“Nunca creí tener tanta imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Qué hombre tan extraño, y sin embargo, bien parecido”, comenta Ylla, nativa de Marte, a su esposo, señalando la posible existencia de hombres de un metro ochenta que desciendan a su planeta en naves de metal. Y así, al comienzo del libro, se formula la pregunta que más nos desconcierta. ¿Quiénes son, realmente, los verdaderos seres extraños que viven en un planeta lejano? Ray Bradbury se apropia de esta pregunta. A lo largo de Crónicas Marcianas, intenta responder quiénes son los marcianos, y en cada capítulo la confusión al respecto se vuelve mayor.
En la novela, la definición de marciano es siempre variable. Y tiene sentido que lo sea, porque inicialmente la obra no se pensó como una pieza unificada, sino que se trataba de un conjunto de relatos cortos sobre el Planeta Rojo, escritos entre 1947 y 1949, y compilados a posteriori. Cada uno de ellos nos habla un poco sobre Marte, pero también sobre una sociedad que desde hace miles de años demuestra una empecinada obsesión con aquel planeta: la nuestra. Por eso, tanto en el libro como en las expectativas terrícolas, lo marciano no es más que una proyección de las inquietudes de distintas épocas y contextos.
Para Bradbury, a veces, los marcianos son increíblemente parecidos a los terrestres, y en ocasiones completamente diferentes. La exploración del primer astronauta no fracasa por una falla tecnológica o un complejo choque con la cultura local, sino por un motivo vulgar y que nos suena próximo: la ira del esposo celoso de Ylla, volcada sobre el explorador cuya llegada esperaba ansiosamente su esposa.
En otra ocasión sucede lo contrario. En lugar de humanoides con sentimientos símil-terrícolas, los marcianos son globos de luz luminosos, cuyos intereses permanecen en el misterio. Los religiosos que interactúan con estos seres intentan, testarudamente, atribuirles emociones humanas. ¿Piensan? ¿Conocen la moral? ¿Gozan de libertad e inteligencia?, se pregunta el padre Peregrine después de establecer contacto con ellos. De esta manera, el autor nos revela los dos tipos de reacciones que suelen ocurrir cuando un grupo se enfrenta con el desafío de conocer otra cultura: o bien negar o ignorar la distancia cultural, creyendo que los otros son similares a nosotros o a nuestros vecinos, o bien suponer que son completamente distintos, proyectándolos como una cultura opuesta a la propia. Dos reacciones que también han caracterizado a nuestra relación con Marte, similar a la Tierra en tantos sentidos, vecino próximo y familiar en comparación con los demás, pero a la vez fuente de temor y fabulación, espacio mítico, depósito de los imaginarios terrestres sobre la posible vida en otros mundos.
La obra es también una crítica a la sociedad estadounidense de los años cincuenta, encaprichada con la expectativa de llegar a la Luna y colonizar otros planetas, pero incapaz de desprenderse de su intolerancia y prejuicios, al punto de repetir la cruel experiencia de la conquista colonial en el Planeta Rojo, que se nos muestra como un espejo de la colonización europea en América. Personajes como Benjamín Driscoll intentan transformar Marte en una nueva Tierra, instalando pueblos a imagen y semejanza de su planeta de origen, y trasplantando especies vegetales que lo hacen más habitable para los terrestres, sin importar sus consecuencias para los nativos marcianos. Las expediciones de los astronautas Williams, Black, Wilder y Spender nos recuerdan a Colón y los hermanos Pinzón, y luego a Cortés, Pizarro y otros conquistadores. Jeff Spender, convertido por elección en marciano, acaso podría ser Gonzalo Guerrero, primer español en asimilarse a la cultura local y ser reconocido como jefe maya. No es casualidad que este explorador encarne la voz más crítica en contra de la colonización de Marte, preocupado porque se repliquen allí las masacres terrestres:
Para el estadounidense común, lo que es raro no es bueno. Si las cañerías no son como en Chicago, todo es un desatino. ¡Cada vez que lo pienso! ¡Oh, Dios mío, cada vez que lo pienso! Y luego… la guerra. Usted oyó los discursos en el Congreso días antes de que partiéramos. Si todo marchaba bien, esperaban establecer en Marte tres laboratorios de investigaciones atómicas y varios depósitos de bombas. Dicho de otro modo: Marte se acabó, todas esas maravillas desaparecerán. ¿De qué forma reaccionaría usted si un marciano vomitase licor rancio en el suelo de la Casa Blanca?
