En un texto que recientemente descubrí que se ha perdido junto con el dominio digital que lo albergaba reflexioné sobre mi crush preadolescente con Kate (Winslet) en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, y Scarlett (Johansson) en Perdidos en Tokyo, y Natalie (Portman) en Garden State, y tantas otras mujeres ficticias durante mi larga pubertad. Todas, como aprendí a posteriori, manic pixie dream girl en las cuales deposité mis sueños y fantasías de varón cis acomplejado que solo quería que una chica hermosa y alterna viniera a rescatarlo de sus propias inseguridades.
En los últimos años, de pretendida adultez, me he sorprendido sintiéndome atraído por personajes como Nomi, la hacker unida por un vínculo psíquico con otras siete personas desperdigadas alrededor de globo que compone el elenco coral de Sense8 (2015-2018), o Blanca, la madre con corazón de oro que protagoniza Pose (2018-2021). Inesperadamente me encontré en mi fuero interno frente al hipotético sí yo pudiese sentirme atraído o incluso entablar una relación sexoafectiva con una mujer trans en ese lugar desolado que llamamos la vida real. Una pregunta que escribo con miedo a sonar intolerante, pero que, si soy sincero, debo admitir nunca había ponderado hasta que me vi movilizado por estas atracciones de streaming. Aunque, pensándolo de nuevo, la cuestión bien podría formularse de otra manera ¿Cómo alguien podría mirar la serie y no enamorarse de Blanca?
Pose es quizás poco conocida entre les espectadores argentines, ya que como muchas otras de las excelentes producciones del canal norteamericano FX, terminó engrosando el vasto catálogo de Netflix de un día para el otro, sin mucha promoción. (En la versión local de la plataforma pueden verse hoy las primeras dos temporadas, con la tercera y última de seguro en camino). Ryan Murphy y Brad Falchuk (Nip/Tuck, American Horror Story, Glee) buscaron con esta serie redoblar su apuesta por la introducción de elementos queer en la televisión mainstream, que ya les había granjeado bastante reconocimiento y galardones. Reclutando a Steven Canals y Our Lady J como productores y guionistas, decidieron contar ahora historias con el trasfondo de la escena del drag ballroom neoyorkino de los ochentas y noventas y, en lo que fue su mayor innovación, pusieron por primera vez en pantalla un elenco compuesto casi completamente por personas transgénero y de color.
Si bien al principio se ofrece el punto de vista introductorio de una parejita blanca de los suburbios, encarnada por les carilindes Evan Peters y Kate Mara, a partir de la segunda temporada se prescinde completamente de estos personajes, reconociendo que acá el reflector nunca fue de ellos, si siquiera de refilón. Esta es la historia de Blanca (Mj Rodriguez), fundadora de la Casa de Evangelista, su mejor amigo y anfitrión de las galas, Pray Tell (Billy Porter), su madre e imponente diosa nubia Elektra (Dominique Jackson), les hijes que van poblando su casa como Ángel (Indya Moore), Damon (Ryan Jamaal Swain), Papi (Angel Bismark Curiel) y Ricky (Dyllón Burnside), y muches otres que navegan una ciudad que a la vez les es hostil y les da la bienvenida, donde pueden no solo sobrevivir, sino encontrar comunidad y sentido.
Como un espectador que se descubre incómodamente ignorante, no pude dejar de preguntarme a lo largo de toda la serie cómo es que ese vibrante mundo del ballroom, al que se nos permite espiar a través del imperfecto y comercialmente motivado prisma de una producción hollywoodense, me fue desconocido hasta ahora. Un mundo rico en historia e instituciones, organizado en torno a casas que, casi como si de fantasía épica se tratase, compiten en diferentes categorías a lo largo de la pista de baile/pasarela por el honor y el respeto de un jurado de mayores y las palmas de les pares. Pero que, en un sentido mucho más mundano, también articulan los lazos afectivos de personas expulsadas de sus lugares de origen y relaciones de sangre. Casas que cobijan familias electivas, esta vez sí fundadas en el amor incondicional que esa palabra connota.
