A lo largo de los años críticos, historiadores y amantes del cine han elaborado listas de películas destacadas como mejores o más importantes. El paso del tiempo depura esas listas, liberándolas de modas y caprichos, y así se fue destilando un sedimento de obras cuyo valor hoy nadie discute (o, tal vez, nadie se atreve a discutir). El Ciudadano, El acorazado Potemkin, La quimera del oro, Vértigo son infaltables en cualquier enumeración medianamente seria sobre cine y son títulos que permanecen en el tiempo. Podemos decir que en materia de cine existe un panteón de obras maestras reconocidas y una segunda línea que varía con el tiempo. Lo mismo sucede con los discos, con los escritores y casi con cualquier cosa.
¿Qué pasa con las series de televisión? ¿Existe ya esa selección? Abundan, por supuesto, las listas de “las 10 mejores series de todos los tiempos” pero recién ahora está comenzando la construcción de ese panteón desde la crítica especializada.
La tarea presenta diversas, y muy obvias, dificultades. Hay series muy importantes que están perdidas o que se conservan incompletas (de Los Vengadores se ha perdido casi totalmente la primera temporada, de El Hombre que Volvió de la Muerte se conserva una publicidad y algunos minutos de video, de otras apenas alguna fotografía). Hay series realizadas en soportes de baja calidad (el video tape, el VHS) o que se conservan sólo en copias obtenidas por kinescopio (que filmaba directamente del televisor programas que se hacían en vivo) y no se las considera aptas para buenas ediciones digitales. Muchas series no han sido editadas para uso doméstico y son inaccesibles para casi todo el mundo.
A estos problemas materiales, hay que agregarle los conceptuales: una serie que dura varios años, con cambios de showrunners, de guionistas, de directores, de elenco y hasta de protagonista, o que sufre mermas en el financiamiento, es inevitable que tenga altibajos, subtramas abandonadas, repeticiones, finales anticipados (un ejemplo de una serie excelente que a la que le faltó un final apropiado es Carnival). O también se puede dar el caso opuesto, con series cuyo éxito las estira hasta la decadencia (Los Simpson serían un ejemplo claro de esta variante). ¿Cómo se las considera? ¿Por sus mejores momentos? ¿Por los peores? ¿Cómo se hace un balance? En el caso de las series antológicas, con capítulos individuales, ¿qué tenemos que considerar?
También hay que tener en cuenta los cambios de criterios empresariales: hasta los 90 se prefería que las series no tuvieran una continuidad que perjudicara a quien no podía ver todos los capítulos suponiendo que eso los haría abandonarlas definitivamente. Se creaban entonces universos cerrados donde nada cambiaba y cuyos personajes no tenían memoria de lo que pasaba de un capítulo a otro. Así, uno podía ver los 431 capítulos de Bonanza en cualquier orden sin mayores dificultades. Incluso, los personajes de esas series solían vestir siempre la misma ropa para poder reutilizar escenas. ¿Tienen por eso menos valor que las actuales aquellas series que cumplían estas premisas como Los Locos Addams o Los Invasores?
Y hay otro asunto. El cine tiene criterios propios para su análisis. Estos, por supuesto, cambian. Hubo un tiempo en el que la “nouvelle vague” provocaba exaltación crítica y obligaba a quien quisiera ser percibido como intelectual a fatigar los anaqueles de “Cine Arte” en el videoclub de su barrio. Hoy, en cambio, otras son las modas (y otros los esnobismos) y cada vez hay menos espectadores que se resignan al tedio y el desconcierto que provocan esas películas otrora sobre elogiadas pero que ya no son de visión indispensable. Todos sabemos que Psicosis es una gran película y tenemos argumentos para sostener esa afirmación. ¿Tienen las series valores propios a considerar o deben utilizarse los mismos criterios que se utilizan con el cine?
Alan Sepinwall y Mat Zoller Seitz, dos críticos de televisión estadounidenses, intentan una primera aproximación a la construcción del panteón de las 100 mejores series de todos los tiempos y exponen una (incipiente) estética para evaluarlas, demasiado anclada en una visión evolucionista, que busca en el pasado precursores de lo que hoy se ve y no del todo despegada del cine (incluso comienzan el libro reconociéndose críticos cinematográficos frustrados).
Al principio del libro los autores se fijan una serie de reglas para la inclusión en la lista, las principales de las cuales son: 1) Tienen que ser series producidas en los Estados Unidos y 2) Tienes que ser series que ya hayan terminado de emitirse. La primera regla reduce considerablemente el valor del trabajo. La segunda, muy razonable, tiene el inconveniente ser espectacularmente incumplida por los autores, que colocan a Los Simpson entre las 10 mejores series de todos los tiempos (las otras 9 son Los Soprano, The wire, Cheers, Breaking Bad, Mad Men, Seinfeld, Yo amo a Lucy, Deadwood y All in the family).
