GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

FILOSOFÍA / POLÍTICA

AGUSTÍN SUÁREZ


En tiempos de catástrofes (2009)
de Isabelle Stengers

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     Gaia -no la Tierra ni tampoco Gea, como es usual nombrarla acudiendo con más distancia a la mitología griega- está haciendo intrusión en nuestras vidas, se hace sentir punzante. Ya no es posible hablar sostenidamente sobre la Humanidad -o sobre el Hombre- y su épico combate para poner de rodillas a lo que lo limita, a todo lo que impide su expansión, porque Gaia por fin lo impide. Obliga al tartamudeo. De ella proceden las impugnaciones que a Isabelle Stengers le interesan. Nombrar a Gaia -nombrarla de este modo que, nos enteramos, enerva a los científicos-, significa para esta filósofa de la ciencia aceptar, nada más y nada menos, que una forma de trascendencia, “inédita u olvidada”, se ha hecho presente entre nosotros, justo cuando se suponía que no había lugar para tales extravagancias. Porque el combate del Hombre había sido también contra las ilusiones y los mitos, por edificar un reino en el que sólo hubiera lugar para él, expulsando cualquier injerencia incuestionabemente externa. La crítica fue su aliada principal y a ella cuestiona Stengers, pues de remedio se convirtió en veneno que “celebra como progreso de la razón la destrucción de lo que liga, sin aceptar que lo que liga puede ser lo que hace pensar”. Hoy la crítica es el “pasatiempo favorito de los universitarios”, que se entretienen revelando que sólo hay construcciones sociales, marcadas por el pecado de la falsedad contra el que se arremete. Esta es la idea más importante, el corazón del argumento que se desenvuelve en En tiempos de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene.

     Pero lo que más puede incomodar no es esto, de hecho por otros caminos veníamos rastreando la cuestión de la trascendencia, preguntando qué hacer para que la vida no siga privada de ella, con la duda de cuál es o será su consistencia si clausuramos hasta el interrogante. Las catástrofes, que desde hace mucho nos acompañan y llevan en andas a la barbarie, son hijas legítimas del mandato explícito y altisonante de las sociedades modernas. El mismo reza que sólo es válido el crecimiento económico. Es imposible anhelar otra cosa para la vida en común que, apresada por esta exigencia, se vuelve sofocante. El libro está escrito al calor de la crisis de 2008, por tal motivo arriesga: “No creo equivocarme si pienso que, si ha vuelto la calma cuando este libro llegue a sus lectores, el desafío principal será ‘reactivar el crecimiento!'”. La menor duda al respecto es acribillada por la policía de la época, que tiene en su línea de avanzada a la ciencia atada desde las tripas con el mundo empresario y sus leyes del mercado. Pues nadie mejor que el capitalismo logró interpretar la partitura del crecimiento y no hay capitalismo sin ciencia a su servicio. Le sirve para advertir la potencia del mandato una de las pocas alusiones que hace a una población no europea: “piénsese en aquellos que se ahogan en el Mediterráneo, que prefirieron una muerte probable a la vida que tendrán en su país, ‘rezagado en la carrera por el crecimiento'”.  Hablar del capitalismo -y de la Ciencia con mayúscula porque puede haber otra- no sólo es hablar de la explotación del hombre, sino de la destrucción del mundo. Pero no de Gaia, porque para ella todo esto que la ha llevado a hacer intrusión es menos que un rasguño. Otra forma en que se manifiesta su presencia: no queda más que alertar contra el calentamiento global, se convoca a un combate en “unión sagrada” contra él -nunca contra el crecimiento económico que está a su base- y la sugerencia que se desparrama, con cuidados modales propagandísticos, indica cómo combinar la práctica del consumo que no tiene descanso con la conciencia de la huella ecológica que éste produce. Ronda la sospecha de que nos estrellaremos pero detener el crecimiento sería peor, porque conduciría a traicionar la épica humana jalonada por sus innumerables logros. Un “pánico frío” recorre los cuerpos; proviene de que se aceptan, sin prestar verdadera atención, “mensajes abiertamente contradictorios”.

     ¿O debería ser este otro el punto del argumento que más nos complica? El estado, “nuestros responsables” los llama, está muy lejos de propiciar una solución, más bien es parte sustancial del problema. Es quien gestiona el “pánico frío”. Sólo con una pizca de perspectiva histórica, es la que contiene este libro, golpea a los ojos que la existencia misma del estado se autoimplica con la del capitalismo. ¿El huevo o la gallina? Autoriza unas palabras, se enlaza a ellas -las de la Ciencia y la racionalidad-, y sólo se siente saludable si es capaz de dar muestras de que su colaboración es imprescindible, fundamental para el crecimiento. Administra la necedad que nos aproxima a un nuevo desastre. Lo hace atizando los horrores que sobrevendrían si exploráramos otras formas de vida, cierra con candado las puertas que a duras penas permitían entreverlas. Cumple con su responsabilidad. A las puertas las habían abierto, sólo una hendija, ráfagas insumisas que proceden de andariveles laterales y minoritarios de la misma sociedad. Son aún débiles, no soplan al unísono; en nada se parecen a los vientos o los huracanes de la Historia, cosa que, por su modestia, a Isabelle Stengers la satisface. No hay temperamento prometeico a la vista, la modestia se lleva mucho mejor con la acción de “honrar a Gaia”.

     Tenemos otra idea del crecimiento y del estado en Argentina, también en América Latina. Crecer económicamente, durante los gobiernos denostados por populistas, fue un mandato pero no en sí mismo, sino para incluir a poblaciones muy vastas que desde hace más de un siglo era consideradas “extrasociales” o que habían sido expulsadas con estudiada crueldad a partir de las dictaduras y en los años noventa. Poblaciones con las que no había ningún compromiso. El estado, que por fortuna nunca fue aquí el de Luis XIV, se erigió como fuerza capaz de impulsar la inclusión. Combatir la pobreza -la otra palabra que nos obsesiona-, creando trabajo, produciendo economía. Cuando el neoliberalismo retoma las riendas, lo primero que ataca es esta construcción. Nuestras ideas permanecen muy por fuera de la órbita de Isabelle Stengers que usa como ejemplo principal la lucha social y civil que en Europa se desató contra los “organismos genéticamente modificados”, por lo tanto contra Monsanto y su política de arrasamiento de los pequeños agricultores, de industrialización absoluta del campo. Un pequeño dolor de cabeza para “nuestros responsables”, para la Ciencia y los Empresarios, que se defendieron agitando que el proyecto sólo buscaba erradicar el flagelo del hambre. No le interesa, o no puede, mencionar que lo que al menos alteró las noticias usuales que al viejo continente llegan desde América Latina tuvo que ver con la decisión de que los ingresos extraordinarios que provinieron de ese sector de la economía fueran administrados por el estado con políticas de signo redistributivo. Hasta en las orejas tenemos soja transgénica, pero durante un rato se la supo articular con expansión de derechos y libertades, con el retroceso de la pobreza y la indigencia, “con una vida que valga ser vivida” como ella lo expresa. Si en el 2009 no era fácil de ver, en el 2017, cuando se publica el libro en castellano, una nueva introducción habría sido de ayuda.

     De otro de los nudos de su argumento hubiera podido surgir el vínculo para acercarse a nuestra encrucijada, que seguro Stengers no ha renunciado a pensar que también es la suya. Es el que plantea que la destrucción a la que conduce el crecimiento económico no sólo atañe a la naturaleza, sino a los saberes que en otro tiempo la humanidad cultivó para relacionarse con el mundo de forma más justa, más atenta a Gaia. Incluso con el capitalismo como modo de producción dominante. La Ciencia protagonizó una tarea que fue de tierra arrasada, que con el lema “nosotros sabemos, ellos creen”, sustrajo de nuestras vidas toneladas de prácticas y palabras. “Un día, tal vez, experimentaremos cierta vergüenza y una gran tristeza de haber despachado a la superstición prácticas milenarias, desde aquélla de los augures de antiguos a las de las videntes, lectores de tarot o echadores de conchillas.” La dimensión de la catástrofe que nos aprieta el cuello sólo se dimensiona correctamente si se presta atención a esta faceta de la destrucción. Pisamos sobre cementerios de saberes. Por ende, después de diciembre de 2001 no nos encontramos con un repertorio amplio de recursos para poner a prueba y salir del atolladero al que habíamos llegado. Muy por el contrario. De este modo, no fue capricho que la crisis que afectó a América Latina haya encontrado sus resoluciones más interesantes de la mano del Estado y del crecimiento económico. Tampoco fue gestión de la catástrofe.

