GUAY | Revista de lecturas | Hecha en Humanidades | UNLP

NOVELA
MARÍA EUGENIA RASIC

El palomar
(2021)
de Francisco Magallanes

Esas barras bravas

“ya no vendrán los jóvenes

oscuros de dolor/cara al tiempo los sueños

que escribían”

Juan Gelman.

 

     A la novela El Palomar de Francisco Magallanes se entra como se entra a la cancha pero sin cacheos. Y la figura de la cancha, ya verán cuando ingresen, no es para nada inocente. Tanto sus personajes, en su mayoría jóvenes, los diálogos y silencios entablados, las acciones y lugares que desorganizan eficazmente el relato, como el universo de los objetos, los sonidos, las voces que allí se afilan y rozan cortando, de este modo, cualquier intento de configuración sólida de la lengua, y sobre todo el ritmo que en la narración se construye, su constante movimiento y su cadencia entrecortada, interrumpida, pertenecen a un territorio poco explorado de la manera en que su autor lo hace. Me refiero al universo futbolero, espacio sobre el cual y desde el cual la ficción nos muestra sus entretiempos, y el relato, sus tajos o, como diría allí dentro uno de sus personajes, “las estocadas finales sobre la panza” de sus propios fragmentos.

     Si bien muchas veces lo popular en la literatura ha sido y sigue siendo un campo de juego en el que la narración se ve obligada a respetar un verosímil muchas veces estigmatizante -es decir: un mandato con horizontes de expectativas que encierran la lengua, las voces y los cuerpos en un imaginario y territorio determinado-, así como también sigue siendo un campo de juego en el que las formas lidian con antiguas y sólidas batallas, la escritura de Magallanes hace de esos estigmas heridas abiertas, audibles y visibles por donde hacer filtrar la ficción y, con ella/desde ella, un síntoma de época dilatada, expandida en el tiempo de las desobras. Porque si hay algo que la novela pone en juego es ese otro lado del fútbol, su detrás de cámara, que pareciera salirse de los cortes temporales con los que la historia acostumbra a organizar sus acontecimientos y desbordar, de este modo, un sentido ajustado de “década” y de  segmento cultural determinado. Por fuera de la sociedad del espectáculo, o por entre, y a pesar de los insistentes cortes neoliberales que azotaron y subestimaron la cultura popular argentina, la novela, por un lado,  se pone a mirar y a recorrer como un continuum (los viajes en remís de  sus personajes acompañan en la novela ese movimiento), y desde una perspectiva que potencia sin frenos el terreno de las subjetividades silenciadas, escenas sociales que se instalaron en el imaginario de los inolvidables años noventa y que se han pegado hasta hoy en día en la cultura argentina como esas canciones de fondo que escuchamos reversionadas y entonadas a todo volumen en la cancha o a como aquellas que suenan en el estéreo del auto para luego instalarse durante todo el día en nuestra lengua (el dúo sueco de los noventa Roxette es parte del repertorio que suena de fondo en la novela, junto con los Redonditos de Ricota y la cumbia del barrio). De este modo, el relato de un personaje como “el rubio” que “aun siendo radical ama a Menem” y se acopla al furor de las ventas de sistemas informáticos en la nueva mentira global latinoamericana; la comparación del paisaje de la ribera rioplatense de Punta Lara con el de Miami; la referencia actual a eventos futbolísticos o figuras que tuvieron lugar en los noventa, como por ejemplo el descenso a la liga B de Estudiantes de La Plata o la presencia en boca de los personajes de jugadores de fútbol como el Indio Ortiz, el Tornado Alonso y el Enano Niell de Gimnasia Esgrima de La Plata, junto con la galería de personajes que, por sus nombres, podrían jugar en la misma liga (y viceversa); el relato de las andanzas de un 504 rojo siempre GNC y las del Regata y del Duna junto con el Galaxy y el Mercedes que habitan en la remisería del barrio producen un efecto de montaje temporal, cultural y estético en la ficción que trae permanentemente para delante lo que creíamos lejos o en otro plano. Es a partir de estas operaciones en la novela -y no al revés: esta es, sin dudas, la destreza narrativa del autor- que podemos visualizar y escuchar con mayor proximidad (cabe destacar que la construcción de una voz que escapa todo el tiempo a la omnisciente colabora allí en dicha proximidad) los entretejidos que asoman entre las monturas, su despliegue y procedimientos, los cuales atraviesan y a la vez constituyen el mapa social, político y económico sobre el que la ficción se desarrolla. Por un lado, entre los banderines albiazules, el deseo  y los cuerpos danzantes, vemos desplegarse los grandes negociados entre la dirigencia de los clubes privados y la clase política, el deliberado abandono político de las nuevas configuraciones territoriales que en las grandes ciudades del gran Buenos Aires han ido emergiendo y expandiendo un diagrama urbano altamente centralizado y excluyente; por el otro, aunque en relación causal con lo anterior, la novela se pone a escuchar con especial atención las voces de un sector joven de la población (materia prima, por cierto, en la maquinaria meritocrática del fútbol) que busca en los bordes, en los precipicios, en los filos, las huellas de un futuro que, si bien para las juventudes de aquel pasado en que lxs poetas cantaban era un sueño inminente, para las de este entonces aún no ha llegado, o sí, pero también en manos del vértigo o de la muerte:

