Durante los últimos años se han escrito varias novelas sobre la denominada “segunda generación”. Incluso, hoy se puede hablar del corpus narrativo de HIJOS como aquel conjunto de obras que vienen a recuperar desde diferentes ópticas las voces inquietantes del pasado y la lucha de los hijos e hijas por la memoria, la verdad y la justicia. La primera novela de Josefina Giglio, Yo la quise, podría incluirse dentro de esta genealogía por su contenido y los retazos autobiográficos que condensa. Pero detrás de ese arte dramático, de esa escritura tan pulida y perfecta se esconde una voz y una historia. Un “secreto” familiar del romance de su madre desaparecida con el escritor Ricardo Piglia y que Josefina –en su novela– logra descifrar y develar sin tapujos. La polifonía de voces, la arquitectura del espacio, los paseos por La Plata o la depuración de la mirada son tan solo buenas estrategias para poder contar realmente lo que aparece como telón de fondo: la historia que enuncia aquel que dice “yo”, el narrador-escritor que aparece al principio, el que accede a darle la voz a “ella”, a “la nena” o a la vecina pero que luego retoma su lugar en el firmamento intrincado de la memoria para colocarle el broche de oro al relato.
De la lectura atenta de los Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, Josefina obtiene una pista sobre su madre desaparecida: el autor habla de su piel, la recuerda como amante. Nunca pudieron hablarlo personalmente aunque el dato fue confirmado por el escritor en un intercambio de mails. Piglia murió antes de poder dar más detalles. Josefina, con los fragmentos de memoria propia y los de ese “otro” construye un libro de voces que hace honor a la cita de Semprún que lo abre:
“Contar bien significa de manera que sea escuchado.
No lo conseguiremos sin algo de artificio.
¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!”
(Jorge Semprún, La escritura o la vida)
Semprún esperó más de cuarenta años para componer su libro –La escritura o la vida– sobre su experiencia en el campo de concentración de Buchenwald. Un libro en el que cuenta lo que vivió pero también reflexiona sobre la memoria y sobre una pregunta pertinente: ¿cómo se cuentan los hechos aberrantes de la historia? Pero el dato principal de la elección de este libro como epígrafe se encuentra en cómo está escrito: los procedimientos elegidos con cuidado, el modo de componer, las estrategias que buscan con precisión conseguir un determinado efecto en quien lee, hacen de ese libro una obra de arte cuyas pinceladas saturan lo real.
Del mismo modo, Giglio logra en esta novela recuperar el cuerpo de su madre a través de la escritura. Su propósito no se trata de testimoniar lo ya dicho sino de subsanar y llenar los vacíos de memoria para transitar sin dificultades los escabrosos rincones del pasado. En efecto, hace de su historia familiar un artificio, una pincelada de vida, una ficción. Giglio no es una hija que tiene una historia que contar a modo de catarsis, para alivianar una carga, para compartir el peso de un dolor que es social pero que la sociedad negadora en la que vivimos convirtió en una suerte de tragedia personal. Ella, ante todo, es una lectora. Una escritora que ha leído desde siempre y que ha leído bien. Es un libro donde todas las lecturas se condensan y producen una obra nueva. Por eso, que ella sea hija de desaparecidos, que esta ficción esté hecha con materiales autobiográficos, parece ser lo menos relevante pero a la vez no lo es.
Hay una historia que está en los diarios y en los documentos que cuenta que en la noche del 5 de diciembre de 1977, Josefina Giglio y su hermano Francisco -que en ese momento tenían siete y un año de edad-, estaban en un departamento de la calle Freire, en Belgrano, junto a su mamá y una pareja amiga. Sus padres desaparecidos fueron –y siguen siendo- Virginia Isabel Cazalás (Vibel) y Carlos Alberto Giglio militantes del PCML (Partido Comunista Marxista Leninista) el cual se separaba de la línea comunista y se acercaba más al maoísmo. Su padre desaparece el 19/05/1976, su madre posteriormente, entre el 05/12/1977 y el 07/12/1977.
Desde 1975 vivían en la clandestinidad y con otros nombres por la militancia de sus padres. Luego de la cena, esa noche calurosa policías de uniforme irrumpieron en la casa y se llevaron a los mayores, dejando a los hermanitos junto a una vecina a quien no conocían y que se lamentaba en voz alta: “¿Qué voy a hacer con estos chicos?”. La nena estaba vestida apenas con la bombachita que tenía puesta en casa y su madre con un camisón que no le permitieron cambiarse. Francisco Giglio, en la canción “Camisón de flores”, compuesta en memoria a su madre, recrea sutilmente esta escena.
No obstante, lo que particularmente llama la atención en esta novela de Josefina más allá de la historia de un secuestro es la aparición de un escritor, de un gran escritor, que franqueó inesperadamente la puerta del relato. Ricardo Piglia conoció a Vibel, estuvo cerca durante el tiempo en que ella estudiaba en La Plata. Fueron compañeros en la universidad y amantes en la intimidad. De esto Josefina había escuchado hablar entre los amigos de su madre pero creía conveniente indagar al respecto sobre ese rumor para sacar a flote varios recuerdos. Primero, logra contactar a la vecina que los protegió. Luego, surgieron los intercambios con Piglia vía mail que confirmaban dicho romance.
Dijo alguna vez el escritor en una entrevista que le hizo Pablo Gianera para La Nación a propósito de sus Diarios: “Recordé a una muchacha maravillosa con la que podría haber vivido muchos años. Y yo me fui con otra chica, por otro lado. Y pensé para mí: ¡qué tonto fuiste! Al leer lo que ella me decía me di cuenta de que era un ciego”. La mujer que dejó de ver a su madre por la fuerza una noche de diciembre de 1977 creyó leer en las palabras de Piglia una revelación y se comunicó por mail con el escritor, quien le respondió con un relato breve que encendió la posibilidad de que Vibel fuera la protagonista de una ficción. Tanto el título de la novela como las imágenes recurrentes –mixturadas con recuerdos– han sido posibles gracias a la breve respuesta de Piglia a Giglio (transcripta al final del libro) en cuyas líneas el escritor afirma “Yo la quise” y a la vez confirma “tuvimos una amistad intensa y una relación fugaz (…) ha permanecido en mi recuerdo con mucha nitidez la primera noche que estuvimos juntos en la pieza de la pensión donde yo vivía en aquel tiempo” (141). Esas imágenes, esos retazos de memoria de otros, le han permitido a Josefina plasmar por escrito –y a la vez recuperar– una figura materna desconocida, distinta, ajena. Una Vibel pasional, alegre, con aire joven y valiente. La madre guerrera que siempre quiso construir.
“Veo cómo se recortan los edificios en la línea del horizonte y pienso en bajar pero qué fiaca…” comienza enunciando ese “yo”. Escritor, catedrático, gran entusiasta. A medida que avanza el relato esa voz se va llenando de características, de calificativos, cobra identidad. Basada en la recuperación de una voz posible de Ricardo Piglia, rescatada de una lectura minuciosa de los tres tomos de sus Diarios de Emilio Renzi. Es la voz de un escritor maduro, que recuerda y padece esa nostalgia de lo que no fue, de lo que se perdió vivir: “siempre queda la posibilidad de retomar el hilo, de volver a contar lo que veníamos contando aunque ya no seamos eso ni sepamos cómo termina el cuento. Tengo una buena historia pero me falta ella. Me falta su olor, el vestido que mejor le queda, me falta el tono de su voz cuando pide por favor (¿pide por favor?) que le alcance el pan o la sal en la mesa” (17). Ese “yo” intenta enhebrar la aguja, encastrar las imágenes superpuestas, llenar los vacíos del decir, las ideas, los fragmentos amorosos, las canciones y los viejos libros que le recuerdan a Vibel, así como también las reflexiones que se incorporan y los cuestionamientos sobre lo ocurrido.
Piglia no sólo se perdió a una mujer a quien quería sino que en esos intensos años 60 y 70, mientras las organizaciones políticas hervían, se formaban y se fundían en nuevas y más arriesgadas apuestas, él se dedicó a escribir. Y, para peor a escribir, sobre todo, acerca de otros escritores. Vemos a un hombre joven que goza del amor que circulaba con alegría, que vive la politización radicalizada de su generación como un contexto y a un hombre maduro que se ve a sí mismo a veces con pena. Pero la voz no es sólo lo que cuenta. Una voz es una sintaxis, es un vocabulario, un campo semántico. Y este Piglia ficcional es una composición que no tiene un solo descuido. Un narrador que habla de una “cenefa oxidada”, de “piringundines” y de un “chijetazo” de aire helado. Pero también de sus lecturas. Lecturas que son también de la escritora y esa comodidad de poner a hablar a un personaje que en realidad no tiene voz como la escritora, pero que reproduce un idioma que ella comprende perfectamente, hace que esta parte del libro –la voz de él– sea un retrato. En efecto, una estrella fugaz que recuerda con cariño lo sucedido en aquellos años, transita las imágenes sin dificultad pero con miles de interrogantes y reflexiones que se entrecruzan como telón de fondo a medida que recorre las calles de La Plata, los lugares habituales, las sensaciones de un amor repentino. Un “yo” que comienza hablándole a los lectores para contar su historia sobre las noches de lujuria en aquella habitación de una pensión pero que luego ese mismo “yo” se dirige a ella, a ese cuerpo desaparecido del que tan solo tiene el recuerdo de su fragancia y los versos de Rubén Darío o Walt Whitman que le recitaba de memoria.
Con igual complejidad y pericia, Josefina Giglio reconstruye los gritos de la memoria, no para ponerse en el lugar de los “otros” sino para componer y recuperar una identidad –la de su madre– a partir de los ecos que acometen y acechan al pasado reciente. Así, esta novela transita la voz de un escritor conocido, la de una niña huérfana, la de una vecina testigo y la de los abuelos que no entienden pero protegen. Tal vez la novela de Josefina Giglio sea la puerta de acceso a una nueva generación de hijos e hijas que recuperen el pasado al hacer del mismo un verdadero acontecimiento artístico. Pero esas preguntas y dificultades en el afán de plasmar el pasado en la escritura se entretejen en boca de distintos narradores como estrategia textual: “¿cómo recordar?, ¿cómo escribir y ser fiel al recuerdo? (…) la experiencia está bien, pero no alcanza. No alcanza con haber tenido la experiencia; se necesitan los artificios del arte para que emocione. En estos días los recuerdos vuelven como cascarudos que entran por la ventana en las noches calientes de verano. Entran boleados, pesados, sin rumbo” (49). Sobre la parte más lejana del firmamento intrincado de la memoria es posible divisar una estrella fugaz que vuelve a decir “yo” sigilosamente y se dirige a Vibel. Recuerda muy brevemente la última vez que se encontraron por casualidad en la puerta de un teatro, ese último abrazo, esas simples palabras de afecto y el cruce de miradas repentinas son el final de un rumor familiar que se completa con testimonios tangibles: una fotografía de Vibel y la transcripción de la respuesta de Ricardo Piglia ante las inquietudes de Josefina.
Es tesista del proyecto de investigación: “Violencia, literatura y memoria en el campo literario latinoamericano de las últimas décadas II” bajo la dirección de Teresa Basile. Integrante de los grupos de estudio e investigación: “Memoria y Narración” (Estocolmo) y EdiCMa (Argentina). Fue becario EVC-CIN (2019-2020) con lugar de trabajo en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNLP.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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