(“The Country Husband”, originalmente publicado en The New Yorker el 20 de noviembre de 1954. Con posterioridad fue incluido en el libro The Housebreaker of Shady Hill. En castellano, forma parte de Cuentos, edición que respeta la selección realizada por el propio Cheever de sus relatos).
En la noche, en el interior del vacío y el silencio, en ese segundo que separa la conciencia del sueño. O todo lo contrario: en la eterna carrera de lo cotidiano, en la llamada de los gritos, en la sorpresa gratuita. Allí, en cualquier lugar y en cualquier momento, ¿qué nos decimos a nosotros mismos que debemos ser? ¿De dónde nacen las precisas palabras que nos acorralan? ¿Cuál es su misión?
Francis Weed se encuentra parado frente al abismo más profundo: ese que tiene la capacidad de separarnos en dos. No es un “marido rural”, al menos no en el sentido que nosotros entendemos. Es un marido de los suburbios, de un barrio residencial de buen pasar, de un pequeño mundo de clase media-alta. Shady Hill, tal su nombre, irradia por todos sus poros una presunción de pulcritud, refinamiento, altura moral y perfección. Salvo una, atravesada por la tragedia inevitable, todas las familias se mantienen –en palabras del propio Cheever- completas y productivas, afanosas en su deseo de perpetuar aquel coqueto barrio a través de innumerables reuniones y fiestas. Se suceden los chistes monótonos, los relatos de gatos perdidos, los bostezos de quienes recorren levemente el interior de sus conciencias buscando alguna escapatoria. El sueño más amplio adquiere la forma de nuevos subterráneos. La guerra parece un recuerdo lejano, y la sensación compartida es la de que no existen peligros ni perturbaciones en el mundo. El pasado resulta ser solo una necesidad: la necesidad de la negación, la no existencia, el olvido.
Apenas encontramos algunas excepciones en todo aquel paisaje estructurado, delimitado, observado por un nosotros que incluye y excluye al mismo tiempo a cada uno de sus integrantes. Júpiter, el perdiguero de los Mercer, atraviesa muros, arruina el césped de los jardines, arranca flores tan artificialmente cuidadas y dispuestas que pierden cualquier correlato con la naturaleza, con lo real. También tenemos a la pequeña Gertrude, hija de los Flannery, espíritu inquieto y propenso a quebrar los límites que separan lo público de lo privado, invasora de los espacios que constituyen los bordes, los muros externos del castillo de lo moral. Los padres la quieren, nos aclara Cheever. La madre la viste con ropas adecuadas a los parámetros establecidos. Pero Gertrude es la antítesis de todo lo que representan aquellas familias: es el descuido, es la suciedad, es el riesgo, es la autenticidad. Vete a casa, Gertrude. Vete a casa, repiten cada uno de los vecinos invadidos en sus espacios cotidianos. Pero Gertrude y Júpiter son imposibles de contener, de domar. Y tienen, evidentemente, los días contados.
Tan contados como Francis, como aquel Francis auténtico que parece querer emerger cuando se enamora no tanto de la niñera de sus hijos, sino más bien de la posibilidad, de una fantasía que lo anime a sacudirse de un mundo práctico, aquel en el que debe ensayar media hora de sonrisas familiares para una foto de navidad en el frente de su casa, mientras sus vecinos pasan en el auto, aminoran la velocidad para ver todo en detalle, y saludan. Y es en este estado en el que comete un error. No persigue desnudo a su mujer, tal como lo hace el señor Babcocks en el anonimato complaciente de la noche. Tampoco se decide -emborrachado y en el contexto justificable de una fiesta familiar, dentro de las moralidades dispersas de Shady Hill- a probar el tamaño de la vitrina de los trofeos intentando encajar a la señora Minot. Lo que hace, lo que tendrá repercusiones esperables, es responderle de mala manera a la anciana señora Wrightson en el andén de la estación de trenes, cuando ésta amablemente le contaba su disgusto por tener que cambiar repetidas veces las cortinas de su sala.
Ser abiertamente descortés y sincero, por primera vez después de muchos años, le genera una sensación de calma que no está destinada a durar. En una comunidad como Shady Hill, no hacen falta logaritmos complejos -aun ni siquiera inventados en aquel momento-, poderosas agencias de seguridad, cámaras de vigilancia, ni oscuros intereses operando en entretelones, para que la privacidad quede puesta en suspenso. Porque la vigilancia aquí, en esta comunidad a través de la cual Cheever nos sigue interpelando, está internalizada, automatizada, humanizada. Y es perfecta. June Masterton se encuentra apenas unos pasos detrás de Francis en el andén, y escucha sigilosamente las palabras que éste le dice a la señora Wrightson. La mujer de Francis se entera rápidamente de lo sucedido. Wrightson es quien dirige aquella comunidad desde las sombras, desde los gestos, desde las exclusiones. Y decide no invitarlos a su cumpleaños. Parece conformarse en torno a la figura de Helen, la hija mayor de Francis y Julia, la pena del ostracismo. De pronto, toda una posición social construida trabajosamente por Julia amenaza con derrumbarse por culpa de impulsos, de antipatías, de verdades. Los golpes se suceden. Se arman valijas. Atraviesa el aire el recuerdo de un beso robado. Francis le dice a Julia que depende de él. Julia responde apelando al supremo temor de aquella comunidad, a la pesadilla que se esconde detrás de toda máscara. Le dice: Francis, estabas solo cuando te conocí, y te quedarás solo cuando me marche. Y ya no sabemos si soledad y realidad, guardan alguna relación.
Sin embargo, nada pasa. Las valijas vuelven a ocupar el lugar de lo postergable. Las fiestas se siguen sucediendo tanto como las fantasías. El pueblo, dice Cheever, pende de un hilo; pero pende de un hilo en la luz del atardecer. Francis siente, por segunda vez en su vida, el vértigo que genera la sensación de estar perdido. En la más íntima soledad de su juventud había resuelto imponerse una serie de pautas que lo mantendrían ligado a la honestidad, la virtud, la limpieza, la puntualidad. Ahora siente cómo las más mínimas fibras se tensan, amenazan con quebrarse. Quizás lo real no sea la vida con Julia, la fotografía de sus hijos en el verano eterno de su escritorio. Quizás lo real se encuentra en sus sueños de esquí, de París, en ese primer diálogo con el psicólogo en el que dice sin preámbulos: Doctor, estoy enamorado. Júpiter pasa, ya en el final, mordiendo los restos de una pantufla. Las familias siguen intactas, los hogares bien dispuestos, los trenes puntuales, los indeseables expulsados. La comunidad resiste, con toda su impenetrable y agobiante carga de moral. Un joven –posiblemente el propio Cheever- decide huir. Da sus motivos: en aquel lugar si hay algo que se perdió, es la capacidad de soñar. Todos son nadie, sombras en una comunidad, en decenas de comunidades del ayer y del hoy, cerradas en sí mismas, separadas a través de muros -reales o pensados- de la tierra que se arremolina con el movimiento. Miembros de comunidades plenamente autoconscientes de sus normas tácitas, capaces de ejercer un firme control hipócrita sobre ellas. Piensan en subterráneos y fiestas. No son, no es que sean: más bien deben ser nadie. Allí la funcionalidad, especialmente cuando se los presenta como mandato, como ejemplo. Peligrosamente perdieron toda posibilidad de sentir, de soñar en grande, de maldecir, de llorar. De resistir.
Es Profesor en Historia (UNLP) y becario doctoral del CONICET.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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