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GEOGRAFÍA/SOCIOLOGÍA
NICOLÁS SANTÁNGELO

Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo (1996)
de Renato Ortiz

      En el año 2007 Maristella Svampa y Pablo Stefanoni publicaron un libro titulado Bolivia: memoria, insurgencia y movimientos sociales en el que recopilaron artículos que buscaban describir y explicar algunos procesos político-institucionales recientes, principalmente aquellos vinculados al triunfo del MAS –el partido liderado por Evo Morales-. Uno de esos artículos es una entrevista a Abraham Bojorquez, un joven cantante de la ciudad de El Alto, referente del género musical denominado hip hop indígena. La inclusión de este capítulo pareciera extraña y hasta ajena al tema del libro –quienes escriben lo saben- y por eso se aclara en la introducción sobre “la importancia de comprender los cambios en la cultura juvenil y las formas del mestizaje cultural, espacio en el cual se entrecruzan lo local y lo global”; siendo el hip hop “uno de los lenguajes expresivos privilegiados por los jóvenes de todo el mundo que, en América latina encuentra una inflexión particular, en su articulación con los procesos sociales contrahegemónicos”.

     Mestizaje cultural, espacio, juventud, hegemonía. ¿Cómo abordar desde las ciencias sociales esta relación entre mundialización y cultura?

     Una década antes, en 1996 el sociólogo brasilero Renato Ortiz escribía Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo advirtiendo que a fines del siglo XX las categorías clásicas del análisis social se habían vuelto inadecuadas para captar de manera fehaciente las transformaciones más recientes de la sociedad. Modernidad-mundo, identidad, espacio, cultura de masas, consumo. ¿En qué medida la idea original de estos conceptos lograban explicar en su complejidad y amplitud las características y procesos de las sociedades contemporáneas?

     Un primer supuesto que guía las reflexiones de Ortiz a lo largo del escrito es que la globalización de las sociedades y la mundialización de la cultura puede ser entendida a partir de la continuidad de elementos anteriores como también por la aparición de nuevas características que exacerban procesos previos. Las sociedades contemporáneas no serían entonces el resultado histórico de un evento bisagra reciente sino de la superposición de nuevos elementos sobre la continuidad de otros que ya se venían desarrollando. En definitiva, la expansión del capitalismo y del proceso civilizatorio no constituyen una novedad, pero es recién en las últimas décadas del siglo XX que la sociedad global es menos una abstracción de las ideas y cada vez más una realidad concreta. Aeropuertos, artículos de consumo, Mc Donald´s, televisión por cable (hoy podríamos agregar Facebook, telefonía móvil) son todos elementos que se han localizado en nuestras vidas cotidianas y convertido en referentes comunes. El hecho de compartir sus sentidos nos integra como individuos dentro de los límites de la modernidad-mundo.

     Pero la modernización tiene una concreción material desigual –articula conjunción y disyunción- y por ende este proceso no es unívoco ni homogeneizador. Mientras que el sistema capitalista, sus redes y sus técnicas se vuelven totalizantes y unificadoras, el conjunto de significaciones propias de la modernidad debe enfrentar resistencias con otros universos simbólicos, arrojando como resultado un mundo transglósico y plural.

     Esta pluralidad, sin embargo, no significa que cada cultura se desenvuelva de manera autónoma y aislada del resto: la expansión de la modernidad, además de “comprimir” las distancias físicas con sus redes de comunicación y transporte, promueve la desterritorialización de las culturas y su integración a un universo simbólico más amplio. En las sociedades contemporáneas viajar ya no supone establecer un nexo entre mundos diferentes e incomunicados, sino desplazarse por el interior de los límites de la modernidad-mundo gracias a un conjunto de referencias compartidas.

     Este desvanecimiento de las fronteras que antes separaban material y simbólicamente a los lugares y sus culturas conduce a Ortiz a reflexionar sobre la adecuación del concepto de espacio y el tipo de articulación entre las escalas locales, nacionales y globales. La propuesta del autor consiste en entender al espacio como “un conjunto de planos atravesados por procesos diferenciados”. Contrario a las analogías de tipo “lo local se opone a lo global” o “lo nacional contiene a lo global” su tesis es que lo realmente existente es la transversalidad de la cultura. En otras palabras: lo nacional o lo global no existen como abstracción sino que son realidades empíricas localizadas que forman parte de la experiencia cotidiana de los individuos. Lo nacional ha podido localizarse –convertirse en cultura- gracias a un esfuerzo histórico modernizador basado en la creación de símbolos, el desarrollo de una conciencia colectiva, el establecimiento de un mercado interno y la escolarización de la población. De manera más reciente, lo global también ha logrado localizarse en hoteles, autopistas, marketing mundial e hipermercados, convirtiéndose en cotidianeidad y cultura mundializada. Si bien podrían parecer procesos distintos e incluso antagónicos ambos responden a una misma espacialidad propia e inherente a la modernidad mundo, que desterritorializa y reterritorializa constantemente el espacio.

