), fueron socializados en la secundaria del Proceso o directamente en democracia, cuando el fervor político se convirtió en atributo de uno u otro de los “dos demonios” y el consumo se abrió paso como un marcador de pertenencia cada vez más importante. Mientras la brújula empezó a girar desde París a Miami (porque es USA, pero no hace falta el esfuerzo de aprender inglés), el rechazo ideológicamente fundamentado a los productos culturales masivos hechos en Estados Unidos comenzó a tener menor asidero en la “clase media”. VHS, “cidis” y cartuchos de Sega empujaron al fondo de las bibliotecas a las novelas del “boom” y los sencillos de Silvio Rodríguez o Arco Iris. Mis compañeres de cursada, hijes de les mismes profesores, criades en la tradición política de izquierda afrancesada y/o latinoamericanista, compartían conmigo las referencias culturales de Los Simpsons, Volver al Futuro o Cartoon Network, y ahorraban peso a peso para comprar entradas a un recital de Radiohead.
Los Simuladores hablan en un lenguaje desarrollado a base de una dieta de blockbusters importados y superproducciones para TV. La gramática visual de la serie delata que Szifron mamó mucho de Spielberg, en particular los Cuentos Fantásticos que éste produjo en los ochenta. Cada toma está encuadrada con ojo cinematográfico, despegándose de la fórmula de la tira e incluso del más prestigioso formato del “unitario”, y se anima a los exteriores y los FX. Se apuesta sin vergüenza a una narrativa de género, donde los elementos fantásticos son el atractivo principal pero, tomando nota del genio de Oesterheld, Szifron también inyecta una buena dosis de costumbrismo. Así como el gran público argentino, históricamente tibio ante la ciencia ficción (como delata la taquilla de los multiplex), aceptó como propios a Manos y Cascarudos porque se los sirvieron entre una partida de truco y un viaje a la cancha de River, acá lo extraordinario se viste de un género con mayor tradición local como el policial, y se recurre con abandono a los tropos del culebrón. En este punto, la serie se permite actualizar el repertorio de conflictos televisables, complementando a una saludable cuota de maridos infieles y esposas desengañadas con problemáticas por entonces novedosas como el bullying o el feminismo de una crítica de la objetificación de la mujer en el marketing, momento inmortalizado en incontables memes. Un detalle: en la escena en cuestión, la representación del juicio, con jurado y todo, se parece más a lo visto en un capítulo de La Ley y el Orden que al sistema judicial argentino.
Una década antes de su película record Relatos Salvajes, Szifron probó tener una línea directa al imaginario clasemediero, sus deseos, sus temores, sus prejuicios. Solo que esta vez, en lugar de ponerlos en escena como una violenta sátira admonitoria, gratificó desde la pantalla chica cada una de las fantasías. Cada operativo ofrecía una oportunidad para escenificar la resolución extraordinaria a una dificultad mundana común a todos los argentinos (que sabemos en la televisión significa una familia cis hetero de pretendida descendencia europea y clase media que vive ahí donde termina Almagro y empieza Caballito). Los simuladores son agentes del id televidente, justicieros deus ex machina que vienen a cagarse en la narrativa de autosuperación de biopic hollywoodense para cumplir los ensueños que se te ocurren cuando abrís el aviso de corte del gas ¿Quién no quisiera poder recuperar al conyugue que te dejó, saldar la acuciante deuda de la tarjeta, aprobar todas las materias en diciembre o hasta tener un affair con Paul McCartney? Indicativo de los tiempos que corrían, uno de los objetivos más recurrentes de los simulacros es lidiar con los problemas económicos de los clientes: un hombre mayor es despedido sin reparo alguna de la empresa donde trabajó toda la vida; un pequeño comerciante ve su negocio puesto en riesgo por la construcción de un inmenso hipermercado en el barrio; un grupo de ancianos se quedan sin hogar cuando los dueños decidieron poner el rédito por encima de las personas.
Si a lo largo de los capítulos el televidente comienza a identificar una bajada propia a la producción, no está leyendo demasiado entre líneas. “El programa es anarquista de derecha”, tituló Clarín una entrevista realizada al director durante la fiesta pos Martin Fierro de oro. “Es anarquista porque se rebela contra los grupos de poder, los grupos económicos, las compañías de medicina prepaga, contra las compañías de seguro, contra cierta parte de la iglesia. Incluso contra la TV, como se verá más adelante en algún capítulo”, desarrolló el realizador. Los simuladores combaten al “capitalismo salvaje” que “propone un sistema que deja afuera a mucha gente y que capta lo peor de las personas que están adentro del sistema”. Si bien el mayor villano al que enfrentaron Santos y compañía fue Franco Milazzo (César Vianco), un estafador de poca monta que se gana la vida a través de una agencia de talentos trucha, el “enemigo mayor” y tácito era “Menem”.