 

 

     “Nunca estuve tan cerca de Dios como aquella noche. Fuimos con el Flaquito y lo llevamos al Arveja. Trepamos hasta el cielo en un ascensor de vidrio. Cuando llegamos a la base de la torre, el viento helado nos volteó. El Loquillo nos había pasado el dato para desaparecer (…) Presten atención, dijo El Arveja y se paró. Lo mirábamos sin poder adivinar qué se proponía. O sin querer pensarlo, porque se acercó a la cornisa y sin que pudiéramos reaccionar, desapareció en un movimiento de nuestras vistas. Primero pensé lo peor, pero El Arveja colgaba de sus brazos a 80 metros de altura. El viento lo tambaleaba de acá para allá y en cualquier momento se lo chupaba para abajo. Por momentos me mareaba ver la plaza Moreno y me daban ganas de saltar, pero los gritos del Flaquito me rescataban. Intentamos agarrarlo de los brazos para levantarlo pero El Arveja fue contundente. Si me tocan me suelto. Te vas a matar pelotudo, le gritó El Flaquito. Presten atención, dijo y empezó a trepar a pura fuerza de brazos. Fue un movimiento impresionante, El Arveja era todo un atleta. Cuando estaba a salvo en la base, lo abrazamos y empezó a reírse a carcajadas. Empinó la botella de ginebra con coca hasta vaciarla. Lo que mató al Negro Olmedo fue la gravedad y no tener estos brazos de laburante. Pasamos toda la noche tomando sin saber que nunca más lo volveríamos a ver.”

 

 

     Es en el ejercicio de la escucha de estas voces jóvenes y políticamente incómodas que me gustaría brevemente detenerme. Será tal vez porque El Palomar invita, entre otras cosas, a llevarse la ficción al oído como si fuera una radio con la que escuchamos la transmisión del partido. Así, como quien va buscando afinar la sintonía, nos encontramos con un conjunto de chillidos agudos (“cerrar el pico y masticar la carne”; “el animal chillaba”) y de voces quebradas, rotas, filosas como esos restos que Chico Buarque exponía en la vereda de “Construcción” interrumpiendo el tránsito. Vidas frágiles que se caen del techo que el sistema les oferta como posibilidad de supervivencia: “con un trabajo dicen que la hizo / en Capital junto al Escorpión y los Hermanos Piña / los pasaron a buscar en un taxi de los nuevos / que les regaló el Intendente / regaló las pelotas / que acá nadie / te regala nada dice el Camisa / con la voz filosa cuando escucha”;  “pero si se pudre te quiero ver / metiendo goma te quiero ver / agita el Escorpión / con la voz quebrada y siempre que puede / lo repite te quiero ver y te mira / con sus cristales verdes irritados”; “La Valentina todavía tenía el maquillaje de la noche y la voz rota: ¿Cuándo me vas a meter en la barra?, me dijo”. 

