Ruptura con las convenciones estéticas, invención formal, fusión entre arte y vida social, cuestionamiento a los valores establecidos, dentro de estas coordenadas puede sintetizarse la experiencia de las vanguardias surgidas a principios del siglo pasado. Ser vanguardista supone asumir en distintos grados esos cuatro movimientos, cuestión que la literatura argentina no siempre ha logrado resolver. Por eso ‒diría Tabarovsky‒ la vanguardia sigue dando vueltas como un “fantasma”: se discute sobre ella, se la invoca y se la niega, se la pone en práctica de manera ingenua o consciente, retorna de una manera u otra en muestras de arte joven, en una lectura pública, en una intervención porno dentro de la universidad o en los artículos dedicados a esos eventos. Dos libros recientes dejan entrever cómo se posiciona la crítica literaria frente al fenómeno. La vanguardia permanente de Martín Kohan y ¿Qué será la vanguardia? de Julio Premat coinciden en sus perspectivas, referencias teóricas y hasta en la elección de autores, hecho que evidencia ciertos gustos predominantes dentro de la academia. A los fines de un comentario el libro de Kohan es más útil que el de Premat: plantea un contexto y una serie de juicios con los que se puede acordar o no, mientras que el segundo vacía al vocablo de contenido y lo convierte en un ente polisémico, idéntico a diversas expresiones de la actualidad literaria (Bruzzone, Cabezón Cámara, etc.). Como una esfera cuyo centro está en todas partes, para Premat la vanguardia es una utopía idealista, una quimera que le permite afirmar cosas contradictorias en torno a ella, lo cual curiosamente lo lleva a explicitar aspectos que en Kohan pasan de largo.
Este último parte de los recelos activados por la semántica. “Ir hacia adelante” puede sonar ansioso, agresivo o incluso pecar de un optimismo idéntico a las certezas del discurso revolucionario; el deseo de novedad queda así asociado al profetismo o el voluntarismo bélico perdiéndose de vista lo más interesante, la dimensión democrática y moderna de esos movimientos: la agitación social, la polémica, la aceleración como factor clave de la ruptura… Luego desfilan las interpretaciones de la Teoría Crítica y las situaciones trágicas del periodo soviético (Lunacharski, los conflictos con el Partido, la derrota frente al realismo socialista); para la Escuela de Frankfurt cada rasgo vanguardista conduce a su contrario y supone en última instancia su negación mientras que los libros de historia no dejan de mostrarnos el fracaso de sus ambiciones. Antes que la vanguardia se impone la sospecha permanente, sobre todo frente a la reivindicación de la novedad y la ruptura con la tradición ‒lo nuevo se convierte en fetiche, a la tradición siempre se terminaría volviendo‒; es llamativo que Kohan cuestione ese legado anti-sistema con un montón de citas de autoridad. El libro esquiva así las diversas mutaciones de esos movimientos durante el siglo XX y se identifica con el debate interpretativo: no se lee la vanguardia directamente ‒esta no es un objeto en sí‒, se leen los dictámenes que la Teoría Crítica promulgó sobre ella.