     Dada la superposición y entrecruzamiento en el plano local de líneas de fuerza nacionales y mundiales, es evidente que la singularidad de las culturas no está definida por el sustrato morfológico sobre el que ellas se asientan. Si esto fuese cierto, podría suponerse entonces–de forma análoga a la tesis del fin de la historia o el fin del Estado- que el espacio “se vació” y que como categoría analítica ya no tuviese capacidad explicativa. Retomando el hilo de su argumentación Ortiz advierte que el espacio no se ha vaciado ni vuelto homogéneo: estas líneas de fuerza no tienen la misma preponderancia entre sí, no son equivalentes ni unívocas y cada una de ellas posee un peso y una legitimidad diferenciada. Los lugares son entonces el resultado de un constante re-acondicionamiento basado en negociaciones y conflictos entre esos vectores.

     Teniendo en cuenta estos supuestos, difícilmente pueda interpretarse el caso del hip hop indígena que se difunde en la ciudad de El Alto como una penetración cultural – ¿norteamericana?, ¿global?- que atenta contra la cultura boliviana -¿nacional?, ¿indígena?- en pos de una homogeneización cultural mundial (o como un inocente mestizaje cultural). La idea de transversalidad de la cultura es la que permite comprender cómo en el plano local de este suburbio paceño los individuos deciden adscribir a una identidad juvenil internacional-popular –hip-hop, gorras de béisbol, zapatillas Nike o Adidas- reivindicando al mismo tiempo aspectos de una cultura indígena –a través de referencias a las cosmovisiones andinas como la planta de coca o el cerro Illimani- y negociando de esta manera la articulación de aspectos locales con referentes mundializados de la cultura.

     El caso ilustra perfectamente que no es posible comprender a las culturas suponiendo que ellas poseen una esencia o raíz –la autenticidad o la originalidad no son propiedades que las culturas pierdan o conserven- porque la modernidad implica una cultura des-centrada: descentramiento realizado originalmente (al menos en sus intenciones) a través de líneas de fuerza nacionales y recientemente mediante vectores mundiales. El desarraigo –es evidente-, ha sido una condición tan propia de la constitución de los Estados nacionales como de la actual mundialización en curso.

     Para comprender el tipo de desarraigo que supuso la constitución de los estados nacionales –y contra la perspectiva esencialista- es necesario señalar que el esfuerzo estatal por crear una identidad colectiva no tuvo como objetivo formar la personalidad de los individuos, sino congregarlos mediante la construcción de un conjunto de referencias comunes en el marco de una ciudadanía moderna. Desde ya que esas referencias –pasado común, memoria colectiva, lengua oficial, próceres y fechas patrias- fueron resultado de una lucha de intereses que a través de sus artífices buscaron establecer su propia legitimidad, siendo el Estado nacional un campo de disputa mediante el cual irradiar dichas referencias. 

     Pero frente a esta heterogeneidad, un aspecto común se impuso como generalidad: la materialización de la nación significó un desdoblamiento del horizonte territorial de los individuos, que fueron “retirados” de sus localidades y congregados como ciudadanos integrantes de un mismo Estado nacional. La experiencia cotidiana del espacio y el tiempo, desanclada de sus lugares (regionalismos, provincialismos) fue así integrada a un todo más amplio mediante la unificación lingüística, la escolarización de la población y la difusión de los símbolos patrios. En términos analíticos –pensando en el caso latinoamericano- no importa demasiado la forma que asumió ese referente identitario -crisol de razas, mestizaje, hispanidad, indigenismo- sino el hecho de que todos estos discursos permitieron integrar a individuos desconocidos entre sí, conectando partes dispersas a una “comunidad imaginada”. Por eso para el autor la nación se realiza históricamente a través de la modernidad, convirtiéndose el Estado, al menos durante un período relativamente largo de tiempo, en un núcleo privilegiado de irradiación de referencias o –en términos de Gramsci- en una instancia hegemónica en la producción de sentido. 