     De la barra que esta última cita nos habla en un primer plano de la ficción es la que pertenece a la hinchada de Gimnasia, el club de fútbol protagónico en la novela. Como se anticipa ya desde el comienzo, El Palomar se sostiene argumentalmente en el tejido inescrupuloso que el poder político y judicial de la ciudad y los empresarios del fútbol (cada vez más cercanos, por cierto) traman sobre el territorio local en pos de la expansión de negociados aleatorios a la empresa futbolística y en pos de un enriquecimiento a gran escala que llega a delimitar, inclusive, la dinámica de los barrios populares. Sobre ese tejido, la ficción recupera, a veces con nombres ficticios, a veces con nombres reales, personajes icónicos de la historia futbolística local que, como el legendario “Loco Fierro” de la hinchada de Gimnasia Esgrima La Plata, habitan en cierta parte del imaginario platense como un personaje sacado de la ciencia ficción animada, tal como se entrelee en algunos pasajes que Magallanes, desde esa recuperación, hábilmente reconstruye (la referencia a los Mazzinger en la escena en que el Arveja juega a arrojarse al vacío es un claro ejemplo; también la referencia a Canadá transformada en un espacio distópico en la novela). Dicho gesto podría entreleerse a su vez, con igual potencia y alcance, en la contemporánea y potente ficción de Leonardo Oyola, Kryptonita, llevada además, de la mano de Nicanor Loreti, al cine y a la serie televisiva, así como también, de la mano de las y los docentes, a las aulas de las escuelas secundarias públicas. Pero la riqueza de la escritura de Magallanes no está solamente en los imaginarios, coyunturas políticas y síntomas época que recupera, sino también en los procedimientos formales con los que dicha escritura los despliega y, al mismo tiempo, los efectos de sentido que los procedimientos producen en la lectura. Porque, además de las barras de fútbol a las que los personajes de la novela intentan pertenecer y por las que dejan correr el deseo, están las barras que cortan las paredes del monoblock que la prosa erige para operar sobre el terreno del fragmento, de la escisión y, hasta a veces, por momentos, del verso: “Fumar arriba y ver el río / los monoblocks amarillos del mercadito / las luces de la autopista en la madrugada / era todo lo que nos movía”; “Ahora que la venganza me retuerce / la lengua, sé que no volveré de Canadá. / Moriré en el destierro inútil / porque la Gloriosa 22 se cobró lo que era suyo. / Espero la estocada final en la panza y me aferro a la vida”. 

     De este modo, las barras, que parecieran sugerir un tiempo de interrupción, de pausa o detenimiento al menos breve, proponen un avance rítmico dado por la secuencia reiterada de esa suerte de cortes versales internos. Como hemos aprendido a leer en las Interrupciones o en la poesía siempre incompleta de Juan Gelman, la barra es, ante todo, una marca gráfica que no se puede ni vocalizar ni poner en sonido; sólo se puede mirar como se mira una cicatriz: la que nos sirve como señal o señuelo de la brecha que la escritura abre entre ficción y realidad, entre lengua y representación, entre dolor e ideología a la vez. Estas barras convierten a la novela en un cuerpo herido y cicatrizado. Constituyen profundas marcas visibles de la cisura por las que las voces política y culturalmente rotas, astilladas, retorcidas y doloridas pueden filtrarse, transformarse en personajes y hablar. Estas voces nacidas en el tajo son, sin dudas, las verdaderas barras bravas que la ficción de Magallanes muestra sin miedo. 

     A El Palomar se entra como se entra a la cancha sin cacheos y se sale con las heridas abiertas de esas épocas que nunca se han ido, de esos cuerpos jóvenes que caen en cruz como en La bengala perdida del flaco Spinetta, de esos nombres y apodos sin apellidos que entre los innumerables escombros que esta ficción junta y recupera salen a respirar la luz de un porvenir incierto. Las barras bravas de Magallanes lo saben y agitan a coro lo que en este gran lío habíamos vuelto a pasar por alto.

MARÍA EUGENIA RASIC

Es Doctora en Letras por la FaHCE-UNLP. También es docente de Literatura en escuelas secundarias públicas y de un taller de escritura creativa en el área de Extensión de la FaHCE. Actualmente, en su formación posdoctoral, se encuentra investigando las relaciones entre arte-poesía-archivo-comunidad en territorios rurales de la provincia de Buenos Aires.