En el contexto de la aguda crisis económica pos 2001, Los Simuladores se presentan como Robin Hoods aporteñados que estafan a estafadores, prestamistas, corruptos y otros predadores alfa de la selva neoliberal. Mientras ese mismo año Sebastián Ortega y Adrián Caetano produjeron con gran repercusión el unitario Tumberos, que enfrentaba al televidente con las miserias de la sociedad, Szifron ofreció una fantasía escapista para la vapuleada clase media en la forma de un grupo de vengadores anónimos e infalibles capaces de solucionar sus problemas y satisfacer sus deseos. Escribo clase media porque si bien el programa da lugar a personajes de otro extracto social (una de las víctimas de Milazzo es un albañil que apenas llega a fin de mes), la vasta mayoría de la clientela está compuesta por abogados, dentistas, comerciantes, artistas, modelos, chicas que tienen la plata para ponerse las lolas, compradores de departamentos, etc.
Que Szifron definiera ideológicamente a sus simuladores como anarquistas “de derecha, no de izquierda” resulta un hecho a destacar. Cuando cada remera del Che y meme de KiciLove refuerzan que la rebeldía, y también a menudo la altura moral, son patrimonio de la izquierda, héroes que obran en pos “de un mundo bueno, pero no desordenado” resultan la excepción que colma una demanda insatisfecha. Como afirma Santos en una escena ya consagrada en el panteón de Internet, “hoy por hoy, si te querés rebelar tenés que usar traje y corbata”. Entre los simuladores no hay ningún Juan Salvo. En un relevo a la representación de heroísmo pop argentino, la serie de TV reemplaza el tan mentado “héroe colectivo”, afecto a la utopía transformadora y al sacrificio grandilocuente, por un equipo que contribuye a lograr “un mundo con más justicia” donde “donde cada uno pueda hacer con libertad aquello para lo que está”. Profesionales que no se avergüenzan de disfrutar en privado los frutos de su heroísmo, desde el estilo bon vivant ilustrado de barrio privado de Santos al adelantado poliamor de Ravenna, quien convive con tres chicas que no aparentan un día más de veinticinco.
En el nacionalismo liberal soft y hasta un poco progre de Los Simuladores podríamos incluso encontrar una de las razones de la amplitud de su éxito. Una parada ideológica que funciona como un atrapa-todo entre el público consumidor de cultura masiva argentino. Justicia social, pero a medida de cada individuo. Encontramos en las diferentes emisiones apelaciones a varios hitos de una moral vernácula de lugares comunes, como el “todos los argentinos son coimeros” menos yo. La corrupción de quienes rompen las reglas habilita a seguir rompiéndolas en busca de la proverbial ecuanimidad del “ladrón que roba a ladrón”. Todo tejido con suficiente sofisticación dentro de una narrativa entretenida capaz de seducir por igual a los peronistas de Perón de la productora de memes Los Labios de Altamira y a los púberes libertarios con inclinaciones incel de Taringa! Szifron nunca olvida que lo fantástico no está al servicio del comentario social, sino que el segundo está ahí para condimentar el espectáculo principal de lo primero. Si la serie aparenta ser una ventana a la realidad, es solo porque está puesta ahí para que la abramos y nos escapemos a través de ella.
La muerte de la televisión como fue concebida durante el siglo XX, un desenlace no solo anunciado sino prácticamente consumado, invita a pensar el desarrollo del medio como un proceso completo. Quienes acepten este desafío encontrarán en Los Simuladores uno de sus últimos hitos, el cual expresó tanto las posibilidades como las contradicciones de la industria local. Por un lado, evidenció su capacidad de generar producciones capaces de seducir a los “paladares negros” formados con productos de industrias más potentes que se importaba mediante el cable. Por otro, fue la excepción que confirmaba que el telespectador deseaba ver algo diferente a lo que se ofrecía el resto de las veintitrés horas de programación. Primeros héroes vernáculos del siglo XXI, Los Simuladores podrían leerse como expresión el ánimo de un público televidente que salió del trance de la crisis con hambre de justicia social, bancaria, et. al., pero que no estaba por ello dispuesto a dejar de lado los hábitos de consumo que había adquirido. Como si de un gran simulacro se tratase, la sociedad argentina había emergido de la ficción de la convertibilidad siendo otra. El consumo de bienes (importados) quedó instalado en el centro de la discusión pública, y ya no hubo vuelta atrás ¿Tiene fuego?
Profesor en Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito mayormente sobre industria editorial, tanto publicaciones periódicas como historieta. Posee un interés omnívoro sobre todos los aspectos de la cultura masiva.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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