La Coca en botella de vidrio sobre una mesa plegable de fórmica, amplias remeras de bandas, pulseritas tejidas y colgantes superpuestos. Mangas cortadas, tiros altos o enteritos rayados y zapatillas Topper con medias. Buscar la figu difícil, atarse el pelo en una colita “sin globos”, flotar en la pileta abrazado a la cámara de un auto. Llenar las tapas de los TDK grabados, cantar viajando por la autopista sin cinturones de seguridad. De la mano de acciones cotidianas de infancias de los noventa empezamos a sumergirnos en un mundo de recuerdos tan ajenos como propios, que se sostiene con elementos concretos y vivencias puntuales.
Se abre así una rendija hacia la intimidad de la propia directora, para ilustrarnos una niñez en convivencia con otrxs adultxs y resaca de fiestas, que complementa la altura de la responsabilidad con guías telefónicas, que sabe identificar músicos, preservativos y faso, hacer camas o ser encargada de la protección solar familiar. Desde allí, nos adentramos en un vínculo construido apropiándose de canciones y de espacios que no estarían destinados a las niñeces, compartiendo la pasión por el fútbol, aprendiendo a colarse en el tren y a relativizar la puntualidad.
En manos de la directora, una caja llena de potentísimas cuentas, que engarza ordenadamente para generar un sentido en la trama del relato. Detalles como un colgante de River, el cassette de los Abuelos de la Nada, una remera de Corea del Sur o libros de Salinger son objetos recogidos literalmente que a la par funcionan como puentes, tablones de correspondencias que permiten entrecruzamientos entre realidad y ficción, pasado y presente, recuerdo y memoria. Provocando fluidez y continuidad, aún desde la ruptura que se presenta en el uso simultáneo de las cintas de VHS originales y recreadas. La directora propone que no haya una sincronía, similitud o relación exacta entre uno y otro y esto no afecta al espectador, porque desde el minuto uno se establece un pacto donde se determina que en la pantalla van a aparecer escenas que no siguen el hilo de la historia, pero que dan prueba de que algo de todo eso ocurrió efectivamente así.
La narración se puede leer como un juego de cajas chinas: su padre capta con una cámara doméstica parte de su infancia, produciendo un recorte inicial que deja un registro, una selección de momentos que llega hasta sus manos; ella toma esas cintas y diseña un nuevo recorte desde su propia mirada, para volver a contar ese pasado. Une así el relato con su propio recuerdo, completando con el formato digital del rodaje lo que la cámara no pudo inicialmente ver o registrar, formando un collage en donde la suma de esas imágenes crea una nueva versión del pasado.
Son pocas las escenas en las que no está presente la protagonista de esta historia, un par de conversaciones entre sus padres, la fiesta, algún ensayo de la banda o los hábitos futboleros. Sin embargo, en todas ellas vemos los rastros que le permitieron reconstruir algunas situaciones: botellas vacías, partidos de River grabados, un libro, una decisión tomada con buenas intenciones que lo cambia todo. Todo el tiempo parece mostrarnos este trabajo de arqueología personal, por el que nos acerca las pruebas de lo que ocurrió y las utiliza para darle vida a esos recuerdos.
En ese juego de completar y complementar aparecen, además, partes de la película también filmadas en formato VHS a modo de video familiar, generando un híbrido entre registro creado y recreado que borronea el límite ficción/realidad. La directora crea así nuevas cuentas, nuevos fragmentos, que se camuflan con los originales, haciéndole perder a estos últimos su exclusividad. Apoyada en este cambio en el sistema de grabación podemos pensar que hackea el registro primero y consigue desacralizarlo, modificando -voluntaria o involuntariamente- esa caja negra que cuenta “la verdad” sobre su pasado.
¿Podrían esas cuentas contar otra historia? ¿Podrían enlazarse de manera diferente? De todos los momentos de la infancia que tiene atesorados de una u otra manera, elige narrar éstos y no otros, poniendo el foco en aquellos compartidos con el padre, como si tales hechos pudieran explicar el vínculo entre ellxs, o dieran sentido al final de la historia. No nos cuenta mucho acerca de los días en la casa de su madre, de la relación con sus amigxs o de su escuela. Tampoco aparecen conflictos o historias paralelas que puedan desviar esta intención narrativa. Aunque podría haber hecho otro recorte, completar los vacíos con otras escenas, nos queda la duda de si podría haber contado otra historia o si en definitiva cualquier recorte nos habría llevado al mismo lugar.
Al volverlo película, el pasado deja de ser personal, el acceso a la memoria deja de ser privado. En esa transposición artística se genera un extrañamiento respecto de sí misma, la directora puede verse en Amanda como lo haría cualquier espectador, y en ese ejercicio de distanciamiento, contrariamente a lo que se espera, conocerse.
Si fuera una búsqueda, podría representarse entonces como un andamio multidimensional del Donkey Kong, en el que los puentes entre recuerdo y memoria son tendidos como aquellas diagonales y escaleras -algunas rotas-, en el que la película se piense y se trabaje con la intencionalidad de acercarse al pasado a través de una búsqueda siempre ascendente, inacabada y en constante lucha contra el paso del tiempo y el olvido. Invitaría a pensar que se trata de una reconstrucción realizada a través de un ejercicio de recuperación consciente de la memoria, que expone poniendo frente a sí imágenes de archivo que condensan recuerdos, como garantía de acceso al detalle que se escapa a los años.
Además del recurso de filmar secciones en VHS y mantener una paleta de colores desaturados, la directora se apoya en lo sonoro para llevarnos de viaje a su pasado, que en definitiva también es el nuestro. La música en este sentido ocupa un lugar central que, como un aroma, nos transporta a un punto en el pasado y a la vez permite nuevamente esa mezcla de realidad con ficción. Aparece sembrada aquí y allá: en la disquería, el show de fin de año de la escuela, las guitarreadas en la quinta, las canciones compartidas en el auto, las remeras de rock, las fiestas. Los personajes escuchan, tocan, cantan y hablan de música y es desde esta decisión que produce nuevamente un juego de reapropiación, similar al trabajo de recorte realizado para las imágenes. Obtiene así una mixtura de las canciones de la banda de su padre con la de su hermano, cruzando tracks originales con versiones e interpretaciones adaptadas a la película, encontrando el pasado con el presente.
Sabemos que disponer de esas representaciones no implica un acceso a una única verdad como pasado. Y es aquí donde, a partir de la superposición de capas de sentido, se continuaría la búsqueda arando (arañando quizás) en la materialidad para volver a mirarse. Las cuentas se podrían utilizar para contar diferente. La directora aquí elige hacer foco en la personalidad de su padre, la construcción del vínculo y su propio lugar en la historia. En una etapa de natural confrontación y cambios, Amanda no se muestra inquieta o disconforme con ese estilo de vida, tan diferente al de una madre que presenta más distante. De hecho lo elige en un principio, al plantear la fuerte decisión de quedarse. En esa suerte de entrada épica guitarra al hombro de su padre a la escuela, en cámara lenta y con un Charly glorioso sonando, deja en claro que, a pesar de las consideraciones de su madre (como representante también de cierta moral social) había algo que él conseguía ordenar y mantener, a su modo, en ese aparente caos.
La foto de tapa condensa la idea sobre la que la directora trabaja cuidadosamente durante toda la película: una intimidad expuesta sin sobresaltos, sin golpes bajos ni emociones exageradas. Como una instantánea que captura la esencia natural de ese pasado y de ese vínculo tal como se cuenta.
En esa escena, ya sobre el final, nos muestra a Amanda con sus hermanos y su papá, viendo desde la cama grande la filmación de sus últimas vacaciones juntos, antes de la mudanza. Su padre, casi como un cineasta, pudo realizar un montaje inusual para la época grabando una canción encima de los sonidos originales, y comparte cómo lo llevó a cabo. Podríamos pensar que esta es una primera acción de intervención sobre el pasado, iniciada por él, y que luego la retoma la autora muchos años más tarde, eligiendo además ese momento como una síntesis en la que conviven en ese video familiar las niñeces del pasado como una memoria y su representación en el presente, como un recuerdo.
Inevitablemente, la película dialoga con nuestros propios recuerdos. Con el despliegue de sus recursos invita a que nuestro pasado se entrecruce también con la historia, ya sea porque nos identificamos con esxs niñxs cantando a los gritos en la parte trasera del auto, o quizás porque vivimos efectivamente alguna etapa de nuestra vida en los 90. Los videos familiares filmados con la cámara casera podrían ser los nuestrxs. La película funciona así como un álbum de fotos viejas (que también aparece en una escena, siendo mirado) en donde unx busca tratando de encontrarse o de encontrar algún tesoro, algún recuerdo valioso que ya ha sido olvidado.
Porque nos deja ver los hilos de su construcción, los recortes, saltos de un registro a otro y el intento de construir nuevas huellas, Las buenas intenciones nos deja pensando en las múltiples maneras de contar, en que la memoria no queda atada solamente a una cinta con audios originales desde la que se recogen rastros. Que no se puede, finalmente, atrapar al pasado en una sola historia.
Estudiante y docente, amante de dibujar en el borde de los apuntes.
Diseñadora de textos y textiles.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
Calle 51 e/ 124 y 125 | (1925) Ensenada | Buenos Aires | Argentina