Como todo libro de estas características (las “guías” que recomiendan productos culturales como libros, películas, discos) su principal interés radica en la explicación de los criterios utilizados, y en la crítica y la información que ofrecen. Son libros que permiten felices descubrimientos (en este caso pondría el ejemplo de Cheers, una serie que pasó bastante desapercibida en nuestro país y que sin duda es uno de las mejores sit-com) y suelen incurrir en arbitrariedades inevitables. Lo curioso, en este caso, es que los autores fundamentan de manera muy inteligente e interesante elecciones bastantes discutibles y hasta desafortunadas.
El argumento más discutible que presentan (para justificar la poca cantidad de series antiguas en el libro) es que “durante los primeros veinte o quizás treinta años de su existencia, la televisión fue más bien un aparato que se tenía en casa o quizá un mecanismo de difusión de publicidad, no un medio artístico” para agregar que hasta los ‘80 las series “no mostraban el tipo de audacia que era común en la literatura, el teatro, el cine e incluso la música popular”. Esta visión es atacable desde varios flancos.
El primero es que parte de una visión “evolucionista” que resulta de muy discutible aplicación en materia de cultura popular. El cuarteto de Arolas, la Orquesta de Troilo, el Quinteto de Piazzolla, la Típica Fernández-Fierro o Leadbelly, Elvis, los Beatles, Pink Floyd, The Police, Nirvana son fenómenos que suceden en distintos momentos, cada uno suele dar cuenta de las limitaciones y posibilidades de su tiempo, cuyas obras se sustentan (incluso a veces sin quererlo) en aquello que los precedieron y que se manejan dentro de una industria cultural que ofrece distintas condiciones técnicas a lo largo del tiempo. Son productos de distinta complejidad pero que no sólo no se anulan sino que los nuevos pueden darnos nuevas miradas para valorar a los anteriores. Y disfrutar de unos no impide disfrutar de los otros. Si generalizáramos el criterio de los autores, las películas de Peter Greenaway (unos bodrios pretenciosos otrora muy elogiados y que hoy van camino al olvido) serían superiores a las de Billy Wilder o Alfred Hitchcock, porque son cronológicamente posteriores y tienen una intención “artística” que resulta superior a la mera búsqueda de entretenimiento de películas como Double Indemnity o The Birds.
Lo que nos lleva a la siguiente objeción. La idea de que las series nuevas son mejores porque a) son productos con intenciones artísticas y b) eso es mejor. Ese criterio aplicado al cine y a la música popular dio como resultado la producción de obras destinadas al análisis y a la discusión, pero no a despertar la emoción, el placer o siquiera el interés del público. Son exaltadas por algunos críticos e intelectuales porque tienen, como dicen Borges y Bioy Casares, “el prestigio del tedio” pero suelen resultar de vida corta. Siempre aparecerá un nuevo “artista” lleno de novedades para reemplazarlos, mientras que la obra de un artesano como Chaplin sigue siendo eficaz 100 años después.
Pero es sobre el final donde el libro muestra su principal punto flaco y la objeción más específica que quiero formularle al libro. El último tramo está dedicado a comentar 10 películas hechas especialmente para televisión y también obras de teatro televisadas (aunque la mayoría de ellas están perdidas). Cuando analizan estas obras, los criterios que se utilizan privilegian aquellas producciones que podrían (por sus características) haberse estrenado en cine. De hecho, algunas películas (como Duel de Steven Spielberg) tuvieron posterior lanzamiento cinematográfico y varias de las obras teatrales reseñadas fueron luego rehechas para cine (Marty, transmitida por televisión en 1953, fue realizada para cine en 1955 ganando 4 premios Oscar incluido el de Mejor Película).
Esto podría hacer pensar a las producciones televisivas como “inferiores” a las cinematográficas: la buena televisión sería aquella que podría llegar a verse en cine. Está claro (o al menos debería estarlo) que pensar así sería desconocer que la televisión tiene sus propios criterios de calidad que no siempre coinciden con los de la cinematografía. Y que el desafío primero de la crítica consiste en desentrañar esas diferencias y dotar al análisis de las ficciones televisivas de sus propios conceptos, cosa que (como ya dijimos) los autores de este libro no siempre logran.
Dicho todo esto y señaladas sus limitaciones, sería muy injusto no decir que el libro es realmente muy recomendable.
Veterano alumno de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito ensayos, intervenciones y reseñas para distintas publicaciones, algunas de las cuales dirigió.
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