GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

CINE

RAÚL FINKEL


Las hijas del fuego (2018)
de Albertina Carri

las-hijas-del-fuego-afiche-1x70-PDF

     Las hijas del fuego es en una primera mirada una porno sobre el goce femenino,  las dos terceras partes de su duración –pongamos 70 de los 115 minutos que dura- son escenas de sexo explícito. También podríamos decir que es una porno por respeto a la opinión de su directora, que vocifera que su película es una porno. Pero no es una película hecha para calentar sexualmente a sus espectadores y nada más, es una película mucho más compleja y que apunta a muchos y más interesantes lugares que solo la excitación sexual.

     El porno des subjetiviza los cuerpos, los transforma en objetos de una narración que busca el goce de un otro externo. El porno lo crea en parte la mirada del espectador, sea un valijero o un censor. Carri diluye la individualidad en otra búsqueda, la de la comunidad; no des subjetiviza sino que muestra yo suaves, yo que no buscan imponerse de ninguna manera, yo que no desean el dominio. La historia es sencilla en extremo, una pareja lesbiana se reencuentra en Ushuaia luego de unos meses de distanciamiento por motivos laborales. En la salida de esa noche conocen a otra chica. Las tres emprenden un viaje que puede ser a Puerto Madryn, a una especie de procesión acuática, o a Necochea a rescatar un viejo auto. La película es el camino. Una road-movie, en la que van conociendo, levantando y compartiendo partes del viaje con otras mujeres. En el recorrido aparecen distintas historias, hasta que llegan a algún lugar que no es ninguno de los dos posibles destinos iniciales. 

     Pero el tema no es la historia sino el tratamiento: de la imagen, de los personajes, de sus cuerpos, del goce sexual, del relato, y de les espectadores. Las hijas del fuego es una película lesbiana, todo el sexo que vemos es entre mujeres. Y la proliferación de escenas sexuales construye claramente una primera idea: la desaparición del concepto de propiedad en el vínculo amoroso o sexual. La nadadora y la cineasta, que son la pareja del inicio, están juntas hace tres o cuatro años. Ninguna expresa el menor gesto de inquietud frente al encuentro sexual de la otra con una tercera o una cuarta o una quinta. Más aun, esa pareja inicial parece sumar al tercer personaje por orden de aparición, una trabajadora de una fábrica de electrónica, no sólo a sus juegos sexuales sino también a su vínculo amoroso. No hay atisbos de propiedad sobre el cuerpo del otro ni sobre sus sentimientos, los celos están fuera de campo.

     Las  protagonistas de la película son mujeres y pareciera que todas pueden desearse libremente, no sólo porque nadie se los impide, sino fundamentalmente porque el requisito para encontrarse con otra no es más que la posibilidad de que ese encuentro suceda, la posibilidad de compartir el goce con otra mujer. Por otro lado, el goce sexual está absolutamente desvinculado de cualquier patrón estético de los cuerpos. Las siete mujeres que en algún momento comparten el viaje en la combi y los encuentros sexuales, son cuerpos diversos y comunes que se unen y se cruzan en el deseo. Son mujeres verdaderas que pueden tener curvas o no. Son una comunidad de goce y libertad que se expande o se encoge según las circunstancias. Y las circunstancias siempre están marcadas por el ejercicio de la libertad individual.

     La manera de gozar de todas y cada una de ellas es también absolutamente diversa: parejas, tríos, orgías, consoladores, látigos, cuerdas, máscaras, dedos, lenguas, hasta incluso la que solo goza en soledad, consigo misma, quien va a cerrar la película con un largo plano de su masturbación. La des normativización del goce es absoluta. Las hijas del fuego no sólo manifiesta una sexualidad disidente, también formas de vínculos distintas a las que la tradición nos ha acostumbrado hasta naturalizar. Cada una es de sí misma, no hay deseo de posesión, ni el deseo sexual ni el vínculo amoroso generan lazos excluyentes y mucho menos posesivos.

     La comunidad que construye Carri es un grupo casi horizontal, descabezado, las que inician el relato como personajes principales en determinado momento se diluyen en el grupo y el protagonismo lo asume otra mujer, como si de una historia transversal se tratase. Cualquiera es la protagonista, todas son las protagonistas. Porque lo que propone no es algo que le sucede a una sino a todas, porque a lo que aspira es a una horizontalidad de las relaciones en todos sus aspectos.

     La película incluye una re presentación, que funciona como reivindicación, de uno de los primeros cortometrajes de Lucrecia Martel: Rey muerto de 1995, una pequeña obra maestra de fuerte reivindicación de la mujer. Cuando el feminismo no estaba en casi ninguna agenda pública, Lucrecia Martel construía un personaje femenino que se plantaba y desafiaba con inteligencia y valor la violencia de un marido que por caso era el “poronga” del pueblo. Martel no sólo reivindicaba a una humilde mujer de un pueblo miserable, también vinculaba inteligentemente la violencia femicida con la violencia social y política arraigada en la Argentina. Una de las historias que surgen en el camino de la combi lleva a sus siete protagonistas a un pueblo llamado Rey muerto con el objetivo de ayudar a una mujer que padece de esa misma violencia machista y de una tremenda frustración. La cita repite casi textualmente la escena final del corto en la que, ahora las ocho mujeres, echan del pueblo al hombre, para que el personaje de Érica Rivas pueda tener una vida, más allá de que esa vida no sea con ninguna de ellas, más allá de que en esa vida no aparezca atisbo de deseo sexual. Es pura sororidad.   