Lo masivo y lo popular, entendido esto último en la academia argentina como lo subalterno, se trenzan de maneras complejas en Pose. Si bien novedosamente nos encontramos con historias sobre personas transgénero de minorías étnicas contadas por personas transgénero de minorías étnicas, una crítica intransigente podría objetar que aun así este no deja de ser un ejercicio de Hollywood. Otro empaquetado de una expresión cultural genuina para su distribución, venta y consumo global. Inteligentes, les escritores tematizan este conflicto en la segunda temporada, cuando les protagonistes se ven inesperadamente enfrentades a la atención que el éxito de “Vogue” de Madonna pone sobre la comunidad. Para algunes, como los bailarines Damon y Ricky, el hit inauguró una nueva avenida profesional de éxito y validación. Para otres, la canción representaba la usurpación de esa cultura que elles cultivaron a la sombra del desprecio del mainstream por una industria cultural que ni siquiera tenía los buenos modales de invitarles a ser parte del negocio.
Y, sin embargo, incluso si aceptamos cínicamente que estamos frente a un producto cultural que nos ofrece un algoritmo, que experimentamos sólo de manera vicaria la magia y vitalidad del ballroom, la potencia de esa fiesta es tanta que incluso severamente diluida uno no puede sino rendirse ante ella. Cuando Elektra comanda imponente a la pista y a toda la audiencia con la dignidad faraónica que su vestuario y su actitud demandan, cuando Pray te estruja el corazón cantando desde el púlpito de la Iglesia que años antes lo expulsó por ser homosexual, no puedo sino sospechar que aunque sea un trozo de un fragmento de algo genuino trasciende las mediaciones, y que por esa razón es que se me llenan los ojos de lágrimas de emoción frente al televisor.
Luego de una primera temporada que, con ínfulas de prestige TV, propone un tono dramático de Oscar, la segunda y tercera retienen la inventiva y purpurina de las competencias y giran las perillas del histrionismo y el melodrama al taco. Una decisión artística que atenta por momentos contra lo verosímil, pero que resulta exitosa gracias al compromiso de las actuaciones larger than life de les protagonistes. Incluso podría proponerse que recién entonces la serie termina de sintonizar con cierta tradición de arte queer que abraza la catarsis over the top, parte tanto del ADN de la cultura ballroom así como de la producción cultural de trazo más grueso, que tanto disgusta a la cultura culta y sus guardianes.
La cultura masiva bien hecha es una máquina de generar empatía, y esto es algo que Pose pone en primer plano al invitarnos a consumir una ficcionalización de vidas que rara vez son ficcionalizadas, y menos aún, en este tono celebratorio y afirmativo. Volviendo a la pregunta inicial, ¿Cómo no enamorarme de Blanca cuando apela a mi complejo de Edipo de hombre cis argentino, colmando de amor su casa llena de hijes del corazón? ¿Cómo no encandilarme cuando llena la pantalla con su risa en las cenas familiares que rematan varios de los episodios? ¿Cómo no calentarme cuando desfila divina por la pista de baile, o hace playback toda producida sobre una de Donna Summer? Mi mente y hasta mi cuerpo se tensan en direcciones impensadas al verla y oírla hecha de pixeles y en HD.
En mi cabeza se abren múltiples avenidas sobre las que intelectualizar estas sensaciones, que me empujan a pensar sobre el poder de los productos culturales de alcance masivo y sus potenciales efectos en la sociedad que los consume. Una preocupación que en nuestro país tiene una tradición tanto o más larga que la historia de la cultura masiva misma, como atestigua la alarma con que los intelectuales ochentistas recibieron a las novelas de folletín de Eduardo Gutiérrez, y en cuyo esclarecimiento, lamentablemente, parece haberse avanzado poco. Ciertamente se pone sobre la mesa la cuestión de la “representación cultural”, una categoría propuesta desde la crítica cultural norteamericana de izquierda que abandonó la posición defensiva ante las denuncias conservadoras en contra de las historietas, el heavy metal o los videojuegos, para adoptar una agenda proactiva de promoción de la inclusión de minorías y disidencias como protagonistas y productores de cultura masiva. Una discusión en la cual claramente Pose se inserta, y que ha llegado a la arena del discurso público local al ritmo insomne y globalizado de los hashtags virales.
Pero quizás sea mejor ir en contra de mis instintos y quedarme con la inmediatez de esas sensaciones, con todas las posibilidades y limitaciones que estas contienen. Quedarme con haber conectado con una historia de personas muy diferentes a mí que vivieron en un tiempo y lugar lejanos experiencias que me son ajenas, pero que ahora siento un poco más cerca y que, en esa cercanía, me hace considerar posibilidades que nunca antes había entretenido.
Profesor en Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata. Ha escrito mayormente sobre industria editorial, tanto publicaciones periódicas como historieta. Posee un interés omnívoro sobre todos los aspectos de la cultura masiva.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
Calle 51 e/ 124 y 125 | (1925) Ensenada | Buenos Aires | Argentina