     Pierde en complejidad su libro al ahorrarse estos problemas nuestros, como el pensamiento que hace falta ensayar correría el riesgo de empezar a ahuecarse si no tomara en cuenta su argumento. Hay riesgos y riesgos, éste sería de los malos. Sólo hace unos meses con un grupo de compañerxs leímos En tiempos de catástrofes. A fines de 2019 en Mendoza se produjo una muy importante movilización, se dice que pudo ser de las más numerosas de su historia, que enfrentó la decisión del poder político de favorecer la megaminería, el uso de cianuro que contaminaría el agua. Y el agua, como se sabe, es un recurso escaso en nuestra provincia. Veníamos de lo que evaluábamos como una derrota política, cuando no habíamos logrado plegarnos al impulso nacional que había impedido la reelección de Macri. El esfuerzo militante fue insuficiente para hacer retroceder la hegemonía conservadora que en Mendoza hace pie firme en la alianza entre el radicalismo y el Partido Demócrata. Varixs que ya participábamos de asambleas vimos en lo que abría la movilización del 23 de diciembre una oportunidad que, en el mismo movimiento, nos llevó a pensar con más seriedad esta problemática que, no sólo en Mendoza, mientras fuimos gobierno habíamos desoído. Y luego nos preguntamos, habiendo atendido el argumento de Stengers, cómo el peronismo nuevamente a cargo  del gobierno nacional afrontaría estas cuestiones.

     Es parte del asunto indicar que también leímos y discutimos este libro después del golpe cívico militar en Bolivia que, de este modo lo dijimos, derrumbó la “hipótesis García Linera”. La misma aducía que mientras la economía siguiera creciendo no había peligro cierto de que la experiencia nacional popular, e indígena en su caso, fuera derrocada. Nos preguntamos, por lo tanto, si no era hora de reverla o, más en general, de revisar el sesgo desarrollista de nuestros gobiernos. Pero, digámoslo todo, en la discusión se había metido el antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro, quien también se pregunta por Gaia y sostiene en una entrevista de agosto de 2013, epílogo del libro La mirada del jaguar: “cada vez que tomamos el aparato del estado, es el estado quien toma nuestro aparato, llamémoslo así, mental.” No nos dio ganas siquiera de googlear qué anda pensando hoy este antropólogo al que, por lo demás, yo admiro, después de que Bolsonaro, que es mucho más que un nombre propio, dejó en claro que al menos en estas orillas el Estado no siempre es el mismo. Es en este momento de la encrucijada que leímos En tiempos de catástrofes.

     Es muy endeble, si se lo pone ante lo que significa la irrupción de una trascendencia, de Gaia, lo que perfila Stengers como respuesta. Que no sean salvajes es lo que le interesa. Movimiento slow, jurados populares, el activismo norteamericano de acción directa no violenta, programadores y usuarios de software libre. Viveiros de Castro recoge la pregunta que formula Bruno Latour, lector principal que tuvo el libro de Stengers: “¿Quién va a ser el pueblo de Gaia?” Sopesa de un lado y del otro al sujeto que estará a la altura de esa trascendencia; se pregunta  por los indios y los descarta porque “su tecnología no sirve para los desafíos que tenemos.” Agrega el brasilero lo que podríamos decir de Stengers: “Creo que Latour se deja cautivar demasiado por el modelo de la democracia representativa. Usa el vocabulario del parlamento, de la asamblea, del acuerdo, de mundo común. (…) No es suficientemente pesimista, cada vez más está difícil decir que vamos a salir bien de esto.”

     Quizás no alcance para salvarnos, como el Dios que reclamaba Heidegger, pero si se activan los malones e incluso los quilombos que surcaron nuestra historia, por lo menos no moriremos de miedo.

aGUSTÍN SUÁREZ

Es profesor de Filosofía en escuelas secundarias de Las Heras y Guaymallén, en la ciudad de Mendoza.