El Amarillo, a quien Nadia llamaba padre, fue asesinado a golpes frente a sus ojos por los militares. A los cinco años tuvo que esconderse junto a su madre en un rancho rodeado de eucaliptus en la Provincia, cuidando de cuatro niños cuyos padres habían sido desaparecidos. Frente a un aparato penal vetusto, toma una decisión. Asesina a 36 militares y civiles, criminales y responsables que habían quedado impunes por el entramado de complicidad que marca “esta cultura de jóvenes y de emprendedores”. Desde el encierro carcelario elige contar su historia. Su relato será recogido en un libro por venir.
Hasta que mueras narra esta historia, en la voz de un escritor que ha sido contratado por Rita, la madre de Nadia. El protagonista-narrador deberá tomar testimonios, organizar los heteróclitos materiales, acopiar información documentada, redactar la versión final del escrito. La misión, aceptada inicialmente por motivos estrictamente instrumentales (“cobrar el monto que me prometieron y tener resto para escribir mi novela sin tener que buscar trabajo de oficinista”), se convierte inmediatamente en un reencuentro con sus fantasmas. Pues la tarea se integra en una cadena de frustraciones personales que incluyen la dificultad de encontrar la propia voz autoral, el abandono de su ex mujer, y la imposibilidad de saldar las huellas que ha dejado el poder dictatorial en su propio cuerpo. En el camino de esta búsqueda, la historia del narrador, que comienza asumiendo una completa distancia frente a la materia narrada (“y todavía piensan que los escritores escriben sobre sus propias experiencias”), irá revelando las huellas en las que se refleja un destino común, donde su vida, la de Nadia y la de Rita, así como la de las distintas generaciones que se han sucedido desde el Golpe se entrecruzan frente a la experiencia compartida y general de la derrota.
“Justicia es otra cosa”: historia, memoria, vida.
Es inevitable reconocer en el texto las marcas autobiográficas de quien escribe, la revisión crítica de nuestra historia reciente, la experiencia de lucha en H.I.J.O.S, la pregunta acerca de la vida en comunidad cuando la impunidad persiste. Hacer de la propia vida el motivo de una escritura revela una marca generacional que la narrativa de Robles comparte con la escritura reciente de hijes y nietes de desaparecides.
Por ello cabe tomarse en serio los anudamientos que motivan las reflexiones de los personajes, encontrando allí problemas éticos y políticos compartidos por su escritura y la lectura. Pues la novela de Robles sostiene una eminente vocación de intervención en nuestro presente. En efecto, la narración plantea hipótesis relativas a la memoria colectiva, y a los desafíos actuales del trabajo con los traumas del terror dictatorial y el acceso a una verdad histórica acerca de los Delitos de Lesa humanidad.
Acaso la pregunta más inquietante que atraviesa la novela sea la que aparece tras los testimonios de Nadia. ¿Cómo enfrentarnos con esos actos de venganza? Se trata de acciones individuales, por lo tanto privadas, que requieren un debido proceso. Y sin embargo, se inscriben en una problemática que los vuelca hacia la luz de lo público. Justificarlos supondría negar la relación entre condenas penales y garantías constitucionales que los organismos de Derechos Humanos han venido reclamando como pilar del Estado de derecho, y que ha sido el motivo ejemplar detrás de los juicios a genocidas, en las investigaciones orientadas a la búsqueda de la verdad acerca de sus crímenes, y en el trabajo colectivo hacia una memoria que haga justicia a las víctimas del terrorismo de Estado. Y sin embargo, esos actos, plenamente conscientes de su carácter limitado, metódicamente planificados por alguien que se ha corrido de la mera impulsividad como móvil –esos actos plantean un problema que sigue insistiendo.
Hasta que mueras se acerca a esta cuestión menos en el tono asertivo de una tesis que en la indagación crítica acerca de lo excluido por las identificaciones apresuradas. La imagen del resto podría servir a tales fines. Se trata de todo aquello que sobra allí en donde el aparato del derecho penal concibe que su tarea puede ser completamente alcanzable mediante sus procedimientos formales, la puesta en marcha de sus actos administrativos, o la redacción de sus fríos expedientes. Aquello que excede a la identificación de la maquinaria burocrática con la realización plena de la justicia no es evocado por la novela como un misterio insondable –lo que la filosofía a veces fetichiza como “lo Otro” del derecho–, sino como algo materialmente identificable: la impunidad de miles de responsables y cómplices que aún no han sido identificados como tales, los hilos infinitos que componen eso que denominamos responsabilidad civil; y la incompletitud de la investigación histórica acerca del pasado.
