¿Por qué motivos políticos Thomas Hobbes se inclinó por una figura que sabía asociada al Anticristo para nombrar una de sus principales obras de teoría política? ¿Qué significados y qué funciones tenía la stasis, que llevaron a Platón a sostener que en esas guerras los griegos luchaban como destinados a la reconciliación? ¿Qué excluye el concepto de lo político de Carl Schmitt tras la aparente simpleza del par amigo/enemigo? ¿Por qué la guerra civil puede ser pensada como paradigma político?
Estas son algunas de las preguntas que jalonan el recorrido de Stasis. La guerra civil como paradigma político, de Giorgio Agamben, nuevo capítulo de la zaga Homo Sacer, en el que se reúnen dos seminarios dictados en 2001, pero publicados en Torino recién en 2015, y en los cuales Agamben se aproxima a la stasis, la guerra civil, ese fenómeno “tan antiguo como la democracia occidental”. Por supuesto, no hay ninguna ingenuidad ni sólo una vocación fáctica en este señalamiento de la común antigüedad de stasis y democracia. Un diagnóstico sintomático es el punto de partida: si bien hay una “polemología” y una “irenología”, se carece hasta hoy, dice el filósofo italiano, de una “stasiología”, una teoría o doctrina de la guerra civil; precisamente en la época en que se extiende la “guerra civil mundial” (categoría introducida por Hannah Arendt y Carl Schmitt) y el sentido moderno tradicional de la guerra ha desaparecido.
Pero arranquemos por el final. En el segundo de los trabajos reunidos, “Notas sobre la guerra, el juego y el enemigo”, el filósofo italiano nos ofrece una sólida refutación de la concepción schmittiana de la política —y con ella, del lugar primordial que tienen las figuras del enemigo y de la guerra, categorías que Schmitt mantiene en una consciente indistinción. Lo que esta doctrina excluye, dice Agamben, es que antes que la supuesta común capacidad de los hombres de matarse entre sí, ha sido la producción de una vida humana a la que se puede matar —el homo sacer— el basamento del orden jurídico-político occidental, y es de allí que se deriva el contenido de cualquier figura de enemistad en la modernidad.
Frente a esa concepción, Agamben recupera el carácter agonal de las guerras en la Grecia arcaica, en las cuales lo lúdico era el paradigma básico. Guerras que no eran simulacros, cuyas razones no eran ni la enemistad ni el aniquilamiento de las condiciones de existencia del contrincante, sino que se libraban por juego (agon), como instancia de regulación de las relaciones entre comunidades (que podían incluso tener vínculos amistosos de antaño) o al interior de ellas; combates de los que emergían relaciones de alianza, y de allí la observación de Platón que apuntamos al comienzo. La guerra en su forma originaria, había dicho Johan Huizinga, era un aspecto esencial de la función agonística y por lo tanto lúdica de una sociedad dada, lo cual se expresaba en la ambigüedad de términos como el griego xenos o el latino hostis, que designaban tanto al extranjero como al huésped (con quien desde entonces se establecía una relación de amistad duradera transgeneracional, como se aprecia, por ejemplo, en La Ilíada). Su mutación posterior (capturada por la polis) no debiera significar el olvido de esa originaria función agonal-lúdica como aspecto consustancial de la convivencia entre grupos humanos, porque —pensamos— sobre esa base se puede concebir otra política y otra subjetividad, donde el juego sea el elemento primario.
En el primero de los dos estudios reunidos, en una línea de reflexión que contribuye a un pensamiento no sustancialista de la política, Agamben interpreta a la stasis como una zona de umbral, una región situada entre la casa y la ciudad, entre lo impolítico y lo político, entre la domesticidad y la ciudadanía —porque oikos y polis, si bien distintas y separadas, están estrechamente vinculadas por el mismo tipo de relaciones de exclusión e implicación que zoé y bios—, un campo de tensiones surcado por corrientes de politización y despolitización, campo en el que “la casa se excede en la ciudad, y la ciudad se despolitiza en familia”. Se puede sostener, entonces, que hay una política que es la polis, una condición vital e identitaria de los ciudadanos asumida en una legaliformidad, el derecho ciudadano, y expresada en una institucionalidad y una subjetividad. Pero también existe otra política, o bien dicho, existen politizaciones (como también despolitizaciones), y es ese campo tensionado el que se revela —y también se rebela— en la stasis, la guerra civil. Se trata de un paradigma político —en el sentido en que Agamben entiende el concepto de paradigma— en tanto coesencial a la ciudad, algo que no puede ser eliminado, aunque al mismo tiempo debe ser elidido, borrado.
Etimológicamente, advierte el autor, stasis nombra el “acto de levantarse, de estar firmemente de pie”. Alguna vez Judith Butler sugirió que la figura de la rebelión, de la sublevación, es la de un cuerpo erguido, la de una persona elevada; alzamiento, se dice también de las revueltas; algo se eleva, se yergue (como en La libertad guiando el pueblo, imagen que se reitera en cuanta movilización popular presenciemos). En el caso de la stasis, anotemos también que se trata de un acto, de modo que podríamos pensar la política (la politización) como ese acto de levantarse, de erguirse, una acontecimentalidad gestual. La política como gestualidad.