Pero más allá de la pátina frankfurtiana, esa perspectiva tal vez obedezca a las taras de un discurso vernáculo; no es difícil ver hasta qué punto, en el caso argentino, la sospecha también es síntoma: se puede incorporar un poco de vanguardia pero a la vez se puede tomar distancia de ella; desde Borges hasta Libertella, Piglia y Aira, todos ellos coquetean con tal o cual aspecto del fantasma para marginar sus otras características. Así surgió la vanguardia moderada de Martín Fierro, intento modernizador marcado por sus coordenadas socioeconómicas, en gran medida ajeno o refractario al extremismo de sus pares europeos. Como es sabido, Borges perfecciona ese paradigma; él mismo un joven vanguardista que en Historia universal de la infamia incorpora algunas de sus inquietudes dándoles en los ´40 un tono cada vez más matizado, acorde a la sintaxis inglesa. Luego vienen los autores que concentran el grueso de estas intervenciones: ¿fue vanguardista Libertella? ¿O un excéntrico con una prosa no tan revulsiva? Las características que Kohan y Premat le atribuyen a su última etapa -“hermetismo”, “ilegibilidad”, rechazo a la transparencia comunicativa- no remiten necesariamente a los experimentos estéticos del siglo xx sino al espíritu finisecular del cenáculo; una escritura de ideas mezclada con el ingenio de la bohemia y pocas apuestas al nivel de la sintaxis o el léxico. En la discusión con el ideal burgués de la novela es un autor a medio camino: abandona sus variantes convencionales sin generar muchas propuestas en el plano estilístico o formal. Por eso suena exagerado cuando Kohan afirma que “Libertella reformula todo”. Premat también lo presenta como un autor a contracorriente pero, con todo su diletantismo, Libertella no se opuso a las creencias generales de la época, ya sea en su gusto por la meta-ficción, la desconfianza frente al progreso rupturista o la aceptación del rol minoritario de la literatura, cada vez más ajeno a la discusión social.
Después aparece Piglia: si en 1990 este vislumbra sus tres vanguardias para ningunear a Osvaldo Lamborghini, al menos debería darse una discusión detallada sobre esa exclusión. ¿El autor de El fiord es menos vanguardista que Walsh, Puig o Saer? Al igual que el santafesino, Lamborghini y Zelarayán experimentaron al nivel de la frase problematizando los límites entre poesía y prosa. Pero si se menciona a Saer, ¿por qué no se dice nada sobre los otros dos? ¿Y por qué Kohan cree a ciegas en esa falta de argumentos? Piglia postula un gran acontecimiento donde tan solo hubo innovaciones puntuales atentas al clima modernizador de los sesenta: con ese pase de manos se anuncia una ruptura cuasi-futurista ocurrida 20 años atrás, desplazando la vanguardia que supimos conseguir (Literal) por otra más hipotética. Esta última triada se justifica con una catarata de historizaciones (desde Rimbaud al arte pop pasando por Lenin, Benjamin, etc.) que aun así pierde de vista el contexto setentista más evidente e inmediato, como si las apuestas de Literal fueran un quiebre imposible de digerir más allá de las declaraciones de ocasión. Kohan por su parte acepta el planteo de Piglia y llama “de vanguardia” a una interpretación demorada, una meditación a posteriori en el seno de la vida académica. O como admite Premat: una posición “reactiva” no solo contra Lamborghini sino también contra Aira ‒la novedad narrativa de los ´90 que por una cuestión de prejuicio o ego queda afuera de esa “máquina de lectura” ‒.
Ante los problemas con los cuales se encuentran Libertella y Piglia – crisis del relato, crisis del vanguardismo, la sombra de Borges- Aira va a ofrecer una respuesta más vital: sabotear el formato novela y crear un sistema literario propio que ya ha sido objeto de varias interpretaciones. Kohan afirma entonces que la polémica más importante de Aira tiene a Cortázar como contendiente clave pero, si eso fuera así, el corolario no dejaría de ser algo insípido: en vez de una pelea con Borges, una disputa con uno de sus epígonos por el segundo puesto. Aunque a fin de cuentas, esa competencia tal vez tenga sus motivos si se considera que frente a Borges el autor de Las ovejas tampoco introduciría grandes rupturas, en todo caso incorpora con más efectividad algunos gestos vanguardistas (el azar asociativo, Duchamp) que Cortázar había tratado de manera ingenua. Esas libertades se subordinan aún a los tabús borgeanos aceptados por Aira con naturalidad: no hay casi lugar para las versiones crudas del sexo, la violencia o la política, mucho menos para los extremismos formales ‒ basta con comparar el estilo del pringlense con algunos de sus autores preferidos: Gerardo Deniz, Martín Adán o su maestro Lamborghini‒. Estas ambigüedades y omisiones quedan fuera del análisis. Kohan no discute con esa concepción que acepta y a la vez niega la vanguardia; por eso para elogiar a Aira combina referencias al imaginario de Borges con otras del surrealismo: “el arte como ´una multiplicación´, la (…) serie infinita, ´los vértigos retrospectivos´” junto con “´el azar’, (…), el onirismo, la distracción, las improvisaciones (…)”. Un poco más ligera, menos apesadumbrada, la alianza entre ficción y especulación, prosa dúctil y autorreflexión, sigue firme en el centro del canon; la clave radica en manipular la vanguardia con asepsia para no mancharse con sus extravagancias.