Hasta que mueras traza una imagen del Estado dictatorial. Sus dependencias no pueden pensarse sin el conjunto de los seres que ocuparon posiciones de responsabilidad y tomaron decisiones en sus cargos. En el Estado dictatorial los sujetos no desaparecen en una máquina anónima, sino que tienen en sus voluntades la capacidad de destrucción de aquello que configura el mundo en el que viven las personas. Se trata de individuos que componen aquello que se ha erigido como una entelequia abroquelada, pero que la novela refleja como un devenir molecular. Moviendo la piedra, el terrorismo de Estado se evidencia como un hormiguero infinito, configurado no sólo por jerarcas, sino también por empleados públicos, fiscales, trabajadores sociales, abogados, médicos, enfermeros, quienes en las sombras del anonimato, actuaron, sosteniendo el rostro trivial pero efectivo de la administración del terror. En esos actos, aquello que se vuelve visible es entonces la capilaridad del poder en el que se fundó y conservó la violencia dictatorial.
¿Cómo actuar ante las infinitas hebras que tejen aquello que se edificó bajo la rúbrica del terrorismo de Estado? Si, como esboza la trama de la novela, el poder concentracionario no es exterior a la sociedad, si las complicidades y silencios civiles hicieron posible la existencia y multiplicación de la política desaparecedora (“Por qué habrían de querer recordar algo que se negaron a saber cuando estaba sucediendo” se pregunta el narrador), ¿cómo concebir la cuestión de las responsabilidades heterogéneas de cara a la posibilidad de la justicia? La novela se dispone a revisarlo todo, y lo hace mediante símbolos muy concretos. Los asesinatos de Nadia no representan el intento de complementar aquello que la justicia penal no logra. Desde el principio la protagonista deja claro que no pretende que sus actos sean motivo de idealizaciones. Pero sus acciones pretenden ser recogidas, esbozan un manifiesto que requiere una correcta interpretación. Lejos de ser meros arrebatos desesperados, en tanto signos, esos actos representan. Lo que vienen a representar es la imposibilidad de presentar aquello que, ausente, impide clausurar el pasado como objeto de totalización.
Método y ternura: la irritación de la forma y la conciencia del engarce
Pero estos temas y reflexiones –que reconocemos como problematizaciones de supuestos ideológicos e identificaciones apresuradas de nuestra historia reciente– quedan entramados por un método que conduce a la lectura hacia la confrontación con una materialidad renuente. Se trata del trabajo con la lengua que propone la novela.
Lejos de desaparecer ante la presencia de los grandes motivos éticos y políticos que lo convocan –la posibilidad de la justicia, los límites del derecho, el aparato de poder de Tribunales, la banalización cultural del poder desaparecedor–, ese trabajo no cesa de revelarse como un contenido esencial de la prosa. Son varios los retazos en los que la escritura de Robles se muestra a sí misma, exponiéndose en sus costuras. La autora ha referido en distintas oportunidades al proceso que dio emergencia al texto. Así, por caso, sabemos que el manuscrito fue redactado en un lapso de tiempo significativamente corto (“36 días”); o que las historias de cada uno de los 36 criminales asesinados fueron recogidas por la autora en conversaciones con otros sobrevivientes, quienes relataron en primera persona sus testimonios conformando así el archivo con el que la ficción trabajaría. Otras referencias, esta vez en el seno del relato, permiten reconstruir la constelación literaria en la que la novela se mueve. Se trata de la biblioteca que la rodea, remitiendo sus preocupaciones tanto de argumento como de forma no sólo a Madre noche de Vonnegut, sino también a las poéticas de Duras y Kafka, Joyce, Di Benedetto, Constantini y Saer.
Pero además de estas alusiones a la prehistoria de la escritura o a su intertextualidad, cabe referir también a otra referencia a su génesis que acompaña al contenido narrado en su procesualidad inmanente. Esos retazos se entrelazan, se superponen, edificando un Patchwork en donde cada uno cumple una función específica. Si la historia permite visualizar al texto en su unidad reconocible, el conjunto de sus estrategias opera un efecto de irritación sobre la construcción, presentándose así como un paralelogramo de fuerzas en tensión recíproca: “Es la dialéctica del tango (…). Todo se puede afirmar y negar en el mismo tango. Yo mismo soy un tango”. Esta vocación antagónica del texto nos la presenta ya la novela en su íncipit, los dos epígrafes. “Te nombraré veces y veces” de Gelman (A) y el extracto de “Episodio del enemigo” de Borges (B) dan cuenta de dos posiciones mutuamente opuestas. Por un lado, A ilumina el título de la novela –el cual condensa una pluralidad de significaciones, en las que el objeto de la declaración “hasta que mueras” podría ser tanto alguno de los “villanos preferidos” de Diana como la cuestión más profunda de la relación personal y política con la derrota. A su vez, B cumple una función de desmentida, relativizándola y revelando así su estatuto problemático.
Ese ritmo pendular que visibiliza la simultaneidad de lo mutuamente excluyente también se presenta en la superficie del texto con la heterogeneidad ostensible de los géneros y registros empleados. La novela se divide en nueve capítulos. Sin embargo, estos separadores carecen de títulos que permitan identificar su sentido diferencial. El efecto es una coerción del sentido: no cabe posibilidad de reconocer un motivo –más allá de la referencia irónica del narrador a la teoría de los números de la Cábala– que justifique la subdivisión y, así, la separación en capítulos se presenta tan arbitraria como su contrario, la indistinción. Esa tendencia a la oscilación entre los valores diferenciales y su disolución también se observa en la incorporación sin aclaración extradiegética de distintos fragmentos de una materia verbal diversa, como los diarios filmados por Nadia antes de las “ultimaciones”, las fichas de las autopsias de los 36 muertos, en los que la información relativa a sus cuerpos es presentada en la jerga de la medicina forense, la descripción de aquellas otras 36 fichas de personas que, actuando una virtud cotidiana del cuidado, protegieron a militantes, trabajadores, y familias cuyas vidas se encontraban en peligro por la dictadura. En cuanto al punto de vista, aparece tanto la voz del narrador en primera persona del singular, como sus diálogos con el resto de los personajes de la novela, los cuales nunca son incluidos con las marcas convencionales, como separaciones en el espacio de la página o los guiones largos antes de la frase. Al no ser introducida por alguna voz que desde una perspectiva externa enmarque los fragmentos, esta heterogeneidad de voces, registros, y materiales, termina presentando distorsiones lingüísticas por la irreductible diferencia de tono que cada uno presenta. La lectura se ve obligada a realizar el trabajo de articulación pendiente por las ausencias en la diégesis.
Como decíamos, la historia es narrada desde el punto de vista de uno de los protagonistas. De allí que por un lado las marcas autobiográficas de la voz, identificables desde un comienzo en la lectura, nunca se presenten a plena luz sin su rodeo por la mediación de otro, en este caso, un varón. Este narrador además incorporará una perspectiva objetivadora en relación a la vida de Nadia y su madre, propia de un periodista que recoge información para su investigación. Pero esa voz “objetiva” del narrador progresivamente irá implicándose en la materia narrada, acompañando en su discurrir enunciativo el movimiento de identificación afectiva del personaje con Nadia y su madre. Así, pues, el personaje y la voz narradora, inicialmente ajenos a lo dicho, se disuelven en la corriente de una prosa que deviene femenina, desbordando las limitaciones de las posiciones particulares, y en la que las voces se expresan en sus singularidades sin la explicitación de marcas relativas a sus remisiones de origen.
A su vez, la novela se estructura mediante las relaciones afectivas que se tejen entre Nadia, el escritor y Rita. Configuran un triángulo en el que la novela pone en relación condensaciones de posiciones que reflejan momentos del trabajo de reflexión narrativo entre lo político y lo literario. Así como Nadia representa una disciplina férrea en su conducción de vida, un método no sólo para llevar adelante sus planes, sino también una inflexibilidad para verbalizar sus emociones; así también el escritor y Rita expresan el sufrimiento en el trabajo de duelo; pero también la posibilidad de, en el reconocimiento de la finitud –“abrazar la derrota”– dar lugar a algo nuevo, la construcción de un vínculo amoroso. Si Nadia expresa una disposición para el sacrificio en función de una misión que pretende el estatuto de la ejemplaridad, la “Patria de dos” del narrador y Rita condensa la posibilidad, explorada por la novela, de un camino hacia la liberación.
Lejos de obturar la posibilidad de la comprensión, los efectos de extrañamiento que operan estas formas de la narración tensionan al sentido y obligan a un trabajo activo de interpretación de lo sucedido, a una articulación de lo inconexo y a la reconstitución de lo diseccionado. En su conciencia de los engarces, en los que se tejen las hilachas del decir y los dramas de nuestra historia, las operaciones de irritación desplegadas por su método poético y las preguntas acerca de la posibilidad de la justicia, Hasta que mueras efectúa una intervención luminosa en nuestro presente, en donde la posibilidad de habitar la pérdida se convierte en la antesala de una praxis tierna ante lo dañado.
Es Doctor en Ciencias Sociales y Magister en Estudios Literarios. Docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA e investigador del Conicet con sede de trabajo en el Instituto de Investigaciones Gino Germani.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación | Universidad Nacional de La Plata
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