“Ya se ha dicho antes pero hay que decirlo otra vez: si algún país está maduro para la revolución social que necesita, es Perú.” Eric Hobsbawm deja caer esta observación en julio de 1963. Apodíctica, no sospecha su temeridad. Unos pocos años antes, en 1958, José María Arguedas publica Los ríos profundos. En esta novela del escritor peruano no se dan pistas seguras de la revolución por venir; tampoco, claro, se sugiere que haya una más o menos desmañada que ya esté en marcha. En sus páginas, no obstante, es poco o nada lo que está dispuesto fuera del agonismo, de la tensión y la lucha que lleva incluso a levantamientos de masas. También de la violencia, desde la que choca a los ojos y cuesta nombrar hasta la hecha con poesía. Como si se estuviera en días anteúltimos, definitivos. Por eso, si incluso hoy se las leyera recogiendo señales que indican que nos encontramos en los umbrales de una transformación radical, no se estaría errado. Mejor: señales de que nada en el Perú, en su región andina, puede seguir tal como está.
Los ríos profundos es un montón de cosas, entre otras un libro que, aunque cargado de huaynos y palabras quechuas, invita a que lo pensemos tan cerca de Los hermanos Karamazov de Dostoievsky como de El guardián entre el centeno de Salinger que, recordemos, había sido publicado al iniciarse esa misma década. Todo en él existe a través de un muchacho, apenas poco más que un niño, que se introduce y desplaza, vivaz, por los distintos estratos sociales de una pequeña ciudad y sus afueras. Ernesto -ése es su nombre- en Abancay, bajo la influencia de Cuzco. Es un forastero, así lo llaman, desasimiento que le permite alcanzar la distancia necesaria para ver lo que no distinguen quienes lo rodean. No sabemos mucho sobre sus años previos: criado entre indios pero sin serlo él, acompaña a su padre en su trajín por las sierras como abogado. Con tono decimonónico diríamos que es una novela de formación. En una de las pocas reseñas que encontramos de las que se hicieron en el momento y en la Argentina -en la revista Ficción-, se dice desdeñosamente que la novela es ante todo una “estudiantina”. Porque el epicentro es un colegio e internado católico, allí lo deja a Ernesto su padre, rasgo que la liga con los cuentos de irlandeses de Rodolfo Walsh. Mundo cerrado, como el de la película If (1968) de Lindsay Anderson, del que se quiere salir, incluso fugar, aunque sin desesperación en el caso de la novela de Arguedas. Apelotonadas en lo que hoy podemos ver como una misma coyuntura, son narraciones que ponen de relieve el crujir de las disciplinas pero también las contradicciones y obstáculos para que se haga lugar a otra cosa, a lo nuevo y más aún si es en clave emancipadora. Así, lo de “estudiantina” no conforma, fuera de foco.
Ernesto desencaja, es el vértigo en la inmovilidad; o, también, el vértigo que percibe los sacudimientos que la inmovilidad disimula. Una conciencia y una acción -se empujan mutuamente- que busca otra cosa. ¿Qué? Aunque suene demasiado vago, digamos que está en busca de la vida más justa. No hay descanso en este sentido: los sucesos que se van enhebrando desconocen interrupciones de peso. Aunque se le dé más de una vuelta al significado intraducible de una palabra quechua, la impresión es que no hay remansos. La inmovilidad es la de una situación política, en el sentido fuerte y más amplio de la palabra, que apenas luce distinta de como lo hacía hace siglos. De hecho, faltan coordenadas precisas del momento en que esto ocurre; no hay años, tampoco gobiernos. Sucede que en nada harían variar la larga duración del tiempo anclado. Hay una referencia histórica -la guerra del Pacífico- pero es menos que epidérmica, no toca nada. Ángel Rama es un fenomenal lector de la obra de Arguedas; de la literaria y de la antropológica, vale aclarar, porque el crítico uruguayo insiste en que conforman una unidad inescindible. La presencia, desbordante por momentos, que adquiere la música en la narración, la entiende Rama como una forma de superar los límites de la novela, límites que son de la marca burguesa en el orillo. Su obra existe y es tal porque tiene plena conciencia de que la sierra del Perú es un bastión que apenas si ha sido tocado por la modernidad capitalista. Ni trenes ni carreteras llegan hasta allí. Tampoco la radio. La cultura de masas brilla por su ausencia, por eso los muchachos en el internado se entusiasman con un trompo al que, además, llaman con su nombre quechua –zumbayllu– y por las noches tocan el rondín. Y fascinan con las aguas de los ríos. Pero es ese mismo aislamiento el que hace que se sostengan condiciones de explotación que le niega humanidad a los indios, el que presta socorro a una jerarquía social incuestionable y con legitimidad de conquistadores.
¿Cuánto de lo que mantiene incontaminado la muralla de los Andes preserva mejor al “mundo”, al “mundo indio”, y cuánto tan sólo hace perdurar la explotación? ¿Qué hacer? ¿Romper el hechizo de la inmovilidad? ¿Permitir, bregar incluso para que penetren las fuerzas del progreso o hacer más potente las que aíslan a esa región resistente, anacrónica? Arguedas no hace que Ernesto se formule estas preguntas demasiado ideológicas, demasiado propias de una lectura tardía como ésta. Serían el remanso que interrumpiría imperdonablemente la acción. Un poco más: tampoco están resueltas y de esa forma subyacen, organizando implícitamente el sentido de la acción. Se postergan los dilemas aunque no dejan de sobrevolar. Ernesto sigue su marcha, su búsqueda.
Sin dudas, éstas se enlazan hondamente con la presencia que señalábamos del quechua y de la música, que se corporiza en los indios que atraviesan la novela de punta a punta. Porque cuando el protagonista logra zafar del colegio, atraído como por un imán se lanza sobre ese otro mundo que desde un vamos no le es ajeno. Una vez más seguimos a Rama: mientras que la generación de José Carlos Mariátegui, de quien Arguedas se sabe discípulo, con expectativas revolucionarias idealizó al indio al que sobre todo conoció por los libros, en la obra de nuestro autor se trata de otra cosa. Para identificarse con él y con su suerte no necesita de estilizaciones. Por motivos biográficos -por empezar, Arguedas nació en la sierra y recibió abrigo entre ellos- y por estudio. También, quizás, porque la hora revolucionaria por la que sus mayores apostaron no terminó de fructificar. Entonces el indio nunca es en singular y no puede quedar condensado en una de esas poderosas imágenes de José Sabogal. Unos indios son los de las comunidades que a mucho han resistido y a otro tanto se han plegado, de hecho el hijo de un cacique es condiscípulo y amigo de Ernesto; otros son los indios de las haciendas, colonos superexplotados, que se inclinan “como un gusano que pidiera ser aplastado”. Y son también las cholas, las chicheras mestizas. Entre unos y otras, el muchacho parece querer escuchar los rumores que por fin confirmen que el indio está por devenir un sujeto con la consistencia y la potencia que imagina pueden tener. Es tema principal en Los ríos profundos así como en toda su obra. O que hoy se nos ocurre tal. En uno de sus primeros cuentos, Amor niño, un indio de hacienda sabe que el patrón abusa de su amada, pero aun siendo fuerte físicamente se reconoce incapaz de reprenderlo, de darle su merecido. “Yo, pues, soy ‘endio’, no puedo con el patrón.” Y se desquita su impotencia haciendo sufrir a los becerros. Las chicheras, doña Felipa a la cabeza, expresan una situación distinta, porque es a través de ellas que se instala el peligro para un edificio social osificado que debe recurrir a la ayuda de afuera, al ejército que cruza las montañas, para reprimirlas. En ese diagrama de fuerzas, son la expresión más desafiante a ese orden injusto de cosas y, a la par, no reaccionan contra la modernidad en bloque. Angel Rama, en estos escritos fechados en los primeros años setenta, acentúa que la apuesta de la literatura y de la política tiene que ser ésa; es decir, por un sujeto mestizo que se haga cargo de la tarea de mantener viva la tradición campesina e indígena y, a la par, llevar por el camino del progreso al todo social. Evitar así el puro odio, la inversión lisa y llana de la humillación -como en el breve y fulminante relato El sueño del pongo-, el recrudecimiento de la violencia, mesiánica, sin superación a la vista.
Ernesto circula incluso con facilidad por esos varios mundos sociales, porque no pertenece por entero a ninguno de ellos. En unos -el del internado y su autoridad máxima, el del padre director; en el de los jóvenes que tienen futuro asegurado de gamonales-, es aceptado como un forastero, como un loco, indio se le llega a decir. Entre los indios y mestizos no desentona mayormente ni perturba, pero apenas se lo ve. Todo indica, sin embargo, que es él quien sostiene la relación más intensa y genuina con la cultura quechua y, a su través, con la naturaleza. De ahí -otra forma de lo indio- procede el ánimo que lo mueve. No necesita esconderlo como un secreto porque incluso quienes desprecian al indio, a unos y a otros, se ven marcados por fragmentos de esa cultura. A pesar de la derrota de siglos, está muy lejos de haber muerto. Es condición del bastión. Si en momentos principales del libro, la fuerza del mito lo arrastra con las chicheras en su alzamiento que, junto con sus reclamos, pretende despertar a los indios de las haciendas, en otros lo hace entender y también anunciar que sólo habrá salvación si es para todos; que se trata de dejar atrás las hostilidades porque no hay verdaderos enemigos en la sierra, encerrados entre murallas.
Con todo, una lectura desde el capitalismo extremo que es nuestro suelo no puede dejar de prestar atención a una figura que se vuelve principal en la narración y que, al menos en los escritos de Rama que llegamos a revisar, no se terminaba de dimensionar. Postergación que probablemente corresponda a esa coyuntura. Hay una mujer a la que tan sólo se llama “opa”, que es perseguida por algunos de los estudiantes para violarla una y otra vez en un rincón del patio. Ese verbo nunca es pronunciado, no tiene nombre la acción que ocurre noche tras noche. Lo mismo hace el portero, se sugiere que también uno de los religiosos. Su vida no le pertenece; tampoco reacciona ni muestra signos de padecimiento, apenas prefiere escabullirse, pasar desapercibida. La crueldad para con ella es similar a la que se ejerce con los animales. Su situación adquiere por primera vez una cualidad propia al final de la novela, al vincularse, por un reboso, con la chichera doña Felipa también ella perseguida. El cuerpo de la “opa” es el de los indios pero, además de necesitado y deseado, sexuado y finalmente peligroso porque transmite la peste que amenaza a Abancay. La transmite y es su víctima. A ella, a las chicheras y a los indios se los mira “como si fueran llamas”. Es la condena a la “vida desnuda” que, sabemos, no viene a ser erradicada por la modernidad capitalista, sino todo lo contrario, que la reproduce en viejas y nuevas formas. Ernesto que, no la ha tocado, se acerca a ella cuando está moribunda y trata de ayudarla. La llama doña Marcelina y la imagina casi milagrosa, santa. Otra tentación de la novela es la de este camino.
Si una semilla de futuro contenía Los ríos profundos se nos ocurre que es la que, amarga, expone finalmente en primer plano la condición de la vida ante el poder, una situación de textura colonial pero que la modernidad capitalista recalca. Aún así, a contramano nos preguntamos en qué medida lo que ocurre en Bolivia desde comienzos de este siglo –pero también en Ecuador, Colombia, Chile-, y tiene a indígenas como protagonistas insoslayables, no indica que bien podría ser esta también otra línea de reconocimiento entre esas páginas y nuestro presente.
Es profesor en la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UNLP). Su último libro es “Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución” (2017).
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