Otro aspecto del problema es que la poesía no figure sino de manera muy marginal dentro de estas reflexiones. En el ensayo de Kohan la obra de Leónidas Lamborghini no aparece aludida ni una vez, en el de Premat se lo nombra al pasar; a ninguno le interesa detenerse en libros como El solicitante descolocado, Episodios o Carroña última forma ‒tres textos que ponen en crisis cualquier noción naturalizada de escritura‒. Y así tampoco se consideran varios momentos de la poesía argentina reciente: Hacer sapito (Viola Fisher), Seudo (Gambarotta), Foucault (Rubio), El despertador y el sordo (Molle), Diario de exploración afuera del cantero (Bianco), Basura Pert (Mendez), El libro de las formas que se hunden (Ortiz) o dp canta el alma de Katchadjian. Estos textos complementarían muy bien ‒y acaso permitirían ver con otra perspectiva‒ al conjunto de títulos elegidos por Premat y Kohan para rastrear la actualidad del fenómeno.
Hay por último una ambigüedad que preocupa mucho a Kohan: la resbaladiza línea que separa la ruptura formal “objetiva” de la impostura facilista meramente “subjetiva” (siguiendo a Adorno una vez más…). El asunto se ilustra con algunas anécdotas: una ocurrencia de Fogwill (firmar la guía telefónica), un momento de Rayuela en el que se narra una escena mal copiada del cine o la televisión norteamericanas (un pianista toca una obra incomprensible frente al público que deja la sala…). Lo cierto es que, sin rebasar el ámbito de la literatura, Latinoamérica ofrece muchísimos casos que habrían permitido reflexionar mejor sobre los “caprichos” de la vanguardia: Vallejo, Nicanor Parra, Juan Luis Martínez, Lorenzo García Vega, el mencionado Deniz… ¿Cabe agregar además que esa discusión con el cortazarismo atrasa un par de décadas? Más imaginario que real, el adversario elegido por Kohan para discutir los riesgos vanguardistas sigue la lógica del hombre de paja; se insiste bastante en el tema pero los grupos identificados con Cortázar no conservan gran influencia y la sospecha frente a su masividad larga un tufo elitista: el problema no son los mandalas inspirados en Rayuela sino que ese imaginario se acepte como la única versión de la literatura ‒lo cual ya es muy improbable‒.
Tal vez haya un error en la elección del rival; el contendiente no sería lo trivial o caprichoso sino las fórmulas que de una manera u otra son simpáticas para el mercado y las instituciones culturales. Kohan no llega sin embargo a tantear esa perspectiva y el balance se vuelve desalentador: en lugar de ir contra los grandes agentes del consenso cultural la sospecha se vuelve contra la propia vanguardia, siempre fantasmal y cuestionable. Por eso quizás hubiera valido la pena discutirle a Adorno esa diferencia categórica entre la innovación estética y la impostura. Ya que en definitiva esos “facilismos” ¿no suponen una crítica del lugar común por muy chocantes que parezcan? ¿Cómo leer si no las primeras poesías de Fernanda Laguna? Ese tipo de riesgos plantean una pregunta sobre las condiciones actuales de la escritura y son también un desafío para la crítica, otro punto de partida para observar la situación local del vanguardismo.
Es crítico literario, docente e investigador.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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