     Este lugar predominante no estuvo libre de tensiones: la retórica nacional requirió de permanentes esfuerzos de reconstrucción en pos de pacificar las contradicciones internas que se daban en su seno, siendo el antagonismo de clase el caso más generalizado pero también las tensiones entre grupos diferenciados como los pueblos indígenas o la población de origen africano en los países de pasado esclavista. Esta solución de conjunto de las dificultades internas fue permanente en el tiempo hasta el momento en que el propio núcleo de referencias nacionales no pudo contener la expansión de la modernidad mundo y su impulso modernizador. No se trata de la aparición de fenómenos novedosos, sino de la aceleración de la movilidad y el desanclaje de los individuos hacia afuera de las fronteras nacionales. El surgimiento de nuevos referentes identitarios en el marco de la mundialización de la cultura demuestra que el tipo de desarraigo que supuso la integración nacional fue precario y exiguo, porque evidentemente la modernidad exige un desarraigo todavía mayor. Los actuales referentes –principalmente mundiales- que tensionan la legitimidad de las referencias nacionales no tienen un origen exógeno, sino que se engendran exacerbando procesos ya existentes en el seno de la propia sociedad. Si bien los discursos nacionales no desaparecen – la nación sigue siendo una realidad concreta y efectiva-, nuevos faros de sentido como la juventud, el movimiento ecologista, el consumo y las marcas se incorporan al espectro de referentes identitarios que organizan la vida de los individuos. 

     Si bien la tesis de Ortiz es que el Estado ya no detenta el monopolio de la definición de sentido, no deja de ser cierto que en las últimas décadas muchos países de América latina buscaron reelaborar un discurso nacional –incluso en países donde el proyecto nacional nunca fue una realidad concreta-. El ejemplo de Bolivia es arquetípico al recuperar el término “indio” como elemento cohesionador de una identidad nacional-popular, articulando la perspectiva indígena a un proyecto político-institucional que dio por resultado la creación del Estado Plurinacional de Bolivia. El carácter indígena del proceso no significó la reconstrucción del Qollasuyo –es decir el retorno a un plano estrictamente local-  sino su incorporación a una retórica nacional capaz de construir sentidos. “El discurso indígena tiene una retórica arcaizante pero una práctica modernizante”, afirmó el ex vicepresidente García Linera, dejando en claro que la identidad indígena no supone su exclusión de una cultura moderna, sino la posibilidad de negociar su lugar el espacio simbólico de otras identidades de alcance local, nacional y mundial.

     Ortiz sostiene sin embargo que las referencias nacionales se encuentran en decadencia y que el actual movimiento de la modernidad supone la identificación de los individuos con nuevas fuentes de identidad de alcance mundial, siendo la juventud y el consumo los marcos de referencia de mayor peso. Comprender estos fenómenos desterritorializados implica un abordaje también desterritorializado. 

     La identidad juvenil internacional-popular por ejemplo, no puede entenderse al margen de su carácter mundial, capaz de congregar a un segmento etario –y de clase social- más allá de la etnia y la nacionalidad. La integración de los jóvenes a un imaginario mundializado solo es posible a través de un conjunto de signos y símbolos –canalizados principalmente a través del consumo- que definen su identidad y les permite diferenciarse globalmente del mundo adulto. El consumo constituye otro ejemplo en el que -independientemente del intercambio de mercancías- se proyectan valores y modelos de conducta. No es la utilidad de los objetos lo que motiva a los individuos a comprar, sino la posibilidad que estos brindan para integrar a sujetos dispersos en un mismo imaginario colectivo, permitiendo a las clases medias mundializadas compartir similares gustos e inclinaciones. Viajes de turismo, ropa deportiva, shopping centers, Mc Donald´s (hoy podríamos agregar Netflix) –en definitiva las marcas y el mercado- se han convertido en instancias de socialización de carácter planetario con una ética específica modeladora de la conducta. 

     Evidentemente el espectro de referencias simbólicas en la actualidad es cada vez más amplio y los individuos –cada vez más móviles y desanclados- tienen la posibilidad de adscribir a referencias locales, nacionales o mundiales. De esta manera el juego de las identidades debe negociar su existencia, delimitando simbólicamente su territorio en consideración de otros actores sociales, lo que no significa que la totalidad de actores se encuentre en iguales condiciones para hacerlo (si bien el abanico de posibilidades es mayor, esto no equivale a una mayor libertad). La influencia de algunas identidades es más predominante que otras al inmiscuirse en el territorio de “los otros” como día a día lo hace el marketing global y las instituciones del mercado. Cada grupo social, consecuentemente, podrá apoderarse de los distintos referentes -Estados, ONG, sindicatos, movimientos sociales, marcas- que la modernidad mundo produce en la reelaboración de sus identidades, aunque esto sucederá de forma diferenciada según su lugar en el espacio social y como resultado de las líneas de fuerza que atraviesan sus espacios.

     Sabiendo que cualquier explicación es preferible al caos –y advirtiendo sobre este peligro-el autor de este ensayo propone nuevos alcances para viejos conceptos en pos de esclarecer el entendimiento de la cultura contemporánea, cuya manifestación es cada vez más desarraigada, cada vez más “la expresión de otro territorio”.

NICOLÁS SANTÁNGELO

Es profesor en geografía (UNLP). Se desempeña como docente en escuelas secundarias de La Plata.