La stasis se ubica, entonces, en el núcleo de ese campo de politizaciones y despolitizaciones, revela su existencia, de modo que hay momentos de la historia que se caracterizan por “la tendencia a despolitizar la ciudad transformándola en una casa o en una familia, regida por relaciones de sangre y por operaciones meramente económicas” —momentos dominantes, agreguemos— y existen otros “en los cuales todo lo impolítico debe ser movilizado y politizado” y que, podríamos decir, coinciden con la raíz etimológica de stasis. Pero en ambas situaciones, ¿qué o quiénes son los que se levantan y ponen de pie o, contrariamente, se refugian en ámbitos considerados no políticos, preservados de dicha dimensión?
Agamben retoma el carácter contradictorio del concepto de “pueblo” en el pensamiento político occidental, que Hobbes tenía muy presente: hay pueblo soberano a condición de dividirse a sí mismo en “multitud” y “pueblo”, es decir, desdoblándose en dos formas de existencia del pueblo, desdoblamiento que toca el núcleo de las relaciones entre política y representación. Pues, por un lado, hay Commonwealth, Estado o Leviatán, que no es más que una representación, una ilusión óptica, que cual dispositivo catóptrico hace ver un pueblo donde hay multiplicidad (multitud); para el filósofo inglés, sólo hay “pueblo” cuando coincide con el Monarca-Leviatán, es decir, el “pueblo hobbesiano” es visible en el Estado, cuya soberanía deriva de la multitud que lo invistió. Pero por otro lado, está ese otro pueblo, que Hobbes nombra como “multitud desunida” (cuando precede al Estado), o como “multitud disuelta” (en tanto objeto referencial de la representación que el Estado es); multitud que por ser el elemento impolítico —en esta racionalidad de la política— no puede ser representado, y por eso su ausencia en el frontis que ilustra la primera edición de Leviathan.
La unidad del Estado-Leviatán, en tanto artificio ficcional, implica un dispositivo que instituye el lugar de la mirada, que coloca a los sujetos que supuestamente lo constituyeron en una perspectiva en la que, como “multitud disuelta”, no pueden simplemente renunciar a la representación que los designa como el “pueblo soberano”; la multitud queda capturada por esa representación unitaria. Pero eso comporta que el Estado hobbesiano es un Estado sin demos, sin pueblo —sin ese pueblo bajo, de menesterosos, de excluidos, de subalternos, pueblo con minúscula o multitud, así nombrado en infinidad de textos del pensamiento occidental. Y sucede que es ese demos, esa multitud la que habita realmente la ciudad, aunque como elemento designadamente impolítico. Desdoblamiento del pueblo, fractura en la política moderna: mientras el body politic, Common-wealth, sólo existe en un plano irreal, en la ilusión óptica que lo unifica y lo presenta representando —como dirían los teóricos de Port Royal— la invisible multitud real amenaza permanentemente con erguirse, con la guerra civil, inevitable derrotero para convertirse en multitud desunida derrotando al Leviatán. De modo que el Estado hobbesiano convive con la guerra civil, Leviatán con Behemoth.
La soberanía de la representación nunca es, entonces, completa; en la frase “nosotros, el pueblo”, como analizara Butler, siempre se retiene un plus soberano que puede ser demandado por los representados, por el pueblo (con minúsculas). Pero, hay que agregar, esa demanda es la que abre la situación de guerra civil. Por eso Agamben, a pesar de citar la taxativa diferenciación entre guerra civil y revolución que tempranamente formulara Hannah Arendt, se pregunta si no se trata meramente de una diferencia de nominación. Guerra civil, como también rebelión, como apuntó Reinhart Koselleck, si bien no coincidían exactamente con revolución tampoco se excluían mutuamente en torno al 1700, de modo que así se nombraban acontecimientos que con posterioridad a la Revolución Francesa serán vistos efectivamente como revoluciones (el caso más ejemplar sigue siendo la revolución en la Inglaterra del XVII, precisamente cuando escribe Hobbes).
Es en este punto que Agamben retoma la tercera parte del libro, sección generalmente eludida por los comentaristas modernos. Allí, el filósofo de Malmesbury plantea que el Reino de Dios, un estado real y efectivo —ni utópico ni metafórico—tendrá lugar con la Segunda Venida, momento en el cual se superará la cesura entre body politic y multitud, el pueblo podrá reencontrar su cuerpo político, ya sin jerarquías entre la cabeza y el resto. Leviatán y Reino de Dios son “dos realidades políticas autónomas pero conectadas, en el sentido de que el advenimiento de la segunda implica el final de la primera”, un giro sorpresivo si se toma la tradicional figura de Hobbes como pensador conservador (tal, por ejemplo, la valoración de Norberto Bobbio), y de notable afinidad, agrega Agamben, con los fragmentos teológico-políticos de Walter Benjamin. Un Hobbes escatológico, seguro de que el estado del Leviatán debe ser abolido.
Carácter agonístico y no sustancialista de la política, al menos de esa política que el filósofo italiano prefiere nombrar como politización, ese campo tensionado que la stasis revela; núcleo de la concepción hegemónica de la política moderna que resulta para ésta irrepresentable y con el que necesariamente debe convivir. ¿En qué consistirían esas corrientes politizantes, esos momentos en los que todo lo impolítico se moviliza y politiza? Para un autor tan preocupado, desde hace años, por ir más allá de un pensamiento de la política en términos de medios y fines, la politización como acción no podría limitarse a una praxis, ni tampoco a un acto poiético. Como en el juego, se trataría más bien de una acción performativa, un tipo de acción gestual —dado que gesto es el término que aun retiene, en las lenguas modernas, un verbo olvidado, gerere, que refería a un tercer tipo de acción, entre la praxis y la poiesis, como nos advierte Agamben en Karman. Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto. El acto de levantarse que es la stasis sería el gesto político que la multitud disuelta, habitante real de la ciudad, despliega en su desafío al Leviatán, a la big politic de la representación. Un gesto que es una acción en la que han quedado interrumpidos sus fines normalizados, refigurando de ese modo la situación.
Así fueron, pienso, las marchas nocturnas y espontáneas de 2001 y 2002 en Argentina, acciones que no tenían clara su finalidad, que ni siquiera seguían la pauta tradicional de las movilizaciones demostrativas, sino que más bien se realizaban como agon, actuaciones performativas cuyo alcance se iba revelando en la medida en que se actuaba, y que si eran “convocantes” era gracias a ese carácter lúdico, donde lo importante era estar ahí. Movimiento en y de la nocturnidad, gesto político que interrumpía la temporalidad cotidiana y la distribución hegemónica de la energía del colectivo. Hubo —hay— muchas de esas acciones, pequeños actos, que visibilizan a la multitud, dan cuenta de su presencia e inquietan a la representación. Acciones que son gestos que, por lo demás y en tanto figuraciones, articulan —potencialmente— a un pueblo múltiple sin remitir a la identidad de un sujeto previamente designado.
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Domingo 12 de abril. Pero podría ser lunes, o jueves, o simplemente día (o noche), ni 12 ni domingo, en la cuarentena planetaria. Días extraños estos, en los que son mayoría quienes vislumbran cambios epocales, donde se habla de los tiempos de la pandemia y se especula sobre los tiempos de la postpandemia. Días de aislamiento o distanciamiento social, nos dicen, pero no se termina de calibrar cuán gravosa puede ser esa denominación, habida cuenta del poder de los nombres para crear sus referentes. Tampoco sabemos si el respeto de las medidas de distanciamiento expresan una solidaridad extendida, como apuntan algunos, o un pánico masivo que expresa sensibilidades recluidas de antemano en la (sobre) vida del capitalismo tardío.
Las opiniones se dividen. Apelando a los términos que Agamben emplea en Stasis, ¿estamos en una época de despolitización, época que se inicia a principios de los años ’70 y que la actual pandemia sólo nos muestra más crudamente? ¿O, como se señala desde otros rincones del pensamiento, se abre hoy la oportunidad para un tiempo de politización, en el que todas nuestras relaciones sociales quedarían expuestas para ser transformadas bajo el prisma de la crítica? Tal vez la época de despolitización continúe de manera más aguda, pues está por verse cuánto sedimenta en subjetividades esta nueva normatividad de los cuerpos separados como paradigma de la sociedad saludable (viejo paradigma el de la separación de lo que está junto —por ejemplo, la cooperación que está a la base de la sociedad— el cual siempre está acompañado de una alguna forma de unión artificial). A la par, seguramente seguiremos insistiendo, como siempre, en esas politizaciones de la resistencia, retomando las diversas experiencias de las revoluciones, las insurrecciones o de las micro-experiencias resistentes a las diversas relaciones de explotación y opresión que nos brinda la historia. Pero la historia —la que nos interesa— no es solamente un archivo experiencial: es también una temporalidad pendiente que, invocada hoy, puede darnos ese plus, esa conmoción y desarticulación del presente como uno.
Cuando la virtualidad de las redes informáticas promete superar nuestro encierro y mantener (a distancia) nuestras relaciones intersubjetivas y también nuestra capacidad productiva sin pérdida, disminuyendo el ritmo del contacto, perdón, del contagio, ¿cuál sería el gesto de erguir el cuerpo político revolucionario y/o resistente? ¿Acaso existen políticas de las emancipaciones que no requieran de la generación de un exceso, emergente de un colectivo de cuerpos en contacto? Y el espacio propio de esas políticas emancipadoras ¿cómo dislocaría el que surge del distanciamiento social, para hacerse visible en su disenso? Tal vez hoy, más que apurar las respuestas, se trata de formular las preguntas.
Es profesor en la UNLP, en la UNLPam y en la UBA. Sus temas de investigación cruzan las problemáticas de la memoria de los sectores subalternos con las reflexiones sobre las formas de escritura de la historia. Entre sus libros se encuentra Soviets en Buenos Aires (2015).
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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