     Las hijas del fuego no debería ser pensada como una película en términos de cine con algún, aunque sea mínimo, resabio de la idea de entretenimiento. Las hijas del fuego es un manifiesto feminista centrado en los vínculos sexuales y amorosos, y en las formas del goce. Desde esta perspectiva es una película de una enorme potencia crítica que nos habilita a pensar las formas en las que la dominación patriarcal se ha hecho en nosotros naturaleza afectiva.

     La libertad y la comunión de la comunidad que construye Carri no se limita sólo al sexo y los afectos. Otras realidades perceptivas son puestas en juego también a partir de los hongos alucinógenos que cultiva y consume el personaje de Cristina Banegas, la madre de la nadadora.

     Que ninguno de los objetivos iniciales del viaje se cumpla es también parte del posicionamiento crítico político de la película. Se corre de la productividad, de alcanzar el objetivo, del destino como justificativo del viaje. Se cumplen otros objetivos, que emergen en el trayecto, que adquieren sentido en las interacciones con las otras. Pero lo significativo está en el viaje y en los vínculos, ni en el destino, ni en la individualidad. No son para otras ni otros, son para sí mismas, pero no en un sentido individualista, egoísta, sino en el sentido de no alienado, de no escindido. El trio y con él el viaje y el relato comienza con un gesto de solidaridad y cada parada del viaje tiene esa carga.

     Carri de alguna manera va contra el amor romántico, que vendría a ser la más consolidada trinchera del dispositivo patriarcal. No hay ningún halo especial en ningún encuentro, no hay entrega de nada que haya sido conservado para ese momento, no hay lucha heroica, no hay sacrificio en pos del amor, no hay ese otro único, no hay dolor ni costo que pagar por el amor. Sobre todo porque ninguna de las protagonistas parece estar buscando ninguna mitad perdida de sí misma, todas parecen bastante completitas como personas.

     Las hijas del fuego es una fábula y un manifiesto que no solo tiene interés para las mujeres, ya que lo que propone son formas de vínculos, con uno mismo y con otres, construidos desde otra lógica. Las hijas del fuego es una película feminista porque sus protagonistas son mujeres, porque su equipo técnico está compuesto por mujeres, pero fundamentalmente porque entiende al feminismo no como un asunto de mujeres sino como la superación de formas vinculares, sociales y políticas que tienen como característica la dominación, eso que solemos llamar patriarcado y que nos impone un dispositivo vincular a todos los seres humanos, a todo ser vivo, a la naturaleza en su conjunto.

     La vuelvo a ver y las asociaciones traen de vaya a saber qué recóndito lugar de la memoria los nombres de William Reich y su intento por entrelazar sexo, marxismo y psicoanálisis; y de David Cooper, la antipsiquiatría y su texto  “La gramática de la vida”, quizás porque Las hijas del fuego es un manifiesto utópico en una época neblinosa, en la que es difícil ver lejos. Un manifiesto. Para una de las intervenciones de la voz narradora de la película Carri escribe este texto:

 

“Sobre el territorio del amor: La odisea se despliega como la cartografía de un nuevo continente. Hay que aprenderlo todo, incluso inventar nuevos aparatos para mensurar. Encontrar nuevos verbos para nombrar los descubrimientos…

Notas de personaje: Rosario y Sofía. Se amaron de un modo violento. Hicieron de la furia una causa. Incluso en la propia imposibilidad de alejarse de ella. La idea del amor romántico contiene violencia en sí misma, es imposible de llevar adelante sin romperse, y ellas lo saben y lo habitaron en toda su potencia, también en la cólera, y desde ahí lo pervirtieron hasta destruirlo. Ahora son otras. A Rosario solo le gusta el sexo consigo misma, la apabullan las energías. Es extremadamente sensible y sólo puede concentrarse en la pérdida de conciencia a solas, de ser posible completamente sola. Dejó de lado hace tiempo el sexo con Sofía y esto a Sofía al comienzo la desconcertó por completo, luego sintió una libertad que desconocía. La desea con locura y no poder acallar ese deseo es lo que la hace experimentar hasta el límite de sus músculos, hasta el límite de su olfato, hasta el límite del límite. ¿Existe ese límite? ¿Cuál sería el límite? ¿La culminación del goce? Culminar como un origen, y derribar cualquier leyenda sobre el cuerpo sin goce, porque aquí no hay sujeto ni sacrificio, porque no hay ofrenda ni a quien ofrendar, porque placeres y felicidad no han sido expulsados del orden cósmico, no pertenecen a una ley superior porque no hay desamparo al no haber culto, ni imagen, ni forma de representarlo. ¿Es el inicio de una nueva era? ¿El nacimiento de una nación? ¿O la idea de nación será demasiado patriarcal? Se va formando un pueblo que busca una historia de contagio y no de herencia.”

RAÚL FINKEL

Es Profesor en Historia (UNLP), hace un par de décadas investiga, escribe y da cursos sobre análisis cinematográfico.