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NOVELA/HISTORIA
MARTÍN OBREGÓN

Los dueños de la tierra (1958)
de David Viñas

     Los dueños de la tierra es una novela emblemática. Pocas obras expresan tan cabalmente lo que desde mediados de los años ´50, bajo el influjo del existencialismo sartreano, se entendía como una literatura comprometida políticamente. Son los años de Contorno, cuando irrumpe una generación literaria a la que “escribir bien” le importa mucho menos que escribir para transformar la realidad.

     Si los textos de Viñas pueden leerse, como sostiene Piglia, como un gran texto único, como un inmenso fresco balzaciano cuyo objetivo es narrar la violencia ejercida a lo largo del tiempo por las clases dominantes, no cabe ninguna duda de que estamos frente al más representativo de todos.

     Los dueños de la tierra es la cuarta novela de David Viñas. Fue publicada por primera vez en 1958. Las grandes huelgas de la Patagonia y los fusilamientos de peones rurales a manos del ejército, a fines de 1921, constituyen su tema central. Este episodio de la historia argentina, silenciado durante décadas, funciona como un punto de partida para desplegar la ficción y tematizar la violencia oligárquica.

     La novela comienza con una cita de Martínez Estrada: “La tierra es la verdad definitiva, es la primera y la última: es la muerte”. El epígrafe, tomado de Radiografía de la pampa, salda una deuda intelectual, pero también sugiere la necesidad de una radiografía de otro tipo, que contribuya a visibilizar y comprender, a partir de la literatura, los mecanismos que perpetúan la dominación de clase.

     Una radiografía, entonces, pero también una genealogía, ya que esa dominación y esa violencia están enraizadas en el tiempo. A poner de manifiesto esa continuidad histórica apuntan las tres secuencias iniciales de la novela, agrupadas en una especie de introducción. La primera de ellas está ambientada en 1892 y describe una matanza de indígenas en los años finales de la “campaña del desierto”. El protagonista de ese primer apartado se llama Brun (en clara alusión a los Braun Menéndez, grandes terratenientes de la Patagonia) y lo único que le interesa, más allá de los métodos que se empleen para conseguirlo, es “que toda la tierra quede limpia, lista para empezar a trabajar”. En la novela, el personaje de Brun será, casi treinta años más tarde, el portavoz de los estancieros en el contexto del conflicto con los trabajadores rurales. A través de este personaje, Viñas establece con claridad el nexo entre las dos masacres.

     La segunda secuencia transcurre en 1917. Ha pasado un cuarto de siglo y Brun, ya convertido en uno de los grandes terratenientes de la zona, habla con Gorbea, uno de sus capataces. Este pasaje tiene dos objetivos centrales: señalar tanto el auge de las exportaciones de lana en tiempos de la guerra europea como la desconfianza que genera en los estancieros la figura de Yrigoyen, un hombre que no sabe muy bien cómo manejar las cosas y que por eso mismo “tira por aquí y tira por allá”, tratando todo el tiempo de encontrar un punto de equilibrio.

     La tercera y última secuencia de esta introducción, Viñas la ubica tres años más tarde, en 1920. La voz la tienen ahora las clases subalternas. Un grupo de peones reunidos en un barracón, entre los que se destaca uno apellidado Soto, discuten la estrategia a seguir frente a la caída del poder adquisitivo de los salarios y el agravamiento de las condiciones de trabajo. Estamos en las vísperas de las grandes huelgas de la Patagonia y falta poco para que entre en escena el protagonista central de la novela.

     Vicente Vera, el joven abogado radical a quien Yrigoyen designa como mediador, soñaba con un destino europeo, no con uno patagónico; sin embargo, no puede rechazar el pedido del presidente, por lo cual viaja al sur y a las pocas semanas, luego de escuchar a las partes en conflicto, consigue que se firme un acuerdo entre los estancieros, representados por Brun, y los trabajadores rurales, liderados por Soto.

     Satisfecho por haber concluido con éxito la misión que se le había encomendado, Vicente Vera decide, antes de regresar a Buenos Aires, cruzar a Chile y tomarse unos días de vacaciones en Punta Arenas, en compañía de Yuda Singer, una joven judía que ha conocido en el viaje y que simpatiza vagamente con las ideas anarquistas. Sin embargo, un telegrama enviado por Brun desde Río Gallegos, anunciándole que “los obreros se han sublevado”, lo obliga a retornar a Santa Cruz, donde se encuentra con un panorama totalmente diferente, signado por la intransigencia de los patrones y la intervención del ejército.

     En las novelas de Viñas, donde lo que prevalece es la denuncia de la realidad política y social, los personajes suelen ser arquetípicos. Este es el caso de Vicente Vera, que simboliza con toda claridad la política de conciliación de clases del yrigoyenismo. “El presidente quiere gobernar para todos los argentinos, mantener un equilibrio, una armonía”, le hace decir Viñas al protagonista central de su novela ni bien llega a la Patagonia.