Contrariamente, Biggs, compañero de Spender, simboliza la voracidad del colonizador, aquel clásico Robinson Crusoe que ignora los nombres marcianos de las montañas y colinas, y comienza a repetir, en medio de una borrachera Yo te bautizo, yo te bautizo, yo te bautizo […], yo te bautizo Biggs, Biggs, ca– nal Biggs.
Por eso mismo, en el transcurso del libro, el espectador a veces observa la trama desde Marte, pero también desde el propio planeta Tierra. Una Tierra cada vez más abatida por la guerra nuclear, cuyos peligros, en la época que Bradbury escribió las Crónicas, estaban tan presentes como la expectativa norteamericana de triunfar en la carrera espacial. Un planeta que es a la vez origen y oportunidad perdida, encerrado entre su propia intolerancia, reflejando las sombras del racismo, la censura y el McCarthismo cuyas consecuencias el autor denunció en la mayoría de sus escritos. Escribe también acerca de una sociedad norteamericana obsesionada con la jerarquía y consciente de su dominio político y cultural en el mundo, al punto de que los exploradores de la Segunda Expedición a Marte esperan ser felicitados y celebrados por los marcianos. ¿Cómo esperaba esta sociedad llegar a otros planetas sin despegarse de los fantasmas del pasado?
Lo curioso es que Crónicas Marcianas es también un escrito bisagra entre los imaginarios acerca del Planeta Rojo. Si bien Marte, identificado por primera vez por los asirios hace 4500 años, siempre ha tenido un lugar especial en el imaginario colectivo y en la cultura (a través del cine, la música, la literatura), es en el siglo XX, y particularmente a partir del año 1965, cuando a los terrestres nos llegan las primeras fotografías del planeta. La obra de Bradbury, por lo tanto, es una de las últimas y más acabadas representaciones de Marte en la literatura antes de la cruda realidad que reveló la sonda Mariner 4: un planeta inhóspito y hostil, ni siquiera tan rojo como se suponía. Se descubrieron volcanes y paisajes modelados por el agua, pero ni un rastro de los marcianos. Sin embargo, si recordamos que el autor explicó que aquellos seres podían aparecer de distintas formas, por lo tanto, para la humanidad, claudicar ante la supuesta transparencia las primeras imágenes no tendría ningún sentido. El propio capitán John Black, líder de la Tercera Expedición, fue engañado por la ilusión que los propios marcianos habían creado acerca del despoblamiento de su planeta.
Asimov dijo que la ciencia ficción es la rama de la literatura que trata sobre las respuestas humanas a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología, en contextos sociales que no existen hoy ni han existido en el pasado. La exploración a Marte, sin embargo, pertenece cada vez en menor medida al terreno de la ficción, y se nos presenta como una realidad impostergable. Desde que las misiones del Mars Odyssey y Mars Express a principios de los años 2000 revelaron imágenes de agua en algunos de sus estados químicos posibles (dando inicio a la “fiebre del agua”), el interés por la exploración de Marte se ha revitalizado, y se baraja la posibilidad de que el Planeta Rojo sea nuestra única alternativa de vida en caso de que el nuestro propio se encamine a la destrucción. En vistas del lanzamiento de la primera misión tripulada a Marte en 2030, cabe preguntarse ¿hemos aprendido realmente las lecciones del pasado, y en particular, las señaladas por este libro?
Si existe vida en Marte, por el momento, no podemos saberlo. Bradbury, sin embargo, nos invita a ser escépticos con nuestra propia mirada, a conocernos mejor antes de emprender viajes interplanetarios y, por qué no, a no suponer que los marcianos serán completamente iguales a nosotros, pero tampoco abismalmente distintos. Quizás, como se sugiere en el último capítulo de la obra, al fin y al cabo los marcianos seamos nosotros.
Es profesor en Historia y diplomado en Antropología Social. Se desempeña como docente en varios niveles y como becario doctoral en la Universidad Nacional de La Plata. Es docente de la cátedra de Prehistoria General y Americana.
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