     Si la primera parte de la novela (hasta el telegrama de Brun) apunta a resaltar la confianza de Vera en las instituciones de la democracia liberal y en el rol del Estado como garante de los acuerdos entre los diferentes sectores de la sociedad, todo lo que sigue está destinado a poner de manifiesto el carácter ilusorio de esas expectativas y el fracaso de la política de conciliación de clases.

     De regreso a Santa Cruz, Vera no oculta su desconcierto ante una situación que ya no es capaz de controlar. Mientras la violencia oligárquica, que encuentra en el ejército su brazo ejecutor, avanza a paso redoblado, el joven abogado radical seguirá dudando. Vacilante y contradictorio, Vicente Vera es el fiel reflejo de los límites y las claudicaciones del radicalismo. Cuando finalmente toma conciencia de lo que está ocurriendo y decide ponerse del lado de los obreros, ya es demasiado tarde para evitar el trágico desenlace.

     Como ha señalado Piglia, uno de los núcleos centrales de la narrativa de Viñas gira en torno a la tensión que se verifica “entre la violencia ejercida por las clases dominantes y las representaciones simbólicas que el propio liberalismo ha construido a partir de esa historia sangrienta”. Por eso se impone, para una literatura comprometida políticamente, la tarea de desmontar esas operaciones discursivas y desenmascarar todos los mecanismos de censura y ocultamiento. Los fusilamientos de peones rurales en la Patagonia a comienzos de los años veinte, silenciados durante décadas (a excepción de La Patagonia trágica, el libro de José María Borrero, no se había publicado prácticamente nada sobre estos hechos) constituían un tema ideal para que Viñas ejercitara lo que Adolfo Prieto definió como una “prosa muscular”, singularmente apropiada para describir situaciones en que “la violencia estalla por debajo de la piel”.

     Sin embargo, para David Viñas, los sucesos de la Patagonia tenían, además, otras implicancias, vinculadas con la propia historia familiar, ya que había sido su padre, Ismael Viñas, el juez letrado enviado por Hipólito Yrigoyen para encontrarle una solución al conflicto. Al asignarle al personaje de Vicente Vera un conjunto de rasgos característicos de una clase media que desprecia (como buen “contornista”) y de una cultura burguesa que rechaza, Viñas ajusta cuentas con su padre (como buen “parricida”) y con un pasado familiar del cual necesita tomar distancia.

     A ese distanciamiento contribuye, en Los dueños de la tierra, la protagonista femenina, Yuda Singer, quien a lo largo de toda la novela aparece como una especie de conciencia lúcida (la del propio autor) que intenta, de manera infructuosa, abrirle los ojos a Vicente Vera. En algunos pasajes, esa función se pone de manifiesto de manera explícita, casi pedagógica, como cuando Yuda le dice a Vicente que el suyo es “un partido de señoritos que por un lado se derriten por los verdaderos señoritos y que harían cualquier cosa por imitarlos y ser igual a ellos, y que por otro lado se enternecen con los que están abajo”. Nuevamente, Viñas se expresa a través de Yuda, cuya voz se levanta para denunciar las contradicciones inherentes a un partido policlasista como el radicalismo.

     Publicada a fines de 1958, cuando comenzaban a esfumarse entre los intelectuales de Contorno las esperanzas cifradas en la experiencia frondizista, la novela de Viñas también da cuenta del estado de ánimo de toda una generación que, al advertir que la democracia liberal se mostraba impotente frente a la violencia de las clases dominantes, se irá alejando poco a poco de un horizonte reformista para sumarse a las filas de una izquierda cada vez más antiliberal. Poco tiempo después, la Revolución Cubana resultará decisiva para la profundización de ese giro que ya se venía insinuando en el interior del campo intelectual.

     A lo largo de toda su obra posterior, Viñas no hará más que profundizar su objetivo inicial de explorar la historia argentina a través de la literatura, volviendo recurrentemente sobre los mismos ejes que ha señalado Halperín: “la afirmación del estado nacional en el territorio como empresa militar y de conquista” y “la individualización de un otro que requiere ser marginado y, en el límite, exterminado”. Lo que comenzó en 1955 con Cayó sobre su rostro, su primera novela, y alcanzó su mejor formulación con Los dueños de la tierra, continuará con Hombres de a caballo (1967) y más tarde con Cuerpo a cuerpo (1979), su novela del exilio, donde la violencia oligárquica alcanzará, durante la última dictadura, su estadío más cruento. Tanto por su proyecto literario, tan vasto como ambicioso, como por la influencia ejercida sobre varias generaciones de intelectuales, el nombre de David Viñas resulta insoslayable al momento de vincular la literatura con la política.

MARTÍN OBREGÓN

 

Es Profesor